El presidente Barack Obama ha dado una lección de congruencia y trabajo político. El mandatario se esforzó, con minucioso y corajudo empeño, para empatar sus ofrecimientos de campaña con su accionar en el máximo puesto gubernamental de su país. Se propuso, y logró coronar una reforma de salud, tan necesaria como justa para amplios sectores de esa sociedad. La tarea no fue fácil, sino llena de obstáculos y sentires adversos, algunos rayanos en las fobias y odios entre los mismos grupos y clases sociales estadunidenses. Enfrente tuvo, desde el inicio de su gestión, un inmenso trabuco de intereses (farmacéuticas, sistemas hospitalarios, aseguradoras, asociaciones médicas) y arraigadas preconcepciones sociopolíticas del conservadurismo al que se le añadió, con inusitada fuerza, lo más cegato y beligerante de la atrincherada reacción en Estados Unidos. Obama no cejó en el esfuerzo ni siquiera en medio de las peores turbulencias de la crisis que, en casi la totalidad de los problemas, le fueron heredados por la deformada administración de George W. Bush.
El Partido Republicano recogió esas pulsiones opositoras de buena parte del electorado, olió sangre y se coaligaron, de manera unánime, para descarrilar la reforma: la primera gran modificación en cien años de tibios ajustes y serios fracasos. Muchos demócratas, asustados por las consecuencias en el sentir de sus votantes, se les añadieron. Aun así, Obama continuó, a pesar de las recomendaciones para dejar el asunto a tiempos mejores. No hizo oídos a las consejas. Desde hace dos o tres meses redobló el paso visitando comunidades a lo largo y ancho de esa extensa nación, entrevistando políticos y líderes de opinión, hablando ante auditorios y desatando una campaña publicitaria efectiva para generar la masa crítica necesaria para la movilización de la base ciudadana.
La estrategia llegó a su punto culminante con un rotundo resultado donde triunfa no sólo el empuje popular, sino, en sus propias palabras, el sentido común. En la ruta hubo concesiones, algunas de talla importante como la limitante para financiar, con fondos federales, a todas aquellas que soliciten o requieran abortar. Tampoco llegó a imponer, como era su propósito, una agencia pública para fondear y operar un servicio integral de seguros médicos para la salud. Pero prevaleció el objetivo: dar confianza a todos los ciudadanos que hoy no gozan de ese derecho, 32 millones de personas, de que podrán acceder a los cuidados para la salud.
Las lecciones de ese proceso son varias. En un primer término, la incansable persecución de las promesas de campaña. No cualquiera, sino la que salió del corazón de la gente, la más sentida, la más necesaria. En un segundo plano se identifica la clara conciencia de que el cambio deberá provenir de la base social. Y una tercera consecuencia tiene que ver con la esperanza renovada en un sistema democrático que aún puede trabajar para el pueblo y con el pueblo, tal como reza su Constitución. Washington no podrá seguir siendo visto como un leviatán que medra de los impuestos, antepone sus cortas miras individualistas de éxito en detrimento de los intereses generales.
Otra consecuencia, ciertamente crucial, es el diseño de reglas para sujetar a estrictos controles a las inmensas compañías de seguros y los crecientes costos hospitalarios y de medicamentos. Empresas que han cosechado inmensos beneficios, una significativa parte a costa de la tranquilidad y el desamparo de los muchos. No en balde dos de esas industrias (farmacéuticas y financieros bancarios) son de las tres con mayores rendimientos en el mundo. Y esto no sólo valdrá para los estadunidenses, sino que se extenderá a otros sistemas similares o simples copias del que hasta hoy rige y se regocija a sus anchas en ese país. Todos estos planteamientos de la reforma estadunidense están, sin embargo, muy por debajo de los estándares de los sistemas universales de salud alcanzados en sociedades bastante más igualitarias: Francia, Alemania, Noruega, España, Inglaterra o Canadá.
En México, durante la pasada celebración del natalicio de Juárez, abundaron los discursos del oficialismo. El del señor Calderón pondera, en desmesurada e idílica versión como acostumbra en sus saltos al vacío, la trayectoria del benemérito. Y la trata de usar para incidir en la que considera su incansable misión de buscar la justicia. Elusivo tema que se ha salido de madre en sendas regiones de esta agobiada nación. Hasta los priístas se tratan de deslindar de la estrategia guerrera emprendida, con todo el rencor y notoria falta de diagnóstico integral, por los panistas encumbrados. Ninguno de esos críticos, empero, hace referencia al modelo de acumulación y gobierno bajo la estricta guía de sus beneficiarios: los grandes grupos de presión que los patrocinan y condicionan.
Esto sucedió días antes de la urgente, masiva visita de los encargados de la seguridad estadunidense realizada ayer. No vienen simplemente a hacer consultas y a un intercambio de ideas donde la corresponsabilidad ya es materia admitida. Vienen con el afán, casi urgencia, de imponer salvaguardas adicionales para resguardo de su propia integridad de país amenazado por el crimen organizado. Ven, con suma intranquilidad, que la administración panista ha perdido el control sobre vastas regiones de México. La descomposición que observan es creciente y no se limitará a este lado de la frontera. Se irá extendiendo, como ha hecho, a sus ciudades hasta convertirse en un agudo asunto de seguridad interna. No quieren permitirlo y tratarán de recibir las garantías necesarias para, al menos, tranquilizar conciencias. No quieren, y a lo mejor tampoco pueden, combatir de lleno el inmenso consumo de drogas que se extiende en su país. Poco podrán hacer, además, para detener el tráfico de armas y el lavado de dinero, así que pondrán toda su atención en la débil y tambaleante administración panista del señor Calderón. Como bien puede verse, el recuerdo de las acciones por las que trascendió Juárez, quedará manoseado en extremo. La distancia entre discurso oficial y esta realidad nuestra es insalvable.
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