miércoles, 5 de agosto de 2009

Gandhi aubiografía, PARTE III (Fragmentos selectos)




PARTE III
V- LA EDUCACIÓN DE LOS NIÑOS

Cuando desembarqué en Durban, en enero de 1897, venían conmigo tres niños: el de mi hermana, que tenía diez a y los dos míos, de nueve y cinco años respectivamente. ¿Dónde iba a educarlos?
Podía haberlos enviado a las escuelas existentes para los chicos europeos, pero sólo como una excepción, y un favor. Ningún otro hijo de indo sería admitido en dichos establecimientos. Pero, además, se trataba de escuelas establecidas por las misiones cristianas, y yo no estaba dispuesto a inscribir a mis hijos allí, puesto que no me agradaba la educación que las criaturas recibían en ellas. Por otra parte, el vehículo de enseñanza era el idioma inglés, o quizás un incorrecto tamil o hindí. Y esto también era difícil de arreglar. En general, yo no podía superar todas las dificultades que se acumulaban a ese respecto. Mientras tanto, me encargaba yo de enseñarles lo mejor que podía. Pero, de cualquier modo, era un procedimiento irregular; y simultánea mente me resultaba imposible conseguir un buen maestro gujaratí.
Estaba desorientado. Puse un aviso solicitando un maestro inglés, para enseñar a los niños, pero que debía seguir mis instrucciones. Mi idea era que tal maestro les diera una enseñanza regular, que sería complementada con lo que yo pudiera enseñarles. Por consiguiente contraté los servicios de una gobernanta inglesa, por siete libras esterlinas al mes. Y así seguimos durante algún tiempo, aún cuando yo no estaba satisfecho. Los niños adquirieron algunos conocimientos de gujaratí gracias a mis lecciones y sobre todo merced a la conversación con ellos, que siempre se efectuaba empleando la lengua-madre.
No me sentía inclinado a enviarlos a la India, porque estimaba que los niños deben estar junto a sus padres. La educación que las criaturas absorben en un hogar normal, es imposible lograrla en cualquier otra parte, lejos de la familia. Por consiguiente, los mantuve a mi lado. Envié a mi sobrino y a mi primogénito a estudiar en la India unos cuantos meses, pero los hice regresar luego junto a mí. Más tarde, cuando mi hijo mayor tuvo la edad adecuada, se fue a la India para cursar los estudios superiores en Ahmedabad. Tengo la impresión de que mi sobrino quedó satisfecho con lo que pude enseñarle. Desdichadamente, murió, siendo muy joven, de una breve enfermedad. En cuanto a mis tres hijos, debo decir que jamás fueron a ninguna escuela pública, con excepción de la que yo improvisé en Sudáfrica para los hijos de los satyagrahis.
Dichos experimentos resultaron inadecuados. Yo no podía dedicar a mis hijos todo el tiempo que hubiera querido. La imposibilidad de prestarles la atención necesaria y otras causas inevitables, me impidieron proporcionarles la amplia educación que deseaba, y todos mis hijos se han quejado de mí en este asunto.
Sin embargo, sostengo, que si yo hubiera insistido para que se educaran en cualquier escuela pública, se habrían visto privados de la enseñanza que solamente proporciona la experiencia o el contacto constante con los padres. Yo jamás me hubiera librado de mi ansiedad respecto a su formación, y la educación artificiosa que habrían adquirido en Sudáfrica o en Inglaterra, les hubiera impedido comprender la sencillez y el espíritu servicial que hoy poseen. Al mismo tiempo, su manera de vivir, artificial, hubiera constituido un tropiezo muy serio para el desarrollo de mis actividades al servicio de la comunidad. Por consiguiente, aun cuando no he podido darles una educación literaria a su satisfacción ni a la mía, no estoy completamente seguro, si miro hacia el pasado, de no haber cumplido con mi deber hacia ellos en la mejor forma que pude y supe. Tampoco lamento no haberlos enviado a las escuelas públicas. Siempre he tenido la sensación de que los rasgos indeseables que hoy veo en mi hijo mayor constituyen un eco de mi juventud indisciplinada. Considero esa época como un período de conocimientos adquiridos a medias, y de abandono. Coincidió con los años más impresionables de mi hijo mayor y, naturalmente, él se niega a considerarla como una época de inexperiencia y auto-tolerancia imperdonable. Por el contrario, piensa que fue el período más brillante de mi vida, y que los cambios ocurridos posteriormente se debieron a los desengaños, mal llamados experiencia. Creo que también podría suponer que mis años juveniles constituyen el período del despertar y los posteriores —los del cambio radical— años de desilusión y egotismo.
