En un sistema político donde se pierde o se gana el enorme poder del Estado por un voto, si este voto se falsifica, roba, coacciona o compra, el o los autores de esta infracción tendrían que ser castigados por el delito de sedición con todas las agravantes de ley.
A mí me parece que el Código Penal Federal, en el artículo 130, es muy claro al respecto: A quienes dirijan, organicen, inciten, compelan o patrocinen económicamente a otros para cometer el delito de sedición, se les aplicará la pena de cinco a 15 años de prisión y multa hasta de 20 mil pesos. Una de las finalidades de este delito es impedir la libre celebración de elecciones para cargos públicos.
Ambas hipótesis debieran ser aplicables al intento de Enrique Peña Nieto de hacerse del poder mediante la compra de voluntades impidiendo con ello la libertad que supone la emisión del voto. Él, que dirigió la compra, y quienes lo patrocinaron y siguieron en esta aventura desde el PRI, instancias de gobierno y el ámbito particular tendrían que ser sometidos a juicio por sediciosos y, más aún, por conspirar para dar un golpe de Estado al amparo de la pantalla electoral.
Pero como la legislación mexicana ha sido pensada para defender a los poderosos, trátese de gobernantes o magnates, y no a la ciudadanía, que no tiene otra posibilidad de influencia política que su voto, ninguno de los delitos electorales es grave. Así que cualquiera puede piratearse al Estado y, como ha ocurrido en ocasiones anteriores, conseguir su propósito pagando cierta multa, no con el dinero de sus patrocinadores (es experiencia: a esos les pagará de muy diversas maneras, ya en el poder, igual que lo hicieron Carlos Salinas de Gortari y Felipe Calderón, los casos más notables), sino con el dinero de los contribuyentes.
Las recientes elecciones no fueron libres. Voto comprado, coaccionado, falsificado o robado, es voto secuestrado. Preñadas de ilícitos, si no son anuladas se convertirán en un episodio más de esa historia infame de México en la que muy numerosas elecciones no han podido lograr que la democracia se implante en la cultura y la política nacionales. A los espots del IFE hay que responderles de una vez por todas que las elecciones no son sinónimo de democracia, sobre todo cuando el dinero adultera de origen su celebración.
No ha pasado demasiado tiempo desde que los mexicanos empezamos a reflexionar sobre las elecciones. Con frecuencia vuelvo a Las elecciones en México, el volumen coordinado por Pablo González Casanova, uno de los más destacados intelectuales congruentes con su pensamiento –los hay tan pocos. Allí puede leerse el ensayo de Gustavo Federico Emmerich Las elecciones en México, 1808-1911: ¿sufragio efectivo?, ¿no relección?
Bajo la constitución de Cádiz, en las postrimerías de la Colonia, o con los primeros gobiernos conservadores del México independiente, como lo pone en claro Emmerich, sólo podían aspirar a un cargo de representación quienes tuviesen cierto ingreso. Ahora esa aspiración está reservada a un grupo igualmente pequeño. El grueso de la población dispone, en el mejor de los casos, del llamado voto activo para expresarse. Y este voto ha sido burlado una y otra vez. El voto pasivo, por el que alguien es postulado a un cargo de elección, es prácticamente inalcanzable. Más aún tratándose de la Presidencia de la República.
El subrayado de esa democracia residual y contraria a la moral pública es la inversión desmesurada del grupo cuya cara visible es Peña Nieto. ¿Hay algo más censurable y punible que aprovechar la pobreza de gran parte de la población para comprarle su voto y así continuar alimentando el modelo económico que empeorará sus condiciones de vida? Amén de ser éste un acto brutal, despoja al pueblo de su soberanía. Es necesario, imprescindible, recordar una y otra vez el artículo 39 de la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos: La soberanía reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye en su beneficio.
Hay aliados de ese grupo que juzgan al revés. Algunos, para colmo abogados, reprochan a Andrés Manuel López Obrador que pretenda impugnar las elecciones con el propósito de anularlas. Me refiero a la Federación de Asociaciones de Bloques, Barras y Colegios de Abogados de Nuevo León. Argumentan estos profesionales que López Obrador incurre en una falta por haber firmado el pacto de civilidad con los otros candidatos. La civilidad, así, consiste en que los medios subordinen a los fines. La lógica del haiga sido como haiga sido.
Esa federación no ha publicado una idea por mitad sobre la soberanía, la representación, la democracia. Pero tampoco se ha preocupado por reflexionar sobre la monstruosidad que representa el hecho de que en más de la mitad de las casillas (71 mil 671 casillas, para ser exactos, según puede consultarse en www.defensadelvoto.mx) haya habido diferencias entre el número de boletas y el número de votantes y de que estas diferencias se hayan traducido en otras que van de un voto a más de mil. A esos abogados los podría iluminar la ley, pero los ciega la realidad. Es un ejemplo de por qué en México las elecciones no han sido, hasta ahora, fuente de conductas democráticas.
Es sabido que a sus oponentes les molesta, pero por ahora la democracia, como lo ha estado en los momentos en que México ha podido avanzar, se encuentra en las calles.
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