La reforma en México de la Ley de Seguridad Nacional, a fin de utilizar a las fuerzas armadas en actos de represión contra los movimientos sociales, cuando se consideren una amenaza a la seguridad interior, que entraña la suspensión de las garantías individuales, tiene todas las características de un mandato fascista y autoritario, ya que se otorga al Ejecutivo la decisión de cuándo y cómo utilizar al Ejército, sin ninguna de las condiciones de autorización que ahora dispone la Constitución General de la República por parte del Poder Legislativo (al menos los artículos 29 y 73).
Por supuesto que tales normas son ya en gran medida letra muerta, ya que la guerra contra el crimen organizado, con la salida masiva del Ejército a las calles de gran parte de la República, se efectúa sin cumplirse ninguno de los requisitos constitucionales. Pero, según ha sido señalado, la reforma propuesta dejaría en las libres manos del Ejecutivo actuar a discreción y juzgar si un determinado movimiento social constituye una amenaza a la seguridad interior del país. Estamos regresando al tiempo del delito de disolución social, que no sólo propició en los años sesenta y antes innumerables crímenes y arbitrariedades de corte fascista, sino que condujo a la matanza del 2 de octubre en Tlatelolco.
Con esta iniciativa de reformas a la Ley de Seguridad Nacional, el Ejecutivo se prepara y vela ya sus armas para lo que pudiera ofrecerse en 2012. Porque la reforma no sólo se refiere a la actual guerra contra el narcotráfico, sino que se dicta en previsión de lo que pueda acontecer políticamente el año que viene, considerando sobre todo el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), de Andrés Manuel López Obrador, que podría ser no sólo una amenaza a la seguridad interior del país, sino un peligro cierto para los resultados electorales presidenciales próximos, en que perdería tal vez su poder político y económico el estamento de los intereses que dominan el cuerpo de la nación.
Hace cinco años se aplicó el desafuero a AMLO, pero ahora llega esta nueva legislación de seguridad nacional reformada para abrir a voluntad el camino de la represión a los movimientos sociales, que son esencialmente políticos, y que también darán lugar a innumerables violaciones de los derechos humanos. Vivimos en una mayúscula incertidumbre de seguridad cívica y política.
Estamos en un tiempo en que en muchas partes se precipitan los movimientos sociales que exigen libertad, democracia, fin de las dictaduras, nuevas perspectivas económicas. Tenemos el ejemplo más reciente en los países del norte de África: Túnez, Egipto, Libia, y en un buen número de los de Medio Oriente. Revueltas al borde de la revolución, cuyas características vale la pena precisar, ya que se trata de verdaderas experiencias universales que no pueden pasar desapercibidas.
Diría que dos son las identidades fundamentales de esos movimientos (del que no escaparía el de López Obrador): uno, que sobre todo hayan sido promovidos por jóvenes (las últimas generaciones han estado en su vanguardia), y el hecho de que, al parecer, ninguno de ellos haya sido dirigido por un partido político específico, y menos por alguna especie de comité central con una cabeza pública y notoria.
Subrayemos este aspecto: desde hace algún tiempo, en todas partes del mundo, las más importantes transformaciones han derivado de movimientos sociales relativamente espontáneos y no de la ingeniería revolucionaria puesta a punto por los partidos políticos, desde luego no por los partidos de izquierda en general y menos por los partidos comunistas. Eso sí, en innumerables ocasiones éstos se han sumado a los movimientos sociales, tal vez marcándoles de un contenido más radical, y probablemente participando en momentos avanzados de los mismos y contribuyendo a su orientación y organización definitivas. Creo que pudieran mencionarse algunos ejemplos latinoamericanos (Bolivia, Ecuador, Venezuela) y de otras regiones.
Tales características han proporcionado a los movimientos sociales fuerza y debilidad: fuerza porque es imposible detenerlos o desbaratarlos eliminando sus cabezas u organizaciones de vanguardia, que no tienen: sus consignas movilizadoras han aparecido en el movimiento mismo y en su desarrollo se refuerzan y cobran nuevo sentido, no se debilitan. Pero ese espontaneísmo resulta también a la postre su debilidad, puesto que no hay una forma organizada prevista de antemano, sino que el movimiento y sus objetivos resultan siempre cambiantes y tal vez demasiado plásticos. Es la dinámica del movimiento la que precisa objetivos, finales y provisionales al mismo tiempo. A diferencia de lo anterior, el movimiento de López Obrador ha formulado ya un Proyecto Alternativo de Nación que constituye su programa y su plan maestro esencial.
Otro elemento que los aproxima es el hecho de que la revolución tecnológica actual, con sus intensos canales de comunicación, tiende a extender y a intensificar los lazos y el impulso entre quienes buscan objetivos semejantes. No hay duda de que tales medios intensifican la presencia de los movimientos, propiciando su dinamismo y ampliando su dimensión.
Me interesa subrayar que en este tiempo los movimientos sociales son la clave de las transformaciones, sin decir que han desaparecido otras formas organizativas como los partidos, pero teniendo éstos hoy una función política, digamos, subalterna. En el caso de México la actualidad de un movimiento social como Morena pudiera ser decisiva en 2012. Y al traer consigo los peligros represivos que señalamos antes, convertirse en algo así como la chispa que incendiaría la pradera.
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