Con frecuencia me han planteado los amigos algunas interrogantes difíciles de definir. ¿Qué daño les hubiera hecho a mis hijos el recibir una educación académica? ¿Qué derechos tenía yo para cortarles las alas? ¿Por qué me tenía que interponer en su camino impidiendo que se graduasen y eligiesen la carrera que quisieran?
No creo que valga la pena discutir demasiado, en torno a estas preguntas. Estuve en contacto con numerosos estudiantes. He tratado, directamente o por intermedio de otras personas, de imponer mis “caprichos” pedagógicos a otros niños y he podido ver los resultados. Hoy conozco a muchos jóvenes de la misma edad de mis hijos, que han recibido educación académica. Y no creo que ninguno de ellos sea mejor que mis hijos, ni tampoco que éstos tengan mucho que aprender de aquellos.
Pero el resultado final de mis experimentos se halla en el seno del futuro. Mi propósito al discutir este tema, es señalar que los estudiosos de la historia de la civilización pueden conocer, en cierta medida, la diferencia entre una educación disciplinada en el hogar y la enseñanza escolar, así como el efecto que produce en los niños, como consecuencia de los cambios introducidos en sus vidas por los padres.
Además, el objeto de este capítulo, es mostrar hasta qué extremo es empujado un cultor de la verdad, cuando quiere experimentar sinceramente con ella, del mismo modo, que señalar los sacrificios que exige a sus fieles esa diosa inmutable que es la libertad. Yo estoy satisfecho de haber proporcionando a mis hijos una educación que otros niños no pueden recibir, pues de haberles encarrilado por la vía académica les hubiera privado de la enseñanza objetiva sobre la libertad y del propio respeto que hoy poseen. Cuando hay que elegir entre la libertad y la instrucción, ¿quién es capaz de afirmar que lo primero no debe ser preferido mil veces a lo segundo?
Los jóvenes a quienes visité, en 1920, en aquellas ciudades de la esclavitud —sus escuelas y colegios—, y a quienes aconsejé que era preferible ser analfabetos y picar piedra en bien de la libertad, que soportar las cadenas de la esclavitud a cambio de una educación literaria, es probable que puedan ahora seguir mi consejo hasta su misma fuente.

VI- SERVIR A LOS DEMÁS
Mi profesión progresaba satisfactoriamente, pero distaba mucho de satisfacerme a mí. El problema de simplificar mi vida y de cumplir alguna actividad concreta al servicio de mis compatriotas, me seguía torturando, cuando cierto día llamó a mi puerta un leproso. Yo no tuve valor para darle una comida y despedirlo. Por consiguiente lo albergué en mi casa, curé sus heridas y lo atendí como mejor pude. Pero no podía seguir así indefinidamente. Me faltaba la voluntad necesaria para retenerlo siempre a mi lado. Por tanto, lo envié al hospital del gobierno para los trabajadores indos.
Pero me sentía angustiado. Deseaba cumplir algún trabajo humanitario de carácter permanente. El doctor Booth, director de la “St. Aidan Mission”, era un hombre de buen corazón y atendía a sus pacientes gratuitamente. Gracias a la generosidad del parsi Rustomji, fue posible instalar un pequeño hospital, regido por el doctor Booth. Yo me sentía fuertemente inclinado a servir como enfermero en dicho establecimiento. La tarea de preparar las medicinas exigía de una a dos horas diarias en el hospital, y decidí hacerme un hueco en mis tareas profesionales a fin de ocupar el puesto de mezclador de medicamentos en el dispensario anexo al hospital. La mayor parte de mi trabajo jurídico consistía en tareas de gabinete, arbitraje y redacción de escritos. Desde luego, siempre tenía algunos casos que exigían la comparecencia ante los tribunales, pero la mayoría de ellos no exigía el juicio oral, y Mr. Khan que me había seguido a Sudáfrica y que vivía conmigo, se hizo cargo de esas labores durante mi ausencia. Con lo cual pude trabajar en el hospital dos horas cada mañana, incluido el tiempo de ir y venir. Este trabajo me proporcionó cierta paz espiritual. Consistía en escuchar las quejas de los pacientes, exponer los hechos al médico y preparar las medicinas. Lo cual me puso en contacto directo con los indos dolientes, en su mayor parte tamiles, telugus u hombres del norte de la India.
