jueves, 28 de noviembre de 2013

El delito nuestro de cada día
Adolfo Sánchez Rebolledo
L
a semana ha sido abundante en declaraciones sobre el estado que guarda nuestra debilitada seguridad pública. La prudencia informativa de las autoridades, contrapuesta a la épica guerrera del gobierno anterior, no significa que se hayan recuperado los indicadores más ominosos, pero sí advierte sobre algunos cambios que a su vez marcan tendencias preocupantes. En todo caso, se ha hecho notoria la futilidad de encarar el problema como si sólo se tratara de ganar la hipotética guerra entre las bandas delincuenciales y las fuerzas del orden. Después de todo lo que se ha vivido, de las experiencias acumuladas por la sociedad civil en la defensa de la sobrevivencia y habida cuenta la naturaleza civilizatoria de la reivindicación de las victimas, hoy es más evidente la naturaleza integral de la violencia, con sus causas y adaptaciones regionales y, por tanto, el fracaso de la estrategia unilateral puesta en marcha hasta hoy. En ese sentido, a fin de precisar dónde estamos y hacia dónde vamos, resultan pertinentes las reflexiones de Manuel Mondragón y Kalb. Ante un exigente auditorio académico, según la reseña de La Jornada, el comisionado nacional de Seguridad reconoció que México ha pasado de ser un país de tránsito de drogas para convertirse en consumidor, lo cual representa un cambio cualitativo de enormes repercusiones en términos de la salud pública y, en general, en la cohesión social. Por desgracia, fuera del debate en torno a la despenalización de la mariguana, el tema apenas roza la agenda nacional y al parecer aún no se extraen las lecciones correspondientes. Junto a ello, admite la autoridad, México es ahora un importante productor de las llamadas drogas de diseño, que han crecido exponencialmente en los principales mercados del orbe. De eso se habla menos, pero el silencio no opaca la magnitud del problema que, de no atenderse a tiempo, tendrá consecuencias catastróficas. Lo cierto es que Mondragón cree que estamos ante un momento difícil y no hay por que dudar de sus dichos.
Durante estos años la dialéctica del combate a las drogas ha sido dependiente de la estrategia estadunidense, como se colige, por si hicieran falta otras evidencias, de la nebulosa red de relaciones entre agencias creada bajo el techo de la Iniciativa Mérida, cuya legalidad se cuestiona con razón, pero también su eficacia, su capacidad de tomar la iniciativa, adelantándose a los movimientos de la otra parte. Resulta, según las palabras de Mondragón, que la criminalidad está modificando sus acciones, pues está agotada en algunos campos, como el del propio narcotráfico, y rotando a otro tipo de delitos, como el secuestro, que causan enormes sufrimientos a la ciudadanía. Sin embargo, entre todas las afirmaciones del comisionado hay una que destaca por sus implicaciones inmediatas: Reconoció que, pese a ser anticonstitucionales y a la complejidad del tema, los grupos de autodefensa y policías comunitarias han logrado reducir la violencia en estados como Guerrero y Michoacán. No es una cuestión trivial.
Más allá de precisar quién está detrás de cada grupo de autodefensa, lo cierto es que existe un movimiento real que viene de la sociedad para cortar por lo sano con la fuente natural de asentamiento y circulación de las agrupaciones delictivas, a saber, el control directo de los órganos de seguridad locales que hacen posible la impunidad. Sin duda, la intervención de los grupos de autodefensa en comunidades de Michoacán y Guerrero obedece a circunstancias regionales específicas, a una historia particular donde las relaciones de poder juegan a favor o en contra de la ciudadanía o las mafias criminales, pero en todos los casos, la ausencia del Estado, precede y no sólo sigue al establecimiento de esas bandas.
En ciertos casos, se enfrentan lasfuerzas vivas hartas de la continua extorsión de la delincuencia, pero en muchos otros son las propias comunidades las que ejercen en la práctica el derecho a la autonomía que, pese a todo, la ley les otorga. En ambas situaciones, el Estado actúa con retraso y ambigüedad, sin admitir que no hay salida a la violencia depredadora del crimen organizado sin una respuesta integral, que pasa por la participación de la sociedad organizada. No son las autodefensas las primeras en pasar por alto el estado de derecho que ahora se invoca de forma ritual y formalista para condenarlas, sino el descuido histórico que ha dejado al arbitrio del más fuerte la aplicación de la ley. Hay una distancia inseparable entre propiciar la aparición de paramilitares y el aprovechamiento racional de la fuerza organizada de las comunidades para coadyuvar a garantizar la paz, lo cual presupone que la presencia de los cuerpos del Estado sea, en efecto, la mayor garantía para la defensa de los derechos humanos y no, como por desgracia ha ocurrido, un elemento en contra. Se requiere, por supuesto, un golpe de timón para cambiar el sino de la desigualdad, pero no habrá recursos que alcancen si al mismo tiempo no son los ciudadanos mismos los que tomen el rumbo de sus destinos.

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