Federico Berrueto
2009-05-31•Al Frente
A un mes de la alerta sanitaria por la posible epidemia de nueva influenza es preciso hacer un juicio sobre lo ocurrido. La amenaza prácticamente se ha ido, pero ha quedado un severo daño económico, mucho más grave en el sector turístico. Los números hablan: la enfermedad era menos contagiosa de lo que se había previsto y, afortunadamente, por sí misma, no conducía a la muerte con atención médica oportuna. No faltará quien diga que si no se hubiera actuado las cifras serían dramáticas; no es creíble.
México fue víctima de una alerta mundial sobre un virus mucho más agresivo que el de la influenza A/N1H1. Las autoridades mexicanas nada pudieron hacer, se prefirió sobreactuar. El abandono a la investigación científica en tal materia significó que el país no pudiera defenderse o al menos razonar ante la OMS. En su secuela, se ha perdido hasta lo que no se tenía, agravado por una crisis económica que las autoridades han preferido ignorar. Minimizar el desempleo y magnificar la influenza da popularidad, pero provoca un daño atroz, como puede constatarse ahora, ya con los ánimos serenos.
Los personajes de hace un mes, Marcelo Ebrard y el secretario de Salud, el doctor Córdova, ahora debieran ser cuestionados con mayor severidad. Mucho más el segundo, ya que es la autoridad médica legalmente competente, pero el jefe de Gobierno del DF no escapa de responsabilidad. Las medidas que se tomaron significaron la parálisis del corazón del país, se usufructuó el terror de la población sin importar el daño económico y social. El remedio o compensación del gobierno federal y el de la ciudad por el daño causado es poco menos que una aspirina a la magnitud del perjuicio.
A López Obrador se le condenó con exceso por su desdén a las medidas restrictivas del gobierno. El linchamiento mediático del que fue objeto fue oportunismo. Una vez más, como ha ocurrido en otros temas como el económico, tuvo razón. No pudo decir más por no afectar la postura de Marcelo Ebrard. El ambiente de terror llegó hasta el ridículo, como fue la pretensión de que el IFE multara al PRD por las concentraciones del tabasqueño.
Peña Nieto optó por la prudencia; actuó, pero no quiso subirse al foro de los vendedores de miedo; disminuyó su presencia en tv al extremo de que muchos dijeron que había desaparecido del escenario. El PAN hizo un promocional en la red en la que buscó agredirlo, mientras Germán Martínez se desvivía en elogios a Marcelo Ebrard. Los entrevistadores dieron por hecho el supuesto retiro y fue frecuente el reclamo por la inexistente ausencia. Es revelador el que Peña Nieto no haya secundado a Ebrard en las medidas draconianas contra restaurantes y otros negocios generadores de empleo.
El balance de lo que hicieron AMLO y Peña Nieto, cada cual a su modo y estilo, frente al de Calderón, Ebrard y las autoridades federales, dicen con claridad de qué lado está el populismo, la ligereza y la irresponsabilidad. Los datos hablan por sí mismos. México fue víctima por la incapacidad de valorar y verificar la gravedad de la amenaza, sus autoridades fueron rehenes del miedo; lo que pretendió ser un acto de responsabilidad la evidencia indica que fue un costoso ridículo.
El mundo continúa a la espera de ese virus mortal. Muchos países fueron afectados por la falsa alarma. El gobierno ganó reconocimiento, pero fue el país el que, por mucho, perdió más. El caso es tan penoso que no puede existir compensación internacional porque significaría reconocer el error y establecer un precedente negativo cuando el problema de una peligrosa o fatal epidemia pudiera presentarse. El virus que sí padecemos y es comprobadamente mortal es el del crimen organizado. Las fatalidades de una semana promedio representan todas las de la nueva influenza.
El país no aprende de sus lecciones porque se vive en la simulación. Son de dar pena la dependencia y el atraso en temas básicos de la ciencia de la salud. Tampoco se reconoce que los protocolos de protección civil deben ser revisados. El sistema de información durante la emergencia fue patéticamente deficiente; el secretario de Salud y las autoridades estatales se hacían bolas, la inconsistencia y las contradicciones fueron comunes. Las fatalidades se explican porque los enfermos no recurrieron con oportunidad al sistema de salud; el privado es caro en extremo y el público deficiente, con personal desmotivado y pobremente remunerado.
Es preciso no pasar a la desmemoria. Se requiere de un balance que ilustre las insuficiencias. No importa que la conclusión sea que es un problema estructural de un país que fracasó en su propósito de modernizarse: el sistema de salud y el estado de la investigación científica son la mejor evidencia.
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