La experiencia me resultó muy útil cuando, durante la primera guerra de los boers, ofrecí mis servicios para cuidar los soldados enfermos y heridos.
El problema de cuidar a los niños siempre me preocupó. Dos de mis hijos nacieron en Sudáfrica y mi trabajo en el hospital sirvió para atenderlos debidamente. Mi espíritu independiente fue siempre una fuente de pruebas. Mi esposa y yo habíamos decidido tener la mejor asistencia médica en el momento del alumbramiento, pero ¿y si el doctor y la enfermera no llegaban oportunamente, qué iba a hacer yo? Además, la enfermera debía ser inda, y la dificultad de conseguirla en Sudáfrica, ya puede imaginársela el lector. Por consiguiente, comencé a estudiar el tema como para desenvolverme por mi cuenta, con seguridad, para el caso de que fuese necesario. Leí el libro del doctor Tribhuvandas, “Ma-ne Shikhaman - Consejos a una madre” y crié a mis hijos recién nacidos con arreglo a las instrucciones del libro, coordinadas a veces con las experiencias obtenidas aquí y allá. Utilizamos los servicios de una enfermera —por un período no superior a dos meses cada vez—, principalmente, para que atendiera a mi esposa y no para cuidar de las criaturas, cosa de la que me encargaba yo.
El nacimiento de mi ultimo hijo me hizo pasar por una severa prueba. El instante del alumbramiento se produjo de pronto, el doctor no aparecía y tampoco dábamos con la comadrona. Por consiguiente, tuve que hacerme cargo de todo. Mi cuidadoso estudio del libro del doctor Tribhuvandas me resultó de inestimable valor. Y procedí sin nerviosismo alguno.
Estoy convencido de que para el debido cuidado de los niños, todos los padres deberían tener unos conocimientos generales de puericultura. A cada paso pude ver las ventajas de mi prolijo estudio de la cuestión. Mis hijos no gozarían de la excelente salud que tienen hoy día, si yo me hubiera estudiado el tema y aplicado mis conocimientos. Es creencia general, casi una superstición, de que el niño no tiene nada que aprender durante los primeros cinco años de su vida. Pero, lo cierto es, que en realidad, el ser humano no aprende en los años posteriores tanto como en ese período de cinco años. La educación de los niños comienza con la concepción. Los estados físicos y mentales de los padres en el momento de la concepción influyen sobre el hijo futuro. Luego, durante el período del embarazo, sigue estando influido por los humores, deseos y estado espiritual de la madre, así como por su manera de vivir. Después del nacimiento, el niño imita a sus padres y por espacio de un considerable número de años, es un reflejo de lo que son sus progenitores.
La pareja que advierta esto, jamás realizará la unión sexual para satisfacer su apetito carnal, sino cuando deseen tener un hijo. Yo creo que es el colmo de la ignorancia pensar que el acto sexual es una función independiente, como dormir o comer. La existencia del mundo depende del acto de engendrar, y como el mundo es la escena de Dios y un reflejo de Su gloria, dicho acto debe ser racional para que esté en correspondencia con el ordenado crecimiento del mundo. Quien llegue a comprender esto dominará su lujuria a toda costa y se equipará con los conocimientos necesarios para el bienestar físico, moral y mental de su progenie, transmitiendo así el beneficio de esos conocimientos a la posteridad.

