Se dice que el gobierno federal no ha fracasado en la lucha contra la delincuencia organizada sino los viejos y corruptos cuerpos policiales de los estados. Pero ninguna policía preventiva está hecha –ni puede estarlo– para enfrentar a las bandas de extorsionadores, secuestradores y traficantes de drogas. La policía de estados y municipios –excepto los cuerpos para enfrentar multitudes con armas no letales—es dispersa por definición y función, cuida las calles y plazas, organiza el tránsito de vehículos, controla infracciones y ayuda a encarar delitos relativamente menores. Ni la mejor policía preventiva dispersa del mundo podría enfrentarse a grupos armados de delincuentes.
La policía de los estados es corrupta como lo ha sido siempre, pero antes no se vivía una crisis de violencia como la actual. Así también, ningún cuerpo policial puede salir airoso de un riguroso “control de confianza”, pero así era antes cuando no había el tal “control”. Sí, México no tiene y no ha tenido cuerpos policiales profesionales y capacitados porque los agentes de policía han estado siempre al servicio del poder y no de la gente. Los responsables de este fenómeno son los gobernantes, los cuales han manipulado a su antojo a la policía preventiva y al Ministerio Público.
La discusión actual no consiste en si las fuerzas armadas deben o no intervenir en la lucha contra la delincuencia armada y organizada, más allá de que ese desempeño es inconstitucional. El problema consiste en que la estrategia de Felipe Calderón es errónea porque pretende derribar a los patos con disparos de ametralladora. El gobierno ha encarado la crisis de violencia como si ésta se explicara por sí misma. No existe el menor programa social y tampoco el desarrollo de la capacidad de “inteligencia” del Estado para perseguir a las grandes bandas. La distribución del ingreso es vergonzosa, la matrícula universitaria es ínfima, el desempleo es galopante, la pobreza ha crecido. La policía federal, sin educación ni institucionalidad, es una copia grotesca de las fuerzas armadas, mientras el Ministerio Público es una oficina de trámites del gobierno federal y de su jefe de policía.
El gran fracaso empezó en el momento de la “declaración de guerra”, pues ésta no puede ser ganada ni perdida sencillamente porque no es guerra. Ninguno de los grandes cárteles tiene problemas en su operación por más muertos, aprehendidos, consignados y encarcelados. Los recursos que le ha brindado el Congreso a Calderón –leyes transgresoras de derechos y mucho dinero—no han servido para detener a ninguna de las organizaciones delincuenciales más fuertes del país. El tráfico de drogas, la extorción y los asesinatos siguen en aumento; hay más delitos y más violencia ahora que cuando se declaró la “guerra”. Mayor fracaso es difícil.
Si los gobernadores están dispuestos a inclinar la cerviz ante la requisitoria calderonista, allá ellos, porque también tienen responsabilidad en la medida en que sus ministerios públicos no sirven más que para recibir órdenes sobre asuntos secundarios pero jamás han hecho el menor esfuerzo para aprender a investigar. Mas en lo tocante a la llamada delincuencia organizada en su expresión de narcotráfico armado hasta los dientes, ningún gobernador debería admitir el regaño del Ejecutivo federal por más culpa que tenga en todo lo demás, ya que de principio a fin esas bandas deben ser perseguidas por la Federación. Si hubo antes alguna duda ya se disipó con las reformas legales sobre delincuencia organizada y la constitucionalización de la misma, cuyo propósito ha sido dar al gobierno, procuraduría y tribunales federales toda la fuerza en la materia, pero también toda la responsabilidad.
El gran fracaso es de Felipe Calderón. Tratar de dar vuelta a la tortilla para mostrar sólo el otro lado no es más que un intento de ocultar la realidad
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