Y en pleno verano de 2012 México se vio de regreso a 1988, cuando el régimen del Partido Revolucionario Institucional (PRI) se renovaba a sí mismo con votaciones fabricadas, elecciones a modo y candidatos mágicos que lograban sobreponerse a la más honda de las aversiones populares para convertirse en mandatarios electos.
Tal vez para algunos lectores extranjeros suene disparatado hablar de régimen priísta cuando, según se sabe, el país lleva 12 años bajo gobiernos emanados del Partido Acción Nacional. El dato que falta para comprender a cabalidad la apreciación es que la sonada alternancia presidencial de 2000, que habría debido ser histórica, fue, en cambio, mera historieta: para entonces, Acción Nacional había cogobernado con el PRI en una alianza de facto establecida desde 1988, cuando ayudó al aspirante presidencial priísta derrotado, Carlos Salinas de Gortari, a imponerse en la Presidencia. A partir de entonces, el sistema político dejó de ser monopartidista para transitar a un modelo binominal estructurado alrededor de acuerdos básicos: imposición del recetario económico neoliberal, disolución paulatina del Estado de bienestar, desmantelamiento del Estado laico, integración económica con Estados Unidos y supeditación política a Washington. En ese lapso, el poder político real fue transferido de la vieja nomenklatura priísta, nacionalista, autoritaria y corrupta –desbancada por los tecnócratas neoliberales educados en universidades del país vecino del norte–, a una cúpula político-mediático-empresarial no menos corrupta ni menos antidemocrática, pero desprovista de nacionalismo.
Desde entonces, esa oligarquía ha venido dictando los programas de gobierno y las reformas legales necesarias para transferir riqueza colectiva a manos privadas, para recortar derechos políticos, económicos, humanos, colectivos y de género. La famosa alternancia presidencial de 2000 entre priístas y panistas pudo realizarse en forma tersa y fluida porque el poder real ya no estaba en la Presidencia sino en los grandes empresarios, los concesionarios de la televisión, los consejos de administración de los bancos que dominan la economía y (last but not least) la embajada de Estados Unidos.
Entonces, muchos votantes creyeron de buena fe que con la salida del Revolucionario Institucional de la residencia presidencial de Los Pinos habría de terminar el largo periodo de autoritarismo y corrupción características de las administraciones de ese partido. Pero Vicente Fox gobernó con él, benefició a sus integrantes más corruptos con una plena impunidad y heredó la maquinaria de complicidades, generación de consensos mediante el reparto de prebendas y un completo repertorio de instrumentos para cocinar fraudes electorales. Sin el PRI en la presidencia continuaron los cacicazgos locales, la política económica generadora de millones de pobres y de media docena de nuevos integrantes en la lista de Forbes, los acuerdos bajo la mesa con la delincuencia organizada y el enriquecimiento astronómico de los integrantes del equipo gubernamental. Seis años más tarde la mayoría del electorado dio la espalda al PAN en las urnas, pero para entonces este partido ya dominaba el arte de torcer la voluntad popular.
En un libro de reciente aparición, La cocina del Diablo, el antropólogo y politólogo Héctor Díaz-Polanco recopila una serie de trabajos de científicos e investigadores que demuestran, mediante minuciosos análisis estadísticos de los resultados oficiales, la derrota de Felipe Calderón y el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en la elección de 2006. En el libro no sólo se describe la manera en que el Instituto Federal Electoral (IFE) infló la votación de Calderón –mediante la transferencia ilegal de 5% de los sufragios recibidos por el aspirante priísta, Roberto Madrazo– para que quedara arriba de López Obrador con un margen de 0.56%, sino también la forma en que las televisoras privadas y los intelectuales del régimen contribuyeron a convertir en verdad oficial aquella impostura y a desacreditar y a acallar a quienes, números en mano, señalaban que la victoria del panista era insostenible. A la postre, Calderón fue impuesto en la Presidencia con la ayuda invaluable de los legisladores del PRI –así devolvieron al PAN el favor de 1988– y con la intervención de la embajada de Washington, como lo puso de manifiesto, años más tarde, un cable de WikiLeaks.
Entonces, como ahora, las diferencias entre los tres principales candidatos podían reducirse a dos proyectos de nación: el enarbolado por el PAN y por el PRI, que es en realidad un plan de negocios basado en la concentración de la riqueza, la exportación neta de capitales y de mano de obra, y el desmantelamiento continuado de la propiedad pública para transferirla, a precios de remate, a manos privadas.
