Rolando Cordera Campos
Mientras el pacto federal se deslava y los poblados se manifiestan airados en defensa de sus autoridades, el procurador insiste en que no ha habido en Michoacán violación alguna de la ley, pero un semirrepuesto gobernador Godoy le exige una disculpa pública. Por su parte, 30 michoacanos son retenidos en calidad de arraigados” sin que a la fecha se les haga cargo alguno, penal, administrativo o filatélico.
En esas andamos y ahí se va, por la coladera, una transición a la democracia que se presumió que era a la vez democrática y ejemplar por las maneras en que las elites la consumaron y coronaron en el año 2000 con la tristemente célebre alternancia… al alto vacío. Por su parte, la modernización de la apertura, el cambio estructural y el TLCAN muestra ya, con brutal fuerza, su fragilidad epidérmica pero no menos dañina: las automotrices desmantelan el empleo norteño y las maquiladoras languidecen y nublan la perspectiva de por sí decaída de la existencia en la frontera norte.
La decadencia de que nos habla Gustavo Gordillo no se administra impunemente; no sólo ante el tribunal de la historia, sino ante el más elemental y pedestre de una ciudadanía turbada pero capaz todavía de registrar abusos, anotar agresiones, tomar noticia de los desvaríos de los que mandan, aun en medio del más agresivo de los ambientes económicos por el que haya pasado el país. Lo que está por verse y sufrirse es el tamaño del reclamo y la profundidad del ajuste económico, político y social a que deba llegarse tarde o temprano.
Lo que no aparece por lado alguno es la voluntad dirigente de encauzar el conflicto latente y darle a la restructuración nacional un diseño racional y visionario. Lo que rige, a un costo creciente, es la necedad conservadora de un orden corroído que no pudo cuajar en un nuevo régimen económico-social y que hoy asiste al derrumbe de su sistema político erigido a golpe de votos y dinero fácil para los políticos, pero incapaz por él mismo de asegurar su reproducción y a la vez generar la legitimidad mínima que todo Estado requiere para conducir y mandar y al mismo tiempo dar seguridad a sus súbditos.
Nada de esto se cumple hoy en México y es por eso que dejó de ser exagerado o grandilocuente hablar de un estado de excepción que se instala con los días a pico y pala de la procuraduría, el Ejército y sus coadyuvantes de la policía civil. Todo lo han puesto al revés. La Armada y la infantería no apoyan al Ministerio Público en su persecución del crimen mayor y organizado, en tanto que los fiscales la hacen de actuarios o escribanos sin que nada ni nadie impida que el uso de la fuerza se despliegue en el territorio sin cauce constitucional ni respeto a los derechos humanos.
El combate al crimen criminaliza al Estado y la sociedad se aterra, se cubre, se emboza y se dedica a la sobrevivencia. El Estado crea su propio vacío y monitorea su demolición, mientras la Secretaría de Hacienda decreta recortes fiscales para cumplir con una ley de control fiscal escrita e impuesta ad hominem, para cerrarle el paso al populismo que avanzaba impetuoso hace ya casi cuatro años.
De nuevo, todo al revés: cuando en todo el mundo se busca reditar la cooperación y hasta la solidaridad social, así como gastar mucho y pronto, aquí se exacerba la división y se ensalza la persecución, se quiere ahorrar sin ton ni son y lo que se logra, como ha ocurrido antes, es un mayor desorden en unas finanzas públicas desfondadas de antemano.
Serruchar el piso; jugar a la ruleta rusa con el cargador lleno; reanudar la marcha de los locos en pos de la locura. Como se quiera, pero no como reza la leyenda en la entrada del Basílica de Guadalupe: “no hizo tal con ninguna otra nación”, sino algo como: “nunca tan pocos la hicieron tan mal en tan poco tiempo”.
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