Pasó como lo previeron: ganó la abstención.
La apuesta era precisamente ésa, para eso se trabajó. Ni la mitad de los mexiquenses fue a la urnas. La decepción, la frustración alimentada, creada por los medios masivos de comunicación, que a su vez surtían la estrategia con números que adelantaban la tragedia democrática, arrasó.
El dato, que debería fundamentar cualquier análisis, se sepultó con fanfarrias discursivas que calificaban de histórico el triunfo priísta, y menospreciaban eso que sustenta la democracia que tanto defienden.
La ola de irregularidades que inundó esa elección ahogó cualquier intención de cambio que pudiera haber nacido entre los habitantes del estado con más votantes de toda la República. El factor 30 por ciento publicitado hasta el cansancio coronó una campaña priísta que se había iniciado con mucha antelación.
Se hizo de todo, de todo lo que no se debe hacer, y las autoridades electorales aceptaban de todo, porque quizá se jugaban el todo. Todo fue una porquería.
A toro pasado se recuerda que los niños de una primaria fueron obligados a fabricar banderitas en favor del candidato priísta, y padres obligados a asistir a mitines de ese partido, como lo documentó una y otra vez Carmen Aristegui, en su noticiario matutino; compra cínica de votos; debates sin significado ni impacto entre los electores, porque sus resultados, contrarios al candidato del 30 por ciento, se guardaron en el silencio de micrófonos.
Nada de eso llegó a la conciencia de menos de la mitad de mexiquenses que prefirieron continuar en la inercia del cacicazgo, o seguir el instructivo en pantalla, que dar el paso que redefiniera lo que parece el sino político de aquella entidad, vecina del Distrito Federal.
Y eso sí pesó en la idea de la izquierda que se negó a formar una alianza que por los datos que ya hemos visto, también hubiera sido derrotada por la trampa y los mecanismos que se probaron en la elección del domingo pasado en el estado de México.
Eso sí les falló a los estrategas del PRD. Pretendían derrotar, de una vez al PAN y al PRI juntos. Eso, en el mismo esquema de compra de votos y desaliento para 2012, cuando el discurso triunfal secaría las intenciones de efectuar un cambio real.
Era obvia la intención, y eso determinó que a final de cuentas tanto el jefe de Gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard, como el dirigente del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), Andrés Manuel López Obrador, acordaran evitar la alianza que sepultaría, de una vez por todas, a la oposición, principalmente de izquierda, y aticiparía, desde esta elección a un ganador impuesto desde las cámaras y micrófonos.
La historia no debería terminar aquí, desnudas las intenciones del aparato priísta, se empieza a fabricar ya el antivirus que impida la pudrición completa de los procesos electorales que vienen, pero, sobre todo el presidencial que habrá el próximo año.
De cualquier forma, el resultado de la elección del domingo pasado servirá para que, otra vez, desde donde se pueda, se culpe a López Obrador por la derrota de la izquierda, aunque todos estén conscientes de que lo que se impidió fue otro fracaso de la democracia.
De pasadita
El candidato del Partido de la Re- volución Democrática en Nayarit, Guadalupe Acosta, también anticipó lo que le puede suceder a Carlos Navarrete si quiere continuar con la broma de pretender la candidatura a la jefatura del Gobierno de la ciudad de México. La lección es clara: la respuesta de la gente a los candidatos de Nueva Izquierda (NI) será la misma: el fracaso.
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