Rumores insistentemente difundidos hacen prever que las encuestas ordenadas para decidir la candidatura presidencial de lo que llaman izquierda ofrecerán un resultado previamente pactado entre los dos principales contendientes.
Se dice, y lo repiten voceros y periodistas reconocidos de los bajos fondos políticos, que tanto Andrés Manuel López Obrador como Marcelo Ebrard Casaubon habrían llegado a un acuerdo para respetar la prevista ventaja del tabasqueño en las encuestas, a cambio de poder designar candidato para el gobierno del Distrito Federal, amén de asegurarse un escaño importante en el Senado de la República desde el cual podría aspirar a mejores condiciones para el 2018.
Independientemente de la veracidad o falsedad de las versiones anteriores, es indiscutible que los procesos electorales están cambiando de sistema. Hasta el momento resulta riesgoso afirmar que el cambio es para bien, o que por su culpa empeorarán las condiciones democráticas en nuestro país. Lo que resulta claro es que las instituciones creadas para dar credibilidad y certeza a los comicios, como los Institutos Electorales y sus relativos Tribunales especializados, han perdido, precisamente, credibilidad y confianza entre la población. Los políticos y sus partidos han trabajado tenaz y constantemente para desacreditarlos y corromperlos hasta extremos irreversibles.
En esa perniciosa y antidemocrática tarea todos se disputan la presea de oro, aunque los que se han exhibido como más cínicos y voraces son los integrantes del Partido de la Revolución Democrática (PRD), incluyendo a muchos de sus fundadores y pretendidos guías morales. Aunque, paradójicamente, deban su existencia a la lucha en contra de tales vicios y a sus reiteradas promesas de erradicarlos del ámbito político social en que se desempeñan. Y a pesar de que hayan sido premiados con codiciadas medallas legislativas como lo fueron en el pasado otros lamentables personajes de la picaresca política nacional.
Por eso, después de una desastrosa, nauseabunda y estéril disputa para nombrar a sus directivos, han tenido que recurrir a los árbitros tan agriamente denostados y desacreditados por ellos mismos para que les anulen sus comicios. Y, para colmo, así, de golpe y porrazo como diría algún comentarista deportivo, sin ninguna consulta a la ciudadanía y sin ningún trabajo legislativo, López Obrador y Ebrard Casaubon han preferido dirimir sus diferencias recurriendo a la oligarquía encuestadora en vez de someterse al mandato de la voluntad general.
Y lo hicieron parapetados en sus fachadas democráticas y atrincherados en sus reductos pretendidamente progresistas y liberales. Gracias a ellos, el próximo candidato izquierdista a la presidencia de la República será nombrado por las gerencias de tres empresas encuestadoras, notoriamente hábiles para la venta y subasta de sus métodos y cómputos de investigación.
Es posible que el próximo 1 de julio se utilice un sistema similar para nombrar al presidente, a los 500 diputados y a los 128 senadores, con lo que el Instituto Federal Electoral, institución autónoma encargada constitucionalmente del desarrollo de los procesos electorales federales, sería finalmente desechado por inútil. Ninguna de tales instancias garantiza el respeto a la decisión popular, pero la nueva podría resultar más económica en términos monetarios.
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