Decretado el resultado por parte del tribunal electoral, se abrió una pausa que el presidente electo apenas ha tocado, salvo en desafortunados anuncios en el exterior sobre cuestiones clave como la del petróleo. Decir que en Pemex se hará como en Petrobras, para justificar la apertura de la explotación petrolera a la inversión privada es, apenas, una mala ocurrencia que, sin embargo, nos remite a aquello de que los veneros del petróleo los escrituró el diablo. Pero para hacerle honor al poeta, no es necesario ir tan lejos como Brasilia.
Quien se lanzó a su propio ruedo virtual fue el presidente Calderón. No contento con los triunfos que le otorgara la reforma política tan solícitamente aprobada por el Congreso de la Unión, decidió estrenarla y poner a prueba a la nueva legislatura con una iniciativa de reforma laboral, cuya congruencia es muy discutible y cuya consistencia le ha puesto los pelos de punta a más de un sabio jurisconsulto y a no pocos auténticos hombres de empresa.
Los nuevos encargados de las bancadas priístas en la Cámara y el Senado, un día sí y otro también hacen actos de fe reformista y, se supone, de fidelidad a no se sabe qué compromisos de la transición presidencial. En sus bases, en el Congreso y las organizaciones de masas que quedan, no parece reinar la conformidad y en los establos del viejo sindicalismo más bien campea el enojo, cuando no el desencanto.
El estreno de la famosa iniciativa preferente a que los presidentes tienen derecho merced a la reforma política reciente, puede resultar así un estreno de opereta y la aprobación del galimatías laboral una lamentable y pírrica victoria. Mala premier para un teatro de por sí desvencijado.
La tregua festinada por priístas y panistas, con música de acompañamiento patronal, es en gran medida una farsa, porque la política de la confrontación no ha cesado y ahora, con la infortunada iniciativa laboral, puede ahondarse para tocar relaciones sociales fundamentales. No es de treguas de lo que está urgido el país, sino de una política que empiece por revisar su semántica y se atreva a llamar a las cosas por su nombre.
No es así cómo ha procedido Calderón en su final ni, lamentablemente, como lo ha hecho el cuerpo político emergido de las elecciones de julio. La reformitis que tanto cultivara Fox se volvió contagiosa y, al parecer, sin vacuna a la vista.
México encara desde hace años una pavorosa crisis de empleo que hoy se expresa en más de dos millones de desempleados, muchos más subempleados y una informalidad de campeonato, que llega a superar la mitad de los trabajadores ocupados. Un mercado laboral así configurado no puede sino arrojar una estructura de ingresos muy desigual, donde muy pocos ganan lo suficiente para una vida mínimamente digna. El empleo en México no es decente, como quiere la OIT y la vida social, que depende del empleo y el salario, no es segura ni placentera. Más abajo, en la marginalidad y la precariedad absoluta, sólo se escucha crujir de dientes y rencor, más la desolación juvenil que alimenta el rechazo a la norma y la convivencia.
Este panorama laboral responde casi en automático al tejido productivo resultante del cambio estructural y sus crisis. La puntada del presidente Fox de querer changarrizar a México se volvió profecía maldita y la micro empresa registró una auténtica explosión. En su capacidad de transformación y de innovar sólo pueden creer hoy teólogos o astrólogos; el empleo que generan es de subsistencia, como suelen ser las propias ganancias; ahí, los derechos brillan por ausentes.
Se trata de un panorama salvajemente heterogéneo, que la ley no contempla y tal vez no pueda hacerlo productivamente, si no media una política renovada que abra paso a un nuevo curso económico y social.
La reforma laboral calderoniana ha sido rechazada y, como ilustrara ayer Arturo Alcalde en estas páginas, está llena de mentiras. Como lo ha estado desde hace muchas décadas el derecho laboral mexicano. Lo malo es que de esta falsificación sostenida se ha nutrido buena parte de la patronal mexicana y más que beneficiado la empresa foránea de exportación.
Tras décadas de renuncia estatal a tutelar el derecho del trabajo, como lo manda la Constitución, la costumbre se volvió ley, no escrita pero muy vigente. Para los patrones, decidir con quién y cómo se establecen las condiciones laborales ha llegado a formar parte de sus derechos de propiedad y es esto lo que hoy exigen se consagre con la reforma de marras.
En realidad, lo que se necesita es una política económica diferente, que ponga en el centro al empleo y su protección, y eso no lo puede ofrecer esta curiosa ceremonia calderoniana del adiós. Lo que urge es un cambio de rumbo, que reconozca la centralidad del trabajo y revise a fondo compromisos y objetivos, para dejar atrás el divorcio envenenado entre economía y demografía y entre la política económica y social. Y nada de esto puede ofrecer la reforma de Calderón.
Una vez iniciado el nuevo curso de desarrollo, podrá abordarse con la prudencia debida el enredo laboral y sindical, pero no al revés. Pretender hacerlo así es, de nuevo, poner la carreta delante del caballo para volver a equivocarse, pero no para mejor sino para embrollar todavía más las cosas, en medio del encono y la irritación social.
Otro Calderón, de épocas lejanas y no tanto, propuso mudarse por mejorar y dio brillo al Siglo de Oro. El de hoy, se empeña en dejar la escena en las peores condiciones imaginables. Hacerle eco es disponerse a realizar un mal estreno… con (casi) todas las entradas vendidas.
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