Fue de verdad alucinante escuchar a Humberto Moreira, presidente nacional del PRI, decir que la paternidad del sistema democrático de México pertenece a su partido. No hubo explicaciones de por medio, como si se tratara de algo tan evidente que no necesitara demostración. Ante el Consejo Nacional, reunido el pasado 23 de julio, hizo una sola declaración al respecto, con la contundencia que según él se requería: No nos equivoquemos, la democracia mexicana es obra nuestra, factura y hechura de los gobiernos emanados de nuestro partido, una democracia construida codo a codo con la ciudadanía.
Es algo novedoso. Hasta ahora, los dirigentes priístas acostumbraban a repetir una y otra vez que la reforma política había sido un regalo de su gobierno a las minorías políticas. En todo caso, es una opinión que, históricamente, falta por completo a la verdad. Puede admitirse que la reforma fue obra de los gobiernos priístas y, en su origen, del de López Portillo. También que fue ideada e instrumentada por un intelectual priísta de gran relieve. Asimismo que, en su elaboración, las minorías políticas participaron muy tangencialmente, si es que se les permitió hacerlo. El PRI se mantuvo lejos de todo el proceso, más bien refunfuñando y gruñendo para mostrar su inconformidad.
Habría sido magnífico que hubiera tenido la oportunidad de manifestar su desacuerdo con la reforma; pero quién sabe en qué regla no escrita (seguramente la o las que se referían a su lealtad al Presidente) se basaron sus dirigentes para impedir que tal hecho se diera. En privado, los priístas eran unos adversarios virulentos y rabiosos de cualquier cambio que pusiera en riesgo su hegemonía. Yo conocí a varios de ellos que fueron mis compañeros en la LII Legislatura (1982-1985), en un importantísimo recambio generacional que tuvo mucho futuro. Más de una docena de ellos llegaron después a ser gobernadores de sus estados y hoy se cuentan entre las figuras más importantes de la política nacional.
Hubo, empero, una organización, la Confederación de Trabajadores de México (CTM), que tuvo los arrestos para plantear su disidencia ante la sociedad, a través de dos grandes desplegados que fueron publicados en el periódico El Día, en la primera y la segunda mitades de 1978, respectivamente. La CTM era entonces la corporación priísta de mayor autoridad política dentro del PRI, con sus más de tres millones de miembros (hoy tiene menos que cuando fue fundada en 1936). Sus tesis fueron posteriormente adoptadas por unanimidad por la IX Asamblea Nacional del PRI, con lo que se convirtió en la opinión oficial del partido.
El secretario de Gobernación y su equipo (del que era parte principal el brillante parlamentario José Luis Lamadrid Sauza, también miembro de mi Legislatura) trabajaron con mucho sigilo, de manera que pasaron algo así como dos años antes de que se hiciera el anuncio oficial; pero, como es natural, hubo muchas filtraciones, que la CTM recogió y comenzó a hacer públicas, eso ya desde principios de 1976. Las discusiones en su seno acerca del futuro que le aguardaba a ella como organización priísta y al mismo PRI en el marco de la nueva reforma política, se sucedieron, encauzadas por uno de sus principales dirigentes, Arturo Romo, al que Fidel Velázquez le confió todo el trabajo.
Vale la pena referirse a los planteamientos que hizo la organización obrera, sobre todo, porque no volvió a presentarse la ocasión de que se hicieran en el futuro. El anuncio oficial de la reforma lo hizo don Jesús Reyes Heroles el primero de abril de 1977 en Chilpancingo, en un enjundioso discurso que explicaba sus propósitos. La reforma se hacía para que las oposiciones, sobre todo para que, quienes recurrían a medios violentos, pudieran participar de igual a igual con sus adversarios en la lucha por el poder. Era, como luego lo dijo el propio Reyes Heroles en una tertulia, una reforma para la izquierda.
La CTM interpretó muy acertadamente lo que la reforma política significaba para ella, como organización corporativista, y sobre todo para el PRI. Siendo éste un partido en el que los miembros fundadores son las organizaciones de masas, a las que controlan férreamente, era evidente que serían el blanco central de las disidencias una vez que se abrieran los nuevos cauces de la lucha política. “La reforma política –se dice en el documento del 16 de enero de 1978– es un hecho consumado. Cuestionarla u oponérsele puede dar lugar a que se nos ubique como fuerza social contraria a todo avance democrático”. Certeramente, los cetemistas encuentran que la reforma es una respuesta a la crisis económica sin, por otro lado, tocar mínimamente los intereses del gran capital.
Ir más allá de esa reforma, dicen, demandando la adopción de un programa integral que incluya no sólo la reforma política, sino la reforma económica y la incorporación de la clase trabajadora al poder decisorio, a nivel nacional y de la empresa. El camino parecía claro: El sistema no quiere perecer, quiere acelerar su transformación; tampoco el PRI desea desaparecer o la CTM debilitarse, pero la única alternativa que queda al sistema, al PRI y a la CTM, para sobrevivir y fortalecerse frente a los ataques y la acción organizada de la oposición, consiste en radicalizar sus posiciones y clarificar su postura frente a los grandes problemas nacionales.
La CTM demandó una política de ingresos dirigida a distribuir con equidad la riqueza del país; una política de precios encaminada a incrementar el poder de compra de la clase trabajadora; la desaparición de los monopolios; la ampliación del área social de la economía; la regulación de las utilidades privadas; una solución efectiva al problema del desempleo; una reforma fiscal integral, y la afirmación del Estado revolucionario como rector de la vida económica, para la consolidación de la soberanía del país y, en especial, para el aprovechamiento de los recursos energéticos en un desarrollo económico independiente. Todo ello, desde luego, sobre la base de la alianza de la clase trabajadora con el Estado de la Revolución Mexicana. Muchos piensan hoy que esas serían muy buenas soluciones para enfrentar la crisis; pero creen que eso es populismo y ya no sirve.
En ningún momento la CTM dio muestras de debilidad o derrotismo. Sabía que la reforma política era mortal para el sistema político y que todos sus componentes iban a tener que cambiar, sin saber cómo, o perecer. Era un momento de definiciones y había que definirse. Desde un principio supo de qué se iba a tratar todo: las oposiciones llegaban en pie de guerra, y tomarían todo lo que se les ofreciera; en el entendido de que todo lo que obtuvieran sería algo que el PRI y sus organizaciones tenían que ceder (y perder).
El primer documento califica esa hipótesis como guerra de banderas. La CTM estaba definiendo con anticipación lo que la lucha política iba a ser en adelante: cada vez sería más difícil aplicar los métodos tradicionales de dominación y pasó mucho tiempo antes de que los priístas lo aprendieran. Nos dice el documento: “… en la medida en que el partido en el poder pierda oportunidades de encabezar y asumir banderas de reivindicación política de este tipo, estará minando su preeminencia… y lo que es más grave, perdiendo puestos importantes de elección popular”. Era el anuncio del futuro y sería la última vez.
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