IX- VIDA SENCILLA
En Sudáfrica yo había iniciado una vida de comodidad y facilidad, pero el experimento duró poco. Aun cuando había amueblado mi hogar cuidadosamente, tal escenario no se apoderó de mí en absoluto. Y apenas me embarqué en esa dirección, frené y comencé a reducir los gastos. La cuenta de la lavandería era considerable, y además el lavandero no se distinguía por su puntualidad, por lo cual no me alcanzaban dos o tres docenas de camisas. Los cuellos tenía que mudármelos todos los días y las camisas por lo menos día sí y día no. Esto implicaba un doble gasto que me pareció innecesario. En consecuencia compré todos los elementos precisos así como un libro sobre la manera de lavar, estudié el arte de la lavandería y se lo enseñé también a mi esposa. No cabe duda de que constituía un trabajo que se sumaba a los otros, pero la novedad lo convirtió en un placer.
Jamás olvidaré el primer cuello que lavé con mis manos. Le puse más almidón del necesario y como la plancha no estaba bastante caliente, por temor a quemarlo, lo planché muy mal. El resultado fue que aun cuando el cuello quedó bastante rígido el almidón sobrante se desprendía continuamente. Fui a tribunales con el cuello en cuestión, como invitando a que los colegas se burlaran de mí. Pero incluso en aquella época ya era yo impermeable al ridículo.
—Bueno —comenté——, éste es mi primer experimento sobre la manera de lavar los cuellos por mi cuenta y la cantidad de almidón que deben llevar. Pero no me turba el que éste pierda almidón y, además, tiene la ventaja de proporcionarles a ustedes un motivo de diversión.
—Pero tengo entendido que por aquí no faltan los lavanderos —dijo un amigo.
—La cuenta del lavandero es muy crecida —respondí—. Lavar y planchar un cuello cuesta casi tanto como comprarlo y así y todo uno siempre depende del lavandero. Prefiero lavar yo mi ropa.
De todo modos no logré convencer a mis amigos sobre lo hermoso que es bastarse a sí mismo. Con el tiempo aprendí a lavar y planchar expertamente y el resultado fue que mi ropa estaba limpia y presentada de un modo equiparable a la de los lavanderos. Mis cuellos aparecían tan rígidos y blancos como los de cualquiera.
Cuando Gokhale vino a Sudáfrica llevaba como turbante una banda que le había regalado Mahadeo Govind Ranade. Gókhale trataba aquel regalo con veneración y solamente lo usaba en ocasiones especiales. Una de ellas fue el banquete que le dieron en su honor los indos de Johannesburg, y la banda estaba arrugada y necesitaba un planchado. No era posible enviarlo a un lavandero y tenerlo a tiempo. Entonces yo le ofrecí mi arte.
—Puedo confiar —me dijo— en su capacidad como abogado, pero no como lavandero y planchador. ¿Y si me arruina la banda? ¿Sabe usted lo que significa para mí esa prenda?
Y con este motivo nos contó, jubilosamente, la historia del regalo. Sin embargo, yo insistí, garantizándole un trabajo perfecto, obtuve su permiso para plancharla y me gané su certificado de aptitud. Después de lo cual no me importaba que el resto del mundo negara mis dotes de planchador.
Del mismo modo como conquisté mi independencia de las lavanderías, me independicé también del peluquero. Toda la gente que va a Inglaterra para estudiar aprende el arte de afeitarse, pero nadie, que yo sepa, aprende a cortarse el pelo. Me dispuse a dominar también esa actividad.
Cierto día entré en una barbería de Pretoria y el peluquero se negó, desdeñosamente, a cortarme el pelo. Me sentí ofendido pero, inmediatamente, compré unas tijeras y me corté el pelo delante de un espejo. Logré hacerlo decorosamente por la parte de adelante, pero atrás me llené de trasquilones. Los amigos de tribunales reventaban de risa.
—¿Qué le pasó a su cabello, Gandhi? ¿Anduvieron las ratas en él?
—No. El peluquero blanco no condescendió a tocar mis negros cabellos. Por consiguiente decidí cortármelos yo, aunque fuese mal.
Y mi réplica no sorprendió a mis compañeros.
El peluquero no fue injusto al negarse a cortarme el pelo. Si lo hubiera hecho corría el riesgo de perder su clientela, por atender a un hombre de color. También entre nosotros, los indos, no permitimos que nuestros peluqueros atiendan a los intocables. Yo recibí la recompensa de esta actitud en Sudáfrica, y no una, sino varias veces, y la convicción de que era un castigo de nuestros propios pecados evitó que me irritara.
