La inestabilidad política del siglo XIX mexicano estuvo invariablemente vinculada a reclamos por fraude electoral. Benito Juárez se subleva en Oaxaca con la bandera del fraude y, posteriormente, Porfirio Díaz hace lo propio contra Juárez con un reclamo casi idéntico.
De la misma manera, la Revolución mexicana de 1910 nació con una demanda electoral histórica: “Sufragio efectivo. No reelección”. Su consumación en 1917 no impidió que el reclamo por elecciones limpias diera lugar a levantamientos militares como el almazanismo y el henriquismo, ya entrado el siglo XX.
La institución que nació para resolver este reclamo histórico no fue jurídica, sino política: un partido dominante en el país, brazo político del Estado, donde primero arreglaba desde dentro las diferencias entre los diversos grupos y, posteriormente, llamaba a los ciudadanos a validarlos en las urnas. Fue lo que hizo el PRI durante siete décadas.
Desde el siglo XIX, la Suprema Corte de Justicia renunció expresamente a dirimir los reclamos electorales. Lo hizo tal vez por un instinto de sobrevivencia: si los reclamos partidarios terminaban en derrocamientos de gobiernos, ¿qué le podía acontecer a una institución emergente como la Suprema? Además, durante décadas, la Constitución preveía que en caso de falta de presidente de la República, el presidente de la SCJN asumía el mando…, pero a otros les tocaba organizar las elecciones.
Con toda esta carga histórica, la SCJN de finales del siglo XX se siguió negando a atraer las disputas electorales (de parte de actores políticos o de gobierno, solo acepta las controversias constitucionales). “Artículo 105: la SCJN conocerá, en los términos que señale la ley reglamentaria, de los asuntos siguientes: I: De las controversias constitucionales que, con excepción de las que se refieran a la materia electoral, se susciten entre:”, y procede a enlistar a los órdenes de gobierno de la Federación.
A medida que el PRI se agotó como la caja negra del procesamiento de disputas político-electorales y se convirtió en el promotor de las mismas (es decir, de solución se convirtió en el problema central electoral a dirimir), tomó fuerza la idea de que alguien tenía que dirimir, con serenidad, sapiencia y autoridad, las crecientes disputas electorales. Todos voltearon a ver nuevamente a la Suprema y ésta encontró (junto con los actores políticos) una solución institucional intermedia: el Tribunal Federal Electoral; es decir, una sala especial, con potestades plenas, que sin ser la misma SCJN tuviera los alcances de una Corte Constitucional.
Confiados en que esta es la función superior, irrenunciable, del actual Tribunal Electoral, la coalición Movimiento Progresista acudió al mismo para preguntarle a sus integrantes si lo que el país tuvo el pasado primero de julio fueron realmente “elecciones libres y auténticas”, como lo mandata la Constitución, a la luz del cúmulo de irregularidades encontradas. Se le pidió que juzgara sobre un criterio cualitativo, la calidad del proceso, no sobre un criterio cuantitativo, burocrático-administrativo o de contabilidad electoral, que en parte ya lo había realizado el IFE.
La sentencia del Tribunal fue muy clara en desestimar las pruebas, pero no en estimar el fondo de la impugnación, que no era otro que especificar cuáles son los parámetros constitucionales para calificar si una elección es libre y auténtica. ¿Rebasar los topes de campaña es tener elecciones auténticas? ¿Disponer de recursos de procedencia desconocida es legal y legítimo? ¿Promover el pago en efectivo o con dinero plástico a cambio de votos, es disponer de elecciones libres?
Nada de esto se respondió y, por lo tanto, se incumplió con la principal función del Tribunal que es calificar la elección con criterios cualitativos, propios de una corte constitucional, y no con un enfoque cuantitativo, propio de una oficialía de partes o de una ventanilla administrativa de la SCJN.
Las sentencias de un tribunal superior son inapelables pero no inopinables. Para no incurrir en una situación de denegación de justicia, la coalición aún dispone de otros recursos jurídicos y políticos, de los que dispondrá en los próximos días. Promover juicio político a magistrados y consejeros electorales, por omisiones y afectaciones constitucionales. Acudir a instancias internacionales de justicia por la indefensión y violación de derechos ciudadanos. Finalmente, realizar un juicio ciudadano para que los electores subsanen las insuficiencias de una calificación donde las autoridades electorales, en vez de respetar y honrar la Constitución, la mandaron al diablo.
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