Sólo algunos economistas fantasiosos y creyentes en la magia del mercado osaron pensar que, con las exportaciones encadenadas al TLCAN, México saldría de la trampa de crecimiento en que se metió durante los ajustes impuestos por la crisis de la deuda. Muchos de quienes proponían el libre comercio como salida de esa trampa, en realidad pensaban que el éxito exportador sería aprovechado por el resto de la economía, en su mayoría no exportadora, para crear un nuevo círculo virtuoso conducido por las ventas foráneas predominantemente industriales, sostenidas en corrientes masivas de inversión proveniente de las compañías multinacionales.
El seguro de que no habría virajes populistas o regresiones expropiatorias, decían sus profetas, lo daría el tratado que ataba al Estado a un compromiso explícito y muchos implícitos con las reformas destinadas a hacer de la mexicana una economía abierta y de mercado. Ese era el modelo al que se aspiraba, como lo hizo y hace el resto del mundo, aunque en nuestro caso con una idea adicional: que no había sino una ruta para llegar a la meta; que, como dijera la inefable Margaret Thatcher, no había alternativa (Tina: there is no alternative), que era la que marcaba el recetario del llamado Consenso de Washington sin tomar nota alguna de los matices y precauciones que su afamado autor, John Williamson, había añadido a su decálogo.
Por un tiempo, el impetuoso dinamismo del comercio exterior llevó a muchos, creyentes y agnósticos, a imaginar que, a pesar de sus evidentes costos, la creatura se movía y que la maquila nos haría el milagro de un empleo masivo y creciente que poco a poco daría lugar a un mercado favorable al trabajo en general y no sólo al más calificado. Cientos de miles de mexicanos se movieron al norte, no sólo para buscar el cruce del río Bravo, sino para emplearse en las nuevas plantas que crecían como hongos. Las mujeres, en especial las jóvenes, fueron las predilectas de este vuelco productivo y geográfico, y la imagen toda de la frontera cambió, configurando panoramas sociales y humanos despampanantes.
Más pronto que tarde, la eficacia maquiladora exhibió su otra faz, poblada de vistas alucinantes y ominosas: el feminicidio y el descuido de los niños, cuando no su abandono; el monstruoso territorio urbano destinado a los trabajadores recién llegados; el abandono de los hombres y su pronta opción por la decepción. Y luego, ahora y en el cercano ayer, la irrupción de la violencia que es en realidad muchas violencias que desembocan en la más destructiva de las anomias, el deterioro acelerado de la juventud, el decaimiento temprano y dispendioso del parque urbano. El infierno que no da paso a las leyendas de la ciudad perdida y se vuelve presente circular e incandescente.
Sin caer en un fútil economicismo, es imposible separar las violencias que asuelan el territorio nacional del mecanismo económico y social adoptado para salir de las crisis de los años ochenta y asegurar que no se repetirían jamás. Lo que está detrás y debajo del estancamiento estabilizador que nos rige y de las violencias que nos abruman, es un paradigma de economía y sociedad equivocado por reduccionista y nefasto por simplista, sin cuya remoción las crisis próximas serán más destructivas y el presente continuo cada vez menos habitable.
Cuando algunos de los mismos entusiastas de entonces proclaman la urgencia de nuevas reformas que tanto necesitamos, incurren en una falta de respeto a la memoria y muestran una servidumbre ideológica que sólo puede explicarse ahora por su apego a intereses poderosos creados o instalados en la cumbre del poder, al calor de aquella estrategia que se alimentaba del miedo a las crisis y de la decepción con la manera cómo se les enfrentó en aquellos años. No hay lugar hoy para juegos de ingenio dirigidos a demostrar que, después de todo, las cosas no van tan mal y que, en consecuencia, todo es cuestión de tener paciencia y capacidad de soñar, aunque sea de a poquito.
A recrear esta fantasía destructiva, por desgracia, están dirigidas las embestidas publicitarias sobre el Censo de 2010, para no mencionar de nuevo el curioso redescubrimiento de unas clases medias que, para sorpresa de quienes habitan en las alturas de la pirámide de la riqueza y el ingreso, se niegan a morir y a brazo partido y con mucho y caro crédito conservan su lugar en consumo planetario. Para reconocer su existencia no se requiere negar la realidad social de pobreza y desigualdad que nos marca inclemente.
Insistir en hacerlo, sólo puede responder a criterios distintos de los que rigen la investigación social, para ubicarse en el mundo de la manipulación informativa y la mistificación política. El país del nunca jamás del que se burlaba con entusiasmo el amigo Armando Labra, no ha muerto: vive en el corazón de todos sus personajes.
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