Ver a Begoña Hernández defender en la Universidad Nacional Autónoma de México su tesis sobre el líder ferrocarrilero Vallejo (Demetrio Vallejo Martínez. Un luchador social, 1910-1985) fue un espectáculo que aún recuerdo a pesar de tiempo: el 17 de agosto de 2010, a las 12:30, en el segundo piso de la Facultad de Filosofía y Letras. Primero lo hizo con timidez, la voz un poco temblorosa, pero a medida que los jurados la interrogaban creció hasta convertirse en una madre coraje defendiendo a sus hijos.
Frente a una sala llena y a unos jurados inquisitivos y severos –Carlos Martínez Assad, Ricardo Pérez Montfort, Pablo Serrano Álvarez, Ariel Rodríguez Kuri–, Begoña se volvió más bella, rotunda; sus ojos flameaban, en sus palabras ya no había indecisión o retraimiento. Los ferrocarrileros mexicanos se habrían congratulado de tener a una abogada incendiaria y, sobre todo, capaz de enfrentar a todo el globo terráqueo con tal de asentar los rieles de la vida y la obra del telegrafista y dirigente obrero.
La académica Begoña desenvainó su espada, mejor dicho, la locomotora Begoña se lanzó sobre la vía a todo lo que da. La miré con admiración, no la conocía yo así, me di cuenta de que defender algo en lo que crees te saca de ti mismo, y tuve la certeza de que a Demetrio le habría gustado presenciar este examen y escuchar la tesis de esta mujer, que hablaba y me hacía pensar en una gran flor de magnífico colorido encabezando una manifestación en favor del alza de los sueldos de los ferrocarrileros mexicanos.
El libro de Begoña también tiene mucho de flamante locomotora. La red ferroviaria de sus páginas entreteje arengas y estaciones y descubre nuevos caminos que llegan a su destino, buques-tanque impulsados por la fuerza del vapor. Vallejo se nos revela como un niño campesino fuera de serie, un oaxaqueño de la talla de Benito Juárez, un muchacho apasionado para quién ningún esfuerzo está de más, ni siquiera el de estudiar marxismo sentado en la banca de la estación en Espinal, el pueblo en el que están enterrados sus padres.
La nostalgia del tren es un imperativo para quienes conocimos los viajes a Veracruz, a Aguascalientes, a Mérida, a Monterrey, a Guadalajara, a toda la República. Descender del tren en alguna de las grandes estaciones, como la de Aguascalientes, la de San Lázaro, por ejemplo, asomarse a las vías desde el puente de Nonoalco sigue siendo la más poética, la más mágica de las referencias. Una estación de tren es una aventura que marca a cualquier niño, a cualquier adulto; caminar por el andén entre las carretillas y los maleteros, ver de reojo al maquinista conversar gravemente con el conductor de trenes, asistir sin quererlo a las despedidas, al abrazo trágico del último momento, los a lo mejor no volvemos a vernos, los pañuelos de adiós empapados por el llanto. Las despedidas en el andén son símbolos de vida y de muerte. De por sí partir en tren es una frase mucho más literaria que me voy al aeropuerto. El tren evoca a Ana Karenina de Tolstoi, a la Revolución Mexicana, a los campos de concentración de Auchwitz y Dachau. El guardagujas es un personaje tan extraordinario como el inventor de la bomba atómica. Demetrio Vallejo, quiéranlo o no, es un héroe de nuestra historia, y el movimiento de los ferrocarrileros de 1958-1959 una gesta aleccionadora y memorable, porque sus dirigentes pasaron más de 11 años de su vida en la cárcel, en el negro Palacio de Lecumberri (que así se llamaba la cárcel preventiva), y fueron transferidos a la de Santa Marta Acatitla, en la que Vallejo se la pasó en huelga de hambre.
Los líderes ferrocarrileros Demetrio Vallejo y Valentín Campa dieron lecciones de tenacidad y de entrega que a la fecha nos conmueven. Frente a un gobierno corrupto, paternalista y autoritario emanado de la Revolución Mexicana que ya nada tenía que ver con Lázaro Cárdenas, porque Miguel Alemán decidió promover el capitalismo y depender de Estados Unidos, Vallejo y Campa son dos símbolos de la clase obrera en nuestro país y del gran esfuerzo que se hizo para eliminar a los charros, es decir, a los líderes que se venden y terminan en las garras del poder. Mientras las empresas obtienen millones de pesos en utilidades, la suerte del obrero no cambia y sus demandas para el gobierno son siempre exageradas. En México, las utilidades, como lo sabemos, van a dar a los ya abultados bolsillos de los gerentes y de los empresarios, pero también mejoran a 150 por ciento la vida de los jefes de sindicatos, quienes piden a sus agremiados que hagan patria, cuando ellos, sin pensarlo dos veces, se compran una nueva casa en San Diego, California.