Las formas extremas que asumió mi pasión por la vida sencilla y para bastarme a mí mismo las relataré en el lugar oportuno. La simiente estaba sembrada desde hacía tiempo. Sólo necesitaba algún riego para germinar y echar raíces, florecer y fructificar. Y el riego llegó en el momento debido.

VII- EXPERIMENTOS CON EL TRATAMIENTO DE TIERRA Y AGUA
Con la creciente sencillez de mi vida fue en aumento mi aversión a las medicinas. Mientras ejercía la profesión en Durban sufrí algún tiempo de debilidad e inflamación reumática. El doctor P. J. Mehta, que me visitó, me prescribió un tratamiento que me restableció. Después de eso, hasta el día en que regresé a la India, no recuerdo haber padecido enfermedad alguna.
No obstante, sufría de estreñimiento y frecuentes dolores de cabeza, especialmente mientras estuve en Johannesburg por lo cual seguía una dieta rigurosa y tomaba de vez en cuando algunos laxantes. Me sentía bien, pero en verdad no podía decirse que fuera un hombre saludable, y constantemente me preguntaba cuándo me vería libre de aquellas malditas medicinas laxantes.
Por aquel tiempo leí algo sobre la formación en Manchester de la “Asociación Anti-desayuno”. El argumento de los partidarios de dicha norma era que los ingleses comen demasiado y muy a menudo, que las cuentas de sus médicos suelen ser crecidas porque comen desde la mañana hasta medianoche y que, por lo menos, debían suprimir el desayuno si querían mejorar su salud. Aun cuando tales cosas no se podían aplicar a mi persona, pensé que los argumentos en cuestión podían referirse a mi caso en cierta medida, ya que si no comía mucho, en cambio lo hacia con demasiada frecuencia. Yo solía hacer tres comidas por día y tomar el té a las cinco. Siempre tuve buen apetito y disfrutaba con los excelentes platos, siempre dentro de la dieta vegetariana y sin sazonar la comida con especias. Casi nunca me levantaba antes de las seis o las siete. Por lo tanto, pensé que si suprimía el desayuno me libraría de los dolores de cabeza. Inicié, pues, el experimento. Por espacio de unos cuantos días el asunto fue duro, pero lo cierto es que los dolores de cabeza desaparecieron por completo. Lo cual me llevó a la conclusión de que comía más de lo necesario.
Pero el cambio no me alivio el estreñimiento. Probé los baños que recomienda Kuhne y aunque me mejoraron algo no me curaron. Mientras tanto, el alemán que tenía el restaurante, u otro amigo, no recuerdo bien, puso en mis manos el “Retorno a la Naturaleza”, de Just. Leí en el libro algo sobre el tratamiento con tierra. El autor también recomendaba las frutas y las nueces como la dieta natural del hombre. Yo no adopté en seguida la dieta a base de frutas exclusivamente, pero sí comencé el tratamiento de tierra, y con prodigiosos resultados. El tratamiento consistía en aplicar en el abdomen una faja de tierra limpia, humedecida con agua y esparcida sobre un trapo fino, o gasa, a la manera de una cataplasma. Me la ponía a la hora de acostarme y me la quitaba cuando me despertaba, fuese a medianoche o por mañana. Resultó ser un remedio radical. Desde entonces he probado el tratamiento no sólo conmigo sino con mis amigos, y jamás he tenido motivos para lamentarlo. En la India no he podido seguirlo con la misma confianza Pero mi base en el tratamiento a base de tierra limpia y agua fría sigue siendo la misma de siempre. Incluso en la actualidad me someto en cierta medida al tratamiento con tierra y lo recomiendo a mis colaboradores siempre que se presenta la ocasión.
Aun cuando he tenido dos serias enfermedades en mi vida, creo que el hombre no tiene necesidad de tomar medicinas. De cada mil casos novecientos noventa y nueve pueden salir adelante por medio de una dieta adecuada, el tratamiento con tierra y agua y otros remedios caseros.
El que acude al doctor, el vaidya o el hakim, apenas siente el síntoma de cualquier enfermedad sin importancia, no sólo acorta su vida al ingerir toda suerte de drogas vegetales y minerales sino que, al convertirse en esclavo de su cuerpo en lugar de seguir siendo su amo y señor, pierde el dominio de sí mismo y deja de ser un hombre.
