Los rituales, religiosos o laicos, tienen una importancia política capital. Sirven para representar, para aglutinar, para inducir sentimientos de pertenencia, participación y acatamiento de la autoridad. Permiten tomar el pulso a los protagonistas de la cosa pública. Son un termómetro de la jerarquía que se deja leer en función de las presencias, las ausencias, las cercanías y las distancias. Dan un rostro a las instancias del poder. Suelen ser marcas de diario y de calendario en la vida de la gente: para muchos los días de muertos, las jornadas electorales, las navidades y las fiestas patrias operan como organizadores de recuerdos.
Si lo anterior es cierto, no resultarán banales las manifestaciones de repudio al régimen realizadas el sábado 15 por la noche en el Zócalo capitalino y en otras plazas de la república y al día siguiente, el domingo 16, en el contexto de los desfiles patrios. Es cierto que en los seis años en que ha gobernado haiga sido como haiga sido, Felipe Calderón ha tenido que disputar palmo a palmo el protagonismo del Grito con los sectores sociales que en todo ese tiempo se negaron a reconocer su investidura presidencial en razón de la forma desaseada e irregular en la que se hizo con ella. Pero en las cinco ocasiones anteriores las modalidades de la protesta no habían logrado arruinarle la fiesta con la contundencia y la evidencia logradas este sábado: los apuntadores láser jugueteando en su cara; los gritos de ¡Asesino! ¡Asesino! (no hubo forma de que los medios oficialistas los eliminaran por completo en sus grabaciones de video) y ¡Fraude! ¡Fraude! desde la plancha del Zócalo; el calificativo que más podría molestar a Calderón, exhibido ante la tropa y el público de los desfiles del día posterior: narcopresidente. Ya casi ningún medio informativo, por fusionado que se encuentre con el régimen, puede ignorar tales expresiones ni lo que representan: el agravio social acumulado en un sexenio más de insensibilidad, corrupción, prepotencia, irresponsabilidad y sometimiento a poderes fácticos del país y del extranjero.
Tal vez en algún momento los planificadores del régimen pensaron que podrían reducir al Estado sólo en las partes de éste que les interesaba transferir a manos privadas (ferrocarriles, líneas aéreas, empresas de telecomunicaciones y demás) y en las atribuciones que iban a ser entregadas, en forma palmariamente ilegal a instancias extranjeras (inteligencia, procuración de justicia, vigilancia del espacio aéreo, política exterior) pero que podrían conservar intactas las formas en las que el poder público se identifica con el resto de la sociedad, empezando por los rituales. Fue un craso error. El desfile del Primero de Mayo fue la primera de esas ceremonias que sucumbió, ya hace años, a la irrupción de la cólera social. Luego tocó el turno al informe presidencial anual en las postrimerías del sexenio pasado. La entropía desatada por el neoliberalismo ha reducido los espacios rituales de los gobernantes y la sociedad agraviada por el poder oligárquico ha cobrado rápida conciencia de la importancia estratégica de tales espacios. Por lo pronto, las únicas ceremonias que Calderón pudo presidir a gusto y sin temor alguno a expresiones de repudio fueron las correspondientes a las fechas conmemorativas de las Fuerzas Armadas, cuya naturaleza aumenta al máximo posible el grosor del blindaje. De esa manera, los gobernantes del régimen oligárquico rinden tributo involuntario a la noción marxista de un Estado que se reduce a una banda de hombres armados.
La disputa por los espacios simbólicos es parte de la lucha por el poder, y tan relevante, en el momento actual de crisis del régimen, como otras formas de movilización y protesta social. En lo sucesivo, ningún detentador cuestionable del Poder Ejecutivo podrá echar mano de la majestad presidencial que confería el ritual del 15 de septiembre en el Zócalo sin convertir previamente esa plaza en una casamata erizada de toletes y armas de fuego, lo cual, lejos de ser una demostración de fuerza, sería una exhibición de suma debilidad. Y mayor será la debilidad de un gobernante incapacitado para festejar, en compañía del pueblo, los aniversarios del Grito de Dolores.
Pese a lo anterior, algunos siguen pensando que la sociedad no ha avanzado ni un milímetro en su lucha por democratizar al país y por desmontar el poderío del régimen oligárquico, y están en su derecho.
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