A ocho días de que estallara una granada de fragmentación en los pies del pequeño Osvaldo Zamora Barragán, en Petlalcingo, Puebla, no ha habido asombro en los medios de comunicación oficialistas ni en las organizaciones civiles encargadas de defender los derechos humanos. Total, se trata de un niño pobre que se dedicaba a pastorear cabras en el monte y no del hijo de un gran empresario o de un poeta.
¿Alguien se ha preguntado cómo fue el despertar de Osvaldo, quien permaneció sedado por varios días, al darse cuenta de que le faltan su pierna y su antebrazo derechos, y que ignora todavía que tiene lesiones graves en el escroto y afectaciones internas en el estómago y en un pulmón como consecuencia de la sangre que perdió?
¿Quién se atreverá a explicarle que su tragedia se debe a un “olvido” de los militares y que se trata de un accidente?
¿Le bastarán a Osvaldo y a su familia la promesa de que recibirán 6 mil pesos mensuales, ropita y atención médica mientras se recupera?
¿Cuándo se va a recuperar?
¿La sociedad TODA seguiremos sin hacer absolutamente NADA ante las consecuencias de una guerra que nadie pidió pero que avalamos con nuestro silencio y apatía?
Yo no. Me declaro indignada y profundamente triste por la vida que le espera al pequeño Osvaldo, cuyo único pecado fue nacer en un país en el que la vida ya no vale nada.
Es muy pronto para echar al olvido tantas muertes, tanto dolor de miles de madres y familiares que han perdido a sus seres amados.
Necesitamos reflexionar sobre el asombro que ya no toca las puertas de nuestros corazones y que nos lleva a convalidar la muerte, a no repudiarla.
Sí existe manera de rechazar la tragedia que estamos viviendo: no aceptándola.
Tenemos que transitar por un camino totalmente distinto al que hemos seguido para detener lo que nos anuncia la continuidad del mismo sistema político, con otras siglas por supuesto.
Quienes derrochan palabras para justificar los abusos, la corrupción y la impunidad de los que nos han gobernado irresponsablemente, deben ser silenciados. Cerremos los oídos a los que no se indignan por el sufrimiento de sus compatriotas, dejémoslos hablando solos.
Escuchemos la voz interior y despertemos tristes cada vez que un joven, un niño, una mujer, un anciano o un hombre inocentes pagan con su vida los errores de otros y el silencio cómplice.
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