Si los comicios de 2000 fueron una suerte de referéndum sobre el balance de 70 años de gobierno priísta, en los de 2006 lo que estaba en tela de juicio era el desempeño del ciclo entero de administraciones neoliberales. La voluntad popular le fue adversa pero el régimen impuso a un presidente espurio. Seis años después, y con el país hundido en las últimas consecuencias del neoliberalismo (miseria multiplicada, desempleo al alza, degradación institucional sin precedentes y una violencia delictiva fuera de control), el referéndum volvió a plantearse: tres candidatos de la continuidad político-económica (Josefina Vázquez Mota, por el PAN y Gabriel Quadri, por el partido Nueva Alianza, además de Peña Nieto, por el PRI) frente a uno, López Obrador, que volvió a la arena electoral con una nueva organización política forjada en seis años y con presencia en todo el país (el Movimiento de Regeneración Nacional, MORENA) y un programa concebido y redactado por una cuarentena de intelectuales progresistas.
El régimen, por su parte, aprovechó ese lapso para construir una candidatura alternativa al desgastado PAN. Enrique Peña Nieto, un priísta tan jurásico como cualquier otro, fue posicionado en los medios y en las encuestas, a golpe de dinero, como el aspirante presidencial joven, guapo y dinámico que México necesitaba para salir de la trágica circunstancia en la que lo sumió la administración calderonista. Pero la criatura se derrumbó sin la protección de las entrevistas pactadas –con respuestas leídas en telemprompter– en diciembre pasado, cuando Peña, ya precandidato, fue expuesto por primera vez a los medios. En la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, el aspirante no fue capaz de citar tres títulos de libros que le resultaran importantes.
Los tropiezos continuaron en los días y semanas siguientes cuando el priísta no logró recordar el monto del salario mínimo vigente ni el precio de la tortilla, cuando se evidenció que no tenía claro si era candidato o precandidato y, sobre todo cuando, en un encuentro con alumnos de la Universidad Iberoamericana, se jactó de haber ordenado, como gobernador del Estado de México, la bárbara represión policial contra el pueblo de San Salvador Acento (mayo de 2006), episodio que incluyó un par de muertos a bala, el allanamiento sin orden judicial de cientos de domicilios, el robo generalizado de pertenencias, el apaleo ante las cámaras de centenares de personas, la tortura y violación de decenas de mujeres arrestadas, la grosera fabricación de cargos penales y la falsificación de declaraciones. (Por cierto: entre las detenidas que sufrieron agresiones graves y vejaciones se encontraba una ciudadana chilena que por entonces estudiaba cine en la ciudad de México y que acudió a Atenco a filmar lo que ocurría. A modo de indemnización recibió una orden fulminante de expulsión del país por el gobierno democrático de Vicente Fox.) Peña tuvo que abandonar el plantel a las carreras, entre gritos y abucheos, y en el resto de su campaña no volvió a pararse en ninguna universidad.
La burla devino repudio social generalizado y casi unánime pero el dinero hizo su tarea y las casas encuestadoras mantuvieron las abultadas preferencias a favor de Peña Nieto en los sondeos de opinión. El mecanismo de este milagro ya había sido explicado años atrás por la analista política Leslie Bassett, de la embajada estadunidense, en un despacho confidencial a Washington: los pagos furtivos a medios periodísticos y casas encuestadoras para que mantuvieran la ficción de la popularidad. A excepción de la masa mediática del régimen –encabezada por la omnipresente Televisa–, del puñado de intelectuales orgánicos del poder y del propio PRI, Peña resultaba ética, política y humanamente inaceptable para el resto del país, y se consideraba que su triunfo en las urnas sólo podría ser posible mediante un fraude masivo. Con todo, había la esperanza de que el régimen se abstuviera de perpetrar una segunda defraudación electoral al hilo y se resignara a perder el poder. A fin de cuentas, se razonaba, resulta más fácil y menos costoso ganar una elección limpia que organizar un paro general.
Pero la elección no fue limpia. Desde semanas antes de los comicios fue asomando un alud de irregularidades clásicas que iban desde la cooptación de empleados del IFE para hacer propaganda a favor del PRI y de su candidato hasta el hallazgo de boletas electorales en manos de operadores priístas, pasando por los indicios de compra masiva de votos en las regiones urbanas y rurales más depauperadas. Un dato: el heredero de Peña Nieto en el gobierno del Estado de México –la circunscripción política que rodea a la capital– invirtió unos 120 millones de dólares del erario en 170 mil tarjetas tarjetas de consumo prepagadas para canjearlas por sufragios para el PRI. Unos 70 dólares, en promedio, a cambio de la voluntad política de un ciudadano. En un país con 18% de desempleo real, pérdida de 42% de la capacidad adquisitiva del salario y 52 millones de almas ubicadas por debajo de la línea de pobreza, la oferta tiene un atractivo innegable. Unos cinco millones de votos, estimó López Obrador, fueron obtenidos de esa forma en el país por el candidato del régimen.