Demetrio Vallejo en un mitin, en septiembre de 1984Foto Archivo
En México, son muchos los libros que giran en torno a los ferrocarriles. Allí está el Juan del Riel, de Guadalupe de Anda, allí están todos los autores de la Revolución Mexicana que rinden tributo a la locomotora, desde Mariano Azuela hasta Rafael F. Muñoz; allí está el José Trigo, de nuestro querido Fernando del Paso; allí está Raúl Trejo Delarbre con su crónica del sindicalismo, y los estudios de Mario Gill y las historias de persecuciones, huidas, peones de tren que viajan de mosca (y se juegan la vida con tal de subirse al techo del vagón) del rey de la literatura de Campeche, Juan de la Cabada. Sin embargo, hasta ahora no habíamos visto una buena biografía de Demetrio Vallejo salvo los libros que él mismo escribió y ya no existen, porque fueron de muy escasa circulación: Yo acuso. Las luchas ferrocarrileras que conmovieron a México, La monstruosidad de una sentencia, Mis experiencias y decepciones en el Palacio Negro de Lecumberri y el gran libro profusamente ilustrado que resume los días de combate de los años de 1958 y 1959, de Guadalupe Cortés y el abogado Óscar Alzaga, que tan convincentemente se dirige a las multitudes.
Begoña Hernández hace una aportación espléndida y muy valiosa a la lucha obrera mexicana y a la historia de los movimientos sociales en nuestro país al regalarnos esta biografía del chaparrito (así le decían los ferrocarrileros: Vas bien, chaparrito; síguele, chaparrito; dales duro tú, chaparrito; estamos contigo).
Como dice muy bien el estudioso de la irrupción de las masa obreras en la vida pública del país, el doctor en ciencias políticas y sociales Antonio Alonso, Demetrio Vallejo fue el detonador de la insurgencia sindical en 1958 y el líder que influyó poderosamente en otros gremios. El movimiento ferrocarrilero encabezado por Vallejo puso al gobierno en ascuas y logró, con su solo ejemplo de limpieza y arrojo, paralizar a todo el país. Vallejo no sólo exaltó la combatividad emotiva de los ferrocarrileros, sino que fomentó la reflexión y el análisis de los problemas sociales de los obreros frente a la empresa y frente al país.
Veo a Begoña Hernández como a las juchitecas que con sus largas enaguas y sus huipiles se tiraban sobre los rieles frente a la locomotora para impedir que el maquinista titubeante o presionado por las ofertas de la empresa la arrancara. Con su excelente biografía, Begoña se tiende sobre los rieles de la historia de la lucha obrera y la de los ferrocarriles mexicanos que rayan a nuestro país desde el porfiriato. (Allí sí le atinó don Porfirio al construir las vías que comunicaban a la capital con la frontera sur y la frontera norte a través del Ferrocarril Central Mexicano y el Ferrocarril Nacional Mexicano.) También Begoña da en el blanco al escoger para su tesis después de obtener la licenciatura en historia, en 1984, (aprobada con mención honorífica) a Gustavo A. Madero, hermano de Francisco, pero seguramente fueron sus trabajos sobre las huelgas de Río Blanco y de Cananea las que la llevaron a apasionarse por ese icono de la lucha obrera, Demetrio Vallejo Martínez.
Sé que hay todo un fetichismo en torno a la vía. Las vías pulidas por las inmensas ruedas de acero son un destino en sí. A lo largo de los años las recorren siempre las mismas ruedas que avanzan hacia una misma estación, un mismo destino y nos llevan lejos de nuestra casa, lejos de nosotros mismos. Rodar es bonito, rodar por la cintura de la tierra, rodar para conocer mundo, mirar la puesta del sol desde la ventanilla. Podríamos, si así quisiéramos, quedarnos en alguno de los campamentos de los peones de vía. Las vías de tren fascinan y una de las heroínas de Tolstoi, Ana Karenina, por amor traicionado, se tira y cae de rodillas frente a una locomotora que se le viene encima como una gigantesca rueda de acero de fuerza implacable. En ese preciso instante, según Tolstoi, alcanza a murmurar: ¡Dios, perdóname por todo!
No sé si esta imagen ha perseguido a Begoña igual que a mí, y tampoco estoy segura de que recurriríamos a Dios en el último momento, pero de lo que sí tengo la certeza es de que las viejas locomotoras golpean nuestro corazón con sus buques-tanque y sus vagones igualmente viejos que conservan huellas de las balas revolucionarias. Nos hacen pensar en Demetrio Vallejo y en la generosidad, el sortilegio y la entereza de sus días de combate al frente de un movimiento ferrocarrilero en el que creyeron muchos hombres dispuestos a jugarse la vida por un México mejor para todos nosotros.
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