La crisis mayor que vivimos es la de la responsabilidad pública de gobernantes, aspirantes y vigilantes. Flagrante lo es en Estados Unidos, cuya política democrática se ha convertido en rehén de una falange de irracionalistas para quienes las consecuencias de sus actos de sabotaje no tienen la mayor importancia.
También es evidente, hasta festiva, la que cruza el continente europeo, cuyos bancos se niegan a reconocer sus enormes fallas geológicas, fruto en gran medida de su incursión furtiva en la feria de los valores tóxicos comandada por la finanza anglosajona pero entusiastamente compartida por alemanes, franceses y hasta españoles, mientras sus dirigentes prefieren ver hacia otro lado u oficiar de oráculos empecinados de la tragedia griega. Lo que se incorpora a este panorama para volverlo tétrico es la cercana probabilidad de un nuevo giro recesivo del que no puedan zafarse ni los orgullosos y generosos BRICS, que ahora ofrecen ayuda financiera para que la vieja Europa salga de sus inmediatas penurias.
Este es el panorama que habrán sobrevolado los expertos y sus jefes de la alta finanza que este fin de semana acudieron a Washington a la reunión anual del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Poco habrá salido de sus sesudas lucubraciones, abrumadas por un sentido de responsabilidad que nadie sabe ya conjugar, y menos aún habrá surgido como esperanza para las economías que, como la nuestra, cargan sin alivio la losa del estancamiento estabilizador, decretado por la Secretaría de Hacienda cuando aún la habitaban hacendarios y convertido en religión nada secular cuando llegaron a ella los enviados del converso don Felipe.
El mundo al revés, podría decir un optimista, cuando los patos le tiran a las escopetas y se pone de relieve el porcentaje creciente en que los recursos de China o Corea, Japón y hasta México, desembocan en el financiamiento del déficit estadunidense. Se trata, sin embargo, de un optimismo infundado que festeja tendencias globales y esquivas que no se han vuelto realidades también globales.
Ni China e India juntas, alegradas por la samba o el ritmo profundo de África del Sur, pueden relevar hoy a Estados Unidos y la Unión Europea como fuentes primordiales de la demanda mundial de las mercancías que mueven y conmueven el consumo planetario, cósmico diría Fajnzylver. Éstas son producidas en escala creciente por Asia, o México, pero todavía consumidas en mayor medida por las naciones cuya decadencia puede profetizarse y detectarse a partir de lo que hoy ocurre pero no darse por concluida ni desplegada en un horizonte temporal atendible.
La socialdemocracia, a su vez, puede haber oído de nuevo cantar sus responsos, pero hasta la fecha no aparece una alternativa en condiciones de articular una o unas nuevas economías-mundo junto con novedosos formatos institucionales y políticos capaces de articular y mediar el conflicto social. Sin esto no será posible darle al conjunto del sistema capitalista y a sus componentes nacionales el mínimo de estabilidad necesario para que la inversión vuelva a fluir y la incertidumbre se convierta en riesgo que los mercados puedan medir y valorar.
La ironía histórica central del capitalismo hasta ahora ha sido que su crecimiento resulta de y produce desigualdad e inestabilidad, pero que su sostenibilidad depende de la estabilidad que la política, desde fuera de la economía, pueda proveerle. Digo que hasta ahora porque el mundo podría haber entrado en un largo callejón donde los desequilibrios y desigualdades no produzcan crecimiento y la estabilidad económica y financiera dependa del estancamiento productivo mientras que la política, al inspirarse neciamente en el equilibrio fiscal a toda costa y costo, contribuya a ese estancamiento que no puede redundar sino en mayores desequilibrios fiscales y financieros. Un círculo infernal, más que vicioso.
Cómo salir de este embrollo se ha probado más difícil que agravarlo, a pesar de que la evidencia contra la austeridad se multiplica precisamente donde reinan sus campeones y dulcineas, en Alemania y el Reino Unido, para no hablar del salvaje oeste en que se ha convertido la tierra de Obama. De aquí la renovada actualidad de las visiones decadentistas.
Las decadencias de Occidente fueron celebradas por las hordas nazis y sus profetas, pero también por quienes se veían a sí mismos como los heraldos de un nuevo mundo libre de injusticia y hambre. No ocurrió así y lo que vivió el mundo fue una edad de oro capitalista durante los gloriosos 30 años de la segunda posguerra, cuando se combinaron virtuosamente desequilibrio con dinamismo económico, estabilidad política con progreso social.
Luego todo cambió: llegaron los comandantes de la revolución neoliberal vestidos de buenos y sensatos conservadores y las consignas de la señora Thatcher se volvieron conseja universal: no hay tal cosa como una sociedad y no hay alternativa. Y pronto, la revolución enseñó su dialéctica envenenada y destructiva hasta que en 2009 se volvió huracán global sin refugio duradero para nadie.
Aquí estamos de vuelta de ninguna parte. La recuperación no duró y el cielo se nubla con las horas. El gobierno económico mundial que quieren recetarnos Gordon Brown, Zedillo y González no puede asentarse en formas de gobierno antidemocráticas y no representativas como las del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, y resulta difícil imaginar una recomposición sostenida de un orden económico en realidad inexistente, o colapsado.
Por su parte, las masas de Medio Oriente y Lejano Oriente reclaman reconocimientos mínimos, mientras los jóvenes europeos se indignan, pero la ONU y sus derivadas no parecen capaces de darle curso pronto a sus proclamas universalistas. Más que al revés, el mundo de ayer se nos hunde sin que se asome el que deberíamos tener hoy para mañana.
Feliz fin de semana para los habitues de la reunión ritual conjunta de los organismos de Bretton Woods. No hay por qué preocuparse: el jueves negro de ayer no se repetirá, porque vienen el lunes y el martes.
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