La resolución del Trife coronó un proceso electoral aberrante, en el que los árbitros parecen desesperados por mostrar su parcialidad. Aunque la compra de votos, las encuestas manipuladas, el financiamiento excesivo e ilícito, la campaña encubierta de Televisa y orquestada con casi todos los medios hicieron inauténtico e irregular el proceso, y aunque estos hechos fueron notorios, al punto que más de la mitad de la población consideró los comicios irregulares y comprados, los consejeros, magistrados y fiscales, a pesar de tener facultades para verificar, se negaron y destruyeron la posibilidad misma del sufragio efectivo.
Habría que preguntarse qué tipo de régimen político es el que queda después del desastre. Se supone que somos una democracia, así nos ostentamos y así se nos reconoce (con una sonrisa irónica) internacionalmente. Pero de ninguna manera será la democracia sin adjetivos que propusieron Gómez Morín y Enrique Krauze. Es tan atípica que habrá de darle algunos adjetivos, y ya empiezan a aparecer varios: comprable, deficitaria, electoralmente autoritaria, semiflexible, funcional-corrompible, etcétera. Si revisamos los diferentes tipos de democracia genuina vemos que no se ajusta a ninguno. Quizás ayudaría remontarnos hasta los griegos. En la distinción clásica no nos ajustaríamos a una democracia porque aquí no gobierna el pueblo. Tampoco a una monarquía, aunque el PRI quisiera restaurar la presidencia imperial. No es una aristocracia, porque la mayoría de los poderosos no son los mejores, sino los peores. Se acerca más bien a una forma espuria: la oligarquía.
Hasta hace unos 25 años, la oligarquía mexicana era un grupo reducido que ejercía su influencia sobre el gobierno para que favoreciera sus intereses. Hoy ellos determinan al gobierno y, de hecho, desde la penumbra eligen al presidente y determinan así el manejo de la administración pública en su favor. Para imponer su decisión hacen inversiones colosales para comprar votos, pagan encuestas a modo, se valen de los medios que controlan, cuentan no sólo con cuatro partidos que les son afines, sino también con un aparato de administración electoral que pagan los contribuyentes.
Quiero hacer una propuesta: los oligarcas deben ser considerados grandes electores, pero no desde la penumbra, sino formalmente. Así, deben aparecer en público, que todos sepamos quiénes son y otorgarles por mandato constitucional la designación de presidente. Será muy fácil identificarlos si nos atenemos a la lista de la revista Forbes (mucho más seria que las encuestas mexicanas); ahí dentro de los hombres más ricos del mundo se identificaría a los 12 mexicanos con más dinero. Si alguno no puede asistir por problemas legales (es el caso de El Chapo Guzmán) podría mandar un personero. Estos 12 magníficos deliberarían hasta encontrar al hombre más afín a sus intereses. Este método, cuyo costo sería bajísimo, nos ahorraría los 17 mil millones del gasto fiscal anual en elecciones, además de casi otros 5 mil de contribuciones. No habría IFE ni Trife ni Fepade. ¿Para qué instituciones tan costosas como inútiles, por previsibles?
No hay comentarios:
Publicar un comentario