México vive días inciertos y sombríos. El país se nos escapa de las manos. Los clanes gobernantes no tienen una sola idea fecunda. La política se nutre de la ficción y la mentira. Sólo la propaganda, la deformación y los mitos tenazmente difundidos pueden negarlo. El gobierno ha sido y continúa siendo el principal factor del caos, el desorden y la violencia en que vivimos. Es tedioso recordar verdades tan simples, que la violencia engendra más violencia. También, que en el mecanismo de la violencia –acción y reacción– siempre la responsabilidad mayor corresponde al poder.
En la violencia prosperan y se consolidan los más fuertes. Con la excusa de la guerra a la criminalidad, ante la cobardía de unos y la indiferencia o complicidad de otros, de manera paulatina se ha venido construyendo un Estado cívico-militar, con su barbarie, sus detenciones ilegales, sus cateos, persecuciones, retenes, torturas, ejecuciones sumarias, desapariciones forzadas. Con sus fosas comunes y sus daños colaterales.
El uso arbitrario de la fuerza pública y de las armas de fuego no traerá la pacificación anunciada. El delito no se puede combatir con delito. Además, quienes disponen del poder confunden autoridad con mando y no quieren oír, ni escuchar, ni atender, ni entender. Un sector importante del país quiere paz con justicia y dignidad. Pero a todas las proposiciones de cambio de estrategia y diálogo, el monologuista de Los Pinos responde: tenemos la razón, la ley y la fuerza. La paz del poder es de cárceles y cementerios. Felipe Calderón se considera dueño absoluto de la verdad y practica un maniqueísmo inquisitorial. El Estado soy yo, la ley soy yo. Con él está todo el país sano –los buenos mexicanos– y quienes no están con él están contra él. Son un peligro para México. Son los hechos, que lo desautorizan y condenan cada día, los equivocados, no él. Problema de percepciones. La incapacidad no da autoridad. Es su negación.
El pasado 13 de julio, durante una reunión con integrantes de la comisión bicamaral de Seguridad Nacional del Congreso, tres generales y un coronel del Ejército Mexicano exigieron a legisladores la aprobación de un marco jurídico que amplíe y legalice la participación de esa rama de las fuerzas armadas en la guerra sucia de Calderón. Una guerra que bajo la pantalla de la lucha anticrimen ha cobrado más de 50 mil muertos y 10 mil desparecidos. El Ejército y la Marina han sido los principales instrumentos del comandante supremo de las fuerzas armadas en esa confrontación fratricida, definida por el subsecretario de la Defensa, general Demetrio Gaytán Ochoa, como un conflicto asimétrico contra un enemigo que no tiene rostro.
La jerga militarista denomina guerra asimétrica a la que se da entre dos contendientes con una desproporción de los medios a su disposición, sean militares, políticos, económicos, mediáticos. En la guerra asimétrica no existe un frente determinado ni acciones militares convencionales. Es un conflicto irregular que se basa en golpes de mano, combinación de acciones políticas y militares, propaganda negra, operaciones encubiertas y sicológicas, implicación de la población civil y otras operaciones similares. Entre esos medios se cuenta la guerra de guerrillas, la resistencia, toda clase de terrorismo (incluido el de Estado), la contrainsurgencia, la guerra sucia o la desobediencia civil.
Tras los atentados terroristas de 2001 en Estados Unidos, la potenciación de un enemigo asimétrico fue utilizada por la administración de George W. Bush para lanzar sus operaciones bélicas imperialistas y neocoloniales en Afganistán e Irak. Desde entonces, como complemento del enemigo interno, la noción pasó a formar parte de la doctrina de seguridad nacional estadunidense en su lucha contra el terrorismo, que no es un adversario, sino tan sólo una forma de violencia política, por lo que su supresión no es un objetivo político clausewitziano que pueda terminar con una victoria y una paz.
Según declaraciones de generales del Comando Norte del Pentágono, las operaciones militares en Afganistán e Irak se basan en la contrainsurgencia clásica, lo que implica acciones propias de la guerra sucia y el terrorismo de Estado (verbigracia, el uso de la tortura sistemática, la ejecución sumaria extrajudicial y la desaparición forzada), combinadas con la utilización de aviones no tripulados (drones) artillados y el ametrallamiento de civiles en retenes, como ha quedado ampliamente documentado.
Dado que desde 2002 México quedó integrado de facto al perímetro de seguridad y al Comando Norte de Estados Unidos, y que existen acuerdos militares secretos con ese país en el marco de la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (2005), signados bajo el halo de la guerra al terrorismo, es lógico concluir que las tácticas utilizadas por Washington en Afganistán e Irak (practicadas antes en Colombia) se han venido utilizando en el territorio nacional. En particular, durante el sexenio de Calderón, con un crecimiento exponencial de la violencia.
En ese contexto, esta semana, el titular del Ejecutivo y las fuerzas armadas intentarán arrancar al Congreso una ley de seguridad nacional que profundiza un modelo de país autoritario, de tipo policiaco-militar y al margen de la Constitución, y que, de aprobarse, vulnerará el espíritu de la supremacía del orden civil sobre el castrense. A la mexicana, los que mandan y sus aliados circunstanciales intentan levantar una fachada constitucionalista para una dictadura larvada. De paso, se pretende preservar el anacrónico fuero castrense o de guerra, en beneficio de una casta. De su inmunidad e impunidad.
¿Y después? Porque siempre hay un después. Después, los gobernantes de la hora, que marchan a contramano de la historia, comprobarán que han sido otros tantos aprendices de brujo. Por eso, ahora, más que ayer, el dilema es resistir o someterse. (Con un abrazo al hermano mayor, Jorge Turner.)
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