Uno de los más graves problemas de nuestra vida pública es la escisión entre las palabras oficiales y los hechos que se intenta describir con ellas. Tómese, a título de ejemplo, el discurso sobre la economía y sus efectos sobre las condiciones de vida de los mexicanos. Si nos atenemos a la prédica de los prohombres del gobierno –los secretarios del Presidente, encargados del despacho–, las cosas van mejorando o, incluso, se trazan escenarios florecientes: el empleo aumenta, aseguran, y se advierten avances incontrovertibles en salud, educación, infraestructura. En fin, México, conforme a la amable versión gubernamental, sale fortalecido de la crisis. Predomina, pues, la visión optimista acerca de un curso de acción que jamás se ha querido someter al examen crítico y, menos, a la rectificación.
En esta, como en otras tantas materias, la Presidencia es poco receptiva a las voces discordantes: defiende su verdad, aunque los cimientos que la sostienen se vean erosionados aquí y en cualquier parte del mundo donde el dogmatismo prevalece. Lejos de asumir las disonancias de su visión, atribuye a la subjetividad de los otros, a la percepción equívoca e interesada, la fuente de los males. Pero ya vemos el abismo con la realidad en cuanto al terrible tema de la guerra contra la delincuencia. Es triste constatar cómo, pese a la narrativa en boga, el triunfalismo oficial es impermeable ante la evidencia de que 50 mil muertos es, por donde se quiera mirar, un fracaso absoluto del Estado para imponer el imperio de la ley, por no hablar de las implicaciones morales, que ya constituyen una herida en el cuerpo social de la nación.
Hace unos días, el director del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), Guillermo Valdés Castellanos, enumeró los asuntos que según el criterio de la institución que dirige se consideran amenazas a la seguridad nacional. La lista, recogida por este diario, incluye la delincuencia organizada, el terrorismo, grupos armados como el Ejército Popular Revolucionario (EPR), la pobreza y la corrupción en las fuerzas armadas y (sic) en Petróleos Mexicanos. En rigor, se trata de una agenda en la que falta, por supuesto, la valoración analítica y un balance de cómo y cuánto pesan por separado y en conjunto en el mantenimiento de la estabilidad política.
De la lectura de la nota periodística se colige que el director del citado centro quiso excluir de los riesgos advertibles a los movimientos sociales, como en algún momento se recogió en una versión corregida y aumentada de la ley que ahora se examina y que es el motivo del foro mencionado. Nada que objetar. Sin embargo, al funcionario de inteligencia le preocupan problemas como la pobreza y desigualdad e instituciones políticas, los desequilibrios demográficos, los movimientos de migración, la cultura de la legalidad; todos ellos son temas que forman parte de la agenda de seguridad nacional. Y centra la mira en los jóvenes excluidos del sistema de educación superior (y del futuro, podría decirse) pues la combinación, cito, podría generar condiciones para alimentar opciones radicales, extremistas, violentas. ¿No son, justamente, esas las condiciones que están detrás de los ejércitos de sicarios formados en su mayoría por jóvenes sin presente, dispuestos a consumir la vida en las ciudades sin esperanza donde se han forjado las pandillas? La pesadilla, pues, se está desplegando ante nuestros ojos.
La verdad, en el contexto mencionado, da horror imaginar lo que pasaría si, en virtud de la agudización de las contracciones mencionadas –a las que habría que añadir la ineficacia de los partidos para todo aquello que no sea reproducirse a sí mismos–, en lugar de protestas pacíficas que la autoridad finge escuchar, comenzamos a ver acciones directas y rebrotes de violencia social que a nadie, en rigor, sorprenderían. ¿Qué hará el Estado si sus reflejos básicos los llevan a destruir con las armas al enemigo, toda vez que no hay una verdadera estrategia preventiva que asuma esos riesgos como un problema de justicia y no de represión? Dejar las cosas tal y como están es una forma de consagrar la impunidad y de declarar letra muerta todo discurso en torno de los derechos humanos. A manera de hipótesis, si en 2006, en lugar de las protestas callejeras se hubieran desbordado los cauces de la resistencia hacia la confrontación (que no se dio gracias sobre todo a la madurez cívica de la izquierda y la postura del liderazgo), ¿qué respuesta habrían tenido los inconformes?
Nadie lo desea, pero los datos del Inegi, por ejemplo, hablan de que ahora somos más pobres que hace unos años. ¿Es irracional suponer, como hace el Cisen, que en el horizonte veamos nueva formas de violencia asociadas al debilitamiento del tejido social? Claro que no. Lo que sí es enteramente un error del gobierno y las fuerzas políticas es que esa posibilidad no se asuma en todas sus dimensiones como una cuestión estratégica irresoluble a partir de las medidas de fuerza aplicadas hasta ahora, a menos, claro está, que se legitime la versión moderna de la guerra sucia lanzada contra las guerrillas en los trágicos años 70. Es decir, el reino de la impunidad. Creo que eso está en el fondo de la discusión en torno de la Ley de Seguridad Nacional.
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