El tiempo dirá hasta qué punto el encuentro celebrado el martes entre las máximas autoridades responsables de la seguridad en Estados Unidos y sus homólogos nacionales marca el comienzo de una nueva era en las relaciones bilaterales. Pero es obvio que algo muy importante ha cambiado. La señal enviada por Obama, más allá de las fórmulas de cortesía diplomática, indica que en el asunto de la violencia fronteriza originada por la delincuencia organizada se ha traspasado un límite que el gobierno estadunidense considera peligroso para sus propios intereses y ha decidido actuar.
Acepta la corresponsabilidad que le toca, sobre todo por lo que se refiere a la demanda de drogas y al trasiego de armas, reconoce la lentitud para aplicar la Iniciativa Mérida, así como la dimensión económica y social del problema, saluda los esfuerzos del presidente Calderón, pero queda implícita su insatisfacción ante la estrategia del gobierno mexicano que ha recargado en las fuerzas armadas el peso total de la “guerra” contra el narcotráfico.
En cierto modo, a querer o no, la actitud del gobierno estadunidense ha subrayado las fallas de una estrategia que está siendo devorada por sus propias debilidades, pues la intervención del Ejército como sustituto de las poli-cías federales y estatales en la contención del delito no ha frenado la violencia ni se ha aprovechado para crear o reorganizar los cuerpos de seguridad bajo mandos civiles que habrían de encargarse de las operaciones contra el crimen organizado. Todo dicho en plan amistoso, colaborador, aunque las palabras de Janet Napolitano, matizadas por las más suaves de Hillary Clinton, presidieron el encuentro cuyos resultados se resumen en una agenda centrada en cuatro áreas estratégicas, que incluyen la desarticulación de las organizaciones delictivas en ambos países, el fortalecimiento de las instituciones de seguridad, el desarrollo de una frontera segura y competitiva para el siglo XXI, y el fortalecimiento de la cohesión social en las comunidades de los dos lados de la frontera. Veremos pronto cuáles son los efectos reales de esta nueva política integral sobre las instituciones de seguridad mexicanas, habida cuenta la gravedad del problema y sus implicaciones para el futuro inmediato de ambos.
Al admitir la necesidad de fortalecer la cohesión social como un componente estratégico de la acción contra el crimen organizado, se da un paso muy importante para abandonar la tesis simplista que se negaba a reconocer un vínculo directo entre las condiciones de vida de la población y el auge de la delincuencia, pues aunque en el contexto bilateral el tema se centra en la frontera, no es menos cierto que el problema tiene ya dimensión nacional, inseparable de las circunstancias de orden general que han propiciado la desigualdad, la pobreza y la liquidación de las esperanzas de millones de jóvenes, cuyo acceso al empleo está clausurado, aun si gozan de los beneficios de la educación superior. Sin duda, éste es el caldo de cultivo para la proliferación de las bandas criminales.
A ese respecto, y sólo a modo de ilustración lo cito aquí, un estudio presentado por la Dirección Regional del Colegio de la Frontera en Ciudad Juárez muestra con precisión hasta qué punto se puede observar una correlación entre la delincuencia juvenil y las colonias de mayor marginación urbana “considerando los indicadores de vivienda e infraestructura de servicios públicos”, las carencias de “escuelas e instituciones de educación media superior” y la ausencia de áreas verdes y recreativas. Si bien el análisis no pretende establecer “ninguna relación mecánica entre los índices delictivos y la infraestructura urbana, no debe descartarse –añade– que estos servicios configuren el horizonte de vida cotidiana de esta población y sus perspectivas de futuro”. Si a esto se agrega “la progresiva segmentación social y urbana en curso”, se comprende mejor por qué miles y miles de jóvenes que nacen y viven en la marginalidad se incorporan a las pandillas que luego el crimen organizado utiliza para sus propios fines.
El malestar, la irritación creciente de la sociedad civil en las zonas “calientes” de la frontera, aunque no sólo en ella, no va dirigido, como a veces se señala, a requerir el cese de las acciones coercitivas contra las bandas criminales que se disputan rutas y mercados; tampoco es una solicitud para restaurar la connivencia de los delincuentes con la autoridad, pero sí representa la exigencia de que, además del combate policial directo, se reconozcan en la práctica sus profundas implicaciones sociales, económicas y aun culturales, el peso de la corrupción y la impunidad, la urgencia de actuar con respeto a los derechos humanos en situaciones de riesgo para la población. En otras palabras, lo que está en juego es la noción de “guerra” entre los “enemigos de México”, los narcotraficantes y las fuerzas armadas, cual si estuviéramos inmersos en un conflicto convencional en defensa de la soberanía nacional, pero donde a la aterrada ciudadanía le toca testificar, o ser la víctima “colateral” de la multiplicación de una criminalidad especialmente bárbara e inhumana.
Hoy, tras los hechos de violencia acumulados en estos meses, es evidente que el país no podrá afrontar con eficacia el desafío de la delincuencia organizada sin una profunda rectificación de las prioridades nacionales. Seguir bajo el imperio de una visión incapaz de revertir las tendencias hacia la polarización y la exclusión social, garantiza la multiplicación de las zonas conflictivas y la extensión de la cultura de la desesperanza que erosiona la cohesión social.
Está por verse si en el enfoque binacional predomina una visión que tenga en la mira el desarrollo de México, lo cual implicará cambios importantes en la orientación general de las políticas públicas y en la cooperación binacional o se insistirá en una fórmula puramente represiva (con inversiones puntuales en asistencia social) que añada más y mejores recursos bélicos a una guerra que no se puede ganar sólo con las armas, por mucho que el esfuerzo se equipare al realizado en Afganistán o Irak.
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