El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación trabajó, qué duda, para halagar a la superioridad y no para dictar justicia de cara a la nación. Bien sabían los jueces cuál era el veredicto que el poder establecido esperaba de ellos. Y fueron, con la unanimidad exigida, consecuentes hasta el nimio detalle. Nada fue escatimado, ni siquiera la personal ignominia. Dejaron, eso sí, un rastro identificable: el de su reconocida mediocridad. Ninguno de ellos escapó a tan corta muestra de capacidades. Hilaron, cada quien en su momento estelar, un torpe discurso. Empezaron con enjundiosos alardes para evidenciar, sabiéndose pequeños pero ante las cámaras y la historia, su dominio de las alturas jurídicas para después entrarle, con furor y deleite, al detalle de leguleyo, el mero mole de sus perspicaces habilidades. Plasmaron, de tan servil manera, la retahíla de escapes y trampas procesales que servirá para enmarcar futuros fraudes a la voluntad popular. Una desgraciada herencia. Los torcidos meandros, las inocultables maniobras y los desvalores de una contienda electoral inequitativa que, sin embargo, calificaron como una disputa por el poder limpia, libre y transparente.
Los magistrados bascularon entre el debido proceso como soporte de legalidad y el rebate de pruebas a su corto modo de saber y entender. Abrieron así un abismo respecto del juicio y los sentimientos populares que reclamaban derecho y justicia. Jamás se preguntaron por la ruta para asentar la validez constitucional de la elección, la real, la central demanda del Movimiento Progresista. Nunca entraron a la cuestión de fondo, se quedaron girando por los alrededores y se extraviaron en pequeños recovecos. No quisieron ni pudieron apreciar, en su conjunto, las pruebas incluidas en el llamado juicio madre, a pesar de los claros indicios de violencias a la ley y a su espíritu. Pruebas e indicios aportados para ayudarles a juzgar el núcleo de la cuestión. Su atajo fue el más corto, el que, pensaron, permite lucimientos (aunque sea efímeros) y que, difundidos, alienta a los amanuenses del sistema para destazar rejegos.
El rencor que los magistrados filtraron en sus ponencias fue notorio, afloró como veneno largamente incubado en sus ánimos. El magistrado Flavio Galván fue, al respecto, quien se empecinó, con torcido deleite, en los detalles y lució su pastosa colación argumentativa, quizá para experimentar, con tan desviada ruta, una especie de purificación personal por sus errores (es un decir) pasados. Pero la parte estelar se la adjudicó para sí el obsequioso presidente del tribunal, Luna Ramos. La notoria contorsión de su cuerpo al estrechar la mano del deseado mandante (EPN) hizo redundante cualquier crítica adicional a su comportamiento. La contracción lo delató sin reticencias, pues expresó el regocijo interior para decir ¡labor cumplida, jefe! Por ahora, la foto de la pareja ya fue un premio excesivo.
Los magistrados del tribunal no fueron al encuentro de la justicia. No trataron de apreciar el fondo de la cuestión planteada: hubo o no fraude a la voluntad popular. Los muchos indicios del tráfico de recursos pasaron como asunto menor y ni se investigaron, a pesar de las amplias capacidades que tanto el IFE como el tribunal tienen a su alcance. Alegaron, en su descargo, que las tarjetas de Soriana ni fueron distribuidas, siendo que habían sido entregadas por aquellos mismos a quienes intentaron coaccionarles el voto. Los magistrados se enrolaron, con fruición, en el desquite y desarmaron, con su trivial modo de espulgar documentos notariales, los errores procesales cometidos por el quejoso movimiento. La consigna fue aplastar maniobrando el debido proceso. No dejar hueco alguno, pero sí muchos faltantes por aclarar. El uso masivo del dinero para comprar la elección quedó en la trastienda.
La verdad es que, con tan defectuosa puesta en escena, los magistrados allanaron el camino para que aumente el desasosiego, la angustia que ya inunda a millones de mexicanos. Similar al moribundo periodo del señor Calderón, con las sangrientas cuentas que rinde a los mexicanos, no habrá diferencias con las que presenten los venideros poderosos. La resultante de tales malabares jurídicos abonó la ilegitimidad con que ungieron a Peña Nieto. Las consecuencias se verán condensadas en la capacidad de gobernabilidad que desplegará la administración priísta. Y donde más se resentirá la ilegitimidad de origen será, de nueva cuenta, ahí donde más duele: el bienestar del pueblo y en la soberanía nacional. Las deudas de favores y ayudas exhibidas no permitirán ejercer a plenitud las responsabilidades bajo encargo sexenal. La concentración del ingreso, como índice central, seguirá su inexorable curso. Así lo indica la urgencia por aprobar las famosas reformas estructurales. Reformas diseñadas para favorecer a los grupos de presión, esquilmar a los trabajadores (IVA, sindicalización), entregar bienes al extranjero (minas, petroquímicas) y para agilizar el tráfico de influencias. La riqueza seguirá fluyendo hacia las avarientas manos de unos cuantos y aumentando de forma grotesca la pobreza, el sufrimiento, la falta de horizontes y la marginación en los de abajo.
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