El sistema, esa entelequia que conduce los destinos del Estado mexicano formado por PRI y PAN y por algo más que esos partidos, como no quiere o no puede hacer algo eficaz contra la delincuencia, que él mismo prohijó y luego soltó como un azote contra del pueblo para aparentar que algo hace, reforma leyes que no han servido de mucho, pero que le dan breves momentos de reflectores mediáticos y tranquilizan un poco a los más atemorizados, aunque también por poco tiempo.
La semana pasada, el Congreso del estado de México, con un solo voto en contra, aprobó la cadena perpetua para algunos delitos graves –homicidio, violación tumultuaria, feminicidio–, inscribiéndose así en un proceso que lleva ya al menos las tres últimas décadas, de aumentos a los años de cárcel, con la razón de que de esa manera se disuade a los delincuentes y los delitos disminuyen.
La verdad es que no ha sido así; no hace muchos años la pena máxima por los delitos más graves era de 30 años, después se incrementó a 40 y luego nos enteramos de casos en los que a una persona se le condenaba a 70, 80 o más años de prisión –sin duda, muchos más de los que lógicamente podría vivir–, sin que la delincuencia se dé por enterada. Ahora se aprueba en el estado de México la cadena perpetua, que parecía desterrada de nuestra legislación. En otros ámbitos, también por demagogia, se ha propuesto insistentemente la pena de muerte.
Esta espiral a mayores penas es irreflexiva y oportunista; no atendió ni respondió a los argumentos que en comisiones dio la diputada panista Mónica Fragoso. Ella inútilmente argumentó que los especialistas en la materia conocen muy bien que penas más altas no disuaden más y recordó, en apoyo de su posición, que se cometían menos delitos y había más seguridad cuando la pena máxima era de 30 años. Lamentablemente la posición panista en la asamblea varió en el pleno y los representantes de ese partido votaron en favor, pensando quizás que con ello quedaban bien con un sector asustadizo de la población.
Los efectos de la cadena perpetua, según los estudiosos, pueden ser varios. Uno, quizá el señalado con más insistencia, es que los reclusos condenados a penas muy largas, más allá de su expectativa de vida, son los más difíciles de controlar, no tienen ya nada que perder ni que arriesgar y se convierten en los sicarios de otros, puesto que 10, 15 o 100 años más por nuevos delitos no alteran para nada su situación.
Otro efecto es el económico: las largas condenas cuestan más al erario que otras de menos años, pero más certeras. Mark Kleiman, considerado experto en estos asuntos, opina que el riesgo alto de ser juzgado y condenado es más disuasivo que las penas elevadas; cuando hay un alto porcentaje de posibilidades de nunca ser descubierto, o bien, de ser puesto ante un juez y salir absuelto por fallas en el proceso, por corrupción o por incompetencia de los acusadores, el delincuente se arriesga independientemente de lo elevado de la pena. Se ha optado por el camino fácil de aumentar penas sin pensar en mejorar a fondo sistemas de investigación y procesos judiciales; la apuesta ha sido a un sistema policiaco con muchos tintes inquisitoriales.
Dejo al final el argumento fundamental contra la cadena perpetua: su inconstitucionalidad. En efecto, el fin del sistema penal de acuerdo con nuestra ley fundamental es la readaptación de los delincuentes a la vida social; nuestra Constitución no acepta ni la venganza privada ni la venganza pública. Su propuesta es distinta: procura el rescate de quienes han cometido los delitos, parte del principio de que todo mundo, aun los peores delincuentes, pueden regenerarse.
El artículo 18 de la Constitución, en su párrafo segundo, afirma: Los gobiernos de la Federación y de los estados organizarán el sistema penal, en sus respectivas jurisdicciones, sobre la base del trabajo, la capacitación para el mismo y la educación como medios para la readaptación social del delincuente.
Quienes optan, por las razones que sean, por una sanción en la que la readaptación social del delincuente se hace imposible, desconocen y vulneran el precepto constitucional citado o bien no lo consideran adecuado o actual, pero no se atreven a proponer su modificación o su derogación. Prefieren, como el sistema lo ha hecho en otros campos de la legislación, modificar principios constitucionales a través de leyes ordinarias.
Aun cuando parezca reiterativo, es necesario insistir en que para combatir la inseguridad y la delincuencia deben suprimirse las causas profundas que producen los delitos y que generalmente son de carácter social; no habrá amenaza de cárcel o de muerte que valga, no bastarán más policías o soldados persiguiendo a los delincuentes, ni armas más sofisticadas ni cárceles de alta seguridad, si no se combaten la pobreza, la marginación, la desinformación y la injusticia.
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