La noche del 1 de julio se repitió, paso a paso, el guión legitimador de 2006. El presidente del IFE compareció en cadena nacional para informar que los resultados preliminares favorecían a Peña Nieto y, acto seguido, Felipe Calderón hizo lo propio para dar su bendición al supuesto triunfador, todo ello, a contrapelo de la legislación. Desde esa misma noche los primeros grupos de inconformes se fueron a la plaza de armas de la capital –el Zócalo– a protestar contra el intento de imposición. Tras el shock inicial, las oposiciones políticas y sociales –los partidos con registro que conforman el Movimiento Progresista y MORENA, por un lado y, por el otro, el movimiento estudiantil #YoSoy132 y una diversidad de organizaciones sindicales, agrarias y sociales– se volcaron a la tarea frenética de recopilar las pruebas –videograbadas y fotografiadas– del fraude.
Diez días después de la elección el equipo de campaña de López Obrador presentó ante el tribunal electoral un voluminoso recurso jurídico para demandar la anulación de los comicios. El organismo deberá emitir su fallo antes del 6 de septiembre. El movimiento social, por su parte, ha dado a conocer un plan de resistencia que incluye la toma de las sedes de Televisa en diversos puntos del país, manifestaciones masivas frente al tribunal electoral y, en caso de que éste decrete la validez de la elección, el bloqueo del recinto legislativo en el que Peña Nieto debería, eventualmente, tomar posesión, el próximo 1 de diciembre.
A juzgar por las declaraciones de sus personeros, el régimen piensa que este conflicto poselectoral es una mera reedición del de 2006, cuando los partidarios de López Obrador permanecieron más de 40 días en plantón en el Paseo de la Reforma, una de las principales de la capital. Desde fuera del poder las cosas parecen distintas. En el último sexenio el poder público ha exacerbado la rabia social hasta un punto peligroso. Ya no sólo hay que lamentar los millones de desempleados y de pobres, los millones de niños sin escuela y de enfermos sin hospital, sino, además, los 70 u 80 mil muertos que le ha costado al país la guerra de Calderón, absurda y sin sentido a menos que se juzgue su utilidad desde la perspectiva de las ganancias multiplicadas del narcotráfico y de los contratistas de la industria bélica. Y el PRI ha sido partícipe y corresponsable, en los estados que gobierna, de los saldos demenciales de esta aventura.
La resistencia al fraude no se limita, hoy en día, a los entornos del movimiento lopezobradorista, sino que unifica y articula a organizaciones tradicionalmente opositoras al régimen con expresiones sociales de última generación, como el movimiento estudiantil surgido desde el rechazo a la candidatura de Peña, en mayo pasado –y que ha encontrado en las movilizaciones de los estudiantes chilenos una fuente privilegiada de inspiración– y el activismo febril en las redes sociales. En vastos sectores de la clase media y aun en algunas casas de clase alta, la perspectiva de una recomposición del régimen encabezada por el PRI produce aversión y vergüenza.
La periodista Denise Dresser escribió poco antes de los comicios que la vuelta del priísmo a la Presidencia equivalía a que los alemanes levantaran de nuevo el Muro de Berlín. El ingenio de la metáfora expresa claramente el malestar nacional ante este nuevo intento de imposición, pero oculta un fallo de juicio: a diferencia de lo ocurrido en Alemania tras el derrumbe del muro y la reunificación subsiguiente, la configuración del poder en México no ha experimentado cambios sustanciales y el PRI nunca abandonó el poder; simplemente, se convirtió en el PRIAN, que es la expresión local para designar al brazo político y partidista del régimen. La insurgencia cívica del momento no es, en estricto sentido, contra un candidato presidencial odioso, sino contra el sistema. El hecho de que ese sistema pretenda recolocar en su fachada un logotipo partidario cargado de recuerdos amargos de represión, corrupción, y soberbia, es un componente adicional del agravio, pero no el sustancial. Lo fundamental es que el consejo de administración que realmente gobierna pretende mantener encerrado al país en el Parque Jurásico. Parece ser que la paciencia social se ha agotado y que si los encargados no abren las puertas la sociedad se encargará de echarlas abajo.
¿Qué hay más allá del Jurásico? La respuesta está a cargo del tribunal electoral y deberá emitirla a más tardar el próximo 5 de septiembre. Si el organismo jurisdiccional acepta anular la pasada elección, volverá a abrirse una oportunidad para iniciar la demolición del régimen por la vía de las urnas, pues sería improbable que el priísmo lograra montar de nueva cuenta un operativo fraudulento. Si el tribunal, en cambio, da por buenos los comicios y su resultado, bien podría estar dando paso, en México, a una secuencia social “egipcia”, es decir, una insubordinación social en gran escala dispuesta a derribar al poder establecido. Está por verse. Es posible que, en su insensibilidad y su empecinamiento, la oligarquía mexicana descubra que este país tiene algo en común con Egipto, además de pirámides.
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