Que nadie eche en saco roto estas observaciones porque han sido escritas por un enfermo. Conozco las causas de mi enfermedad y tengo la plena convicción de que sólo yo soy el responsable, y gracias a esa convicción precisamente he perdido la paciencia. En realidad, he dado gracias a Dios por mis enfermedades, que asumen la calidad de lecciones y he resistido con éxito a la tentación de tomar numerosas drogas. Sé que esta obstinación pone muchas veces a prueba a mis médicos, pero ellos me soportan bondadosamente y no me abandonan a mi suerte.
Pero cortemos esta digresión. Antes de seguir adelante debería formular una advertencia a los lectores. Los que compren el libro de Just inducidos por este capítulo, no deben tomarlo al pie de la letra como si fuera el Evangelio. Quienes escriben siempre presentan un aspecto de la cuestión, pero resulta que cada caso puede verse desde muchos puntos de vista, todos los cuales son probablemente correctos en sí mismos, pero no correctos al mismo tiempo y en las mismas circunstancias. Así, muchos libros se escriben para ganar adeptos, nombre y fama. Por lo tanto, conviene leer con discernimiento y seguir el consejo de alguna persona enterada antes de intentar cualquiera de los experimentos expuestos en ese tipo de libros. O bien leer con paciencia, digerir debidamente lo que se dice y sólo entonces poner en práctica lo que recomienda el autor.


XXVI- EL NACIMIENTO DEL SATYAGRAHA
Los acontecimientos se fueron conformando de tal manera en Johannesburg como para convertir esta auto-purificación, en lo que a mí respecta, en una acción preliminar al satyagraha. Comprendo ahora que los acontecimientos más importantes de mi vida, culminados en el voto de brahmacharya, me estaban preparando secretamente para ello. El principio llamado satyagraha tuvo nacimiento antes de que el nombre fuese inventado. Incluso cuando nació, yo mismo no hubiera podido decir de qué se trataba. En gujaratí también utilizamos el término inglés “resistencia pasiva” para describirlo. Cuando en una conversación con europeos comprendí que el término “resistencia pasiva” estaba demasiado simplemente construido, que se lo suponía un arma para débiles, que podía ser definido como un odio, y que finalmente podía manifestarse por la violencia, tuve que negar todas estas caracterizaciones y explicar la verdadera naturaleza del movimiento indo. Resultó claro que una nueva palabra debía ser acuñada por los indos para designar su lucha.
Pero yo no podía encontrar un nuevo nombre, y por lo tanto ofrecí un premio a través del “Indian Opinion” al lector que hiciera la mejor sugerencia al respecto. Como resultado, Maganlal Gandhi creó la palabra “Sadagraha” (sat: verdad, agraha: firmeza) y ganó el premio. Pero para que fuera más claro cambié el nombre por satyagraha, que desde entonces es el término corriente utilizado en gujaratí para la designación de la lucha.
La historia de esta lucha es la historia del resto de mi vida en África del Sur, y especialmente de mis experiencias con la verdad en ese sub-continente. Redacté la mayor parte de esta historia en la cárcel de Yeravda y la terminé después de ser puesto en libertad.
Fue publicada en “Navajivan” y luego editada en libro. Sjt. Vlji Govindki Desai lo ha estado traduciendo al inglés para ”Current Thought”, pero ahora estoy tomando las medidas necesarias para publicar la traducción inglesa en forma de libro, en una fecha más breve, para que los que así lo deseen puedan familiarizarse con mis más importantes experiencias en África del Sur. Quiero recomendar una lectura de mi relato del satyagraha en África del Sur a esos lectores que no lo han visto todavía. No voy a repetir lo que he puesto allí, pero en los próximos capítulos me referiré únicamente a algunos incidentes personales que tuve en África del Sur y que no están incluidos en esa historia. Y cuando haya hecho eso, inmediatamente procederé a ofrecer al lector una idea de mis experiencias en la India. Sin embargo, quien prefiera considerar esas experiencias en su estricto orden cronológico, haría bien en continuar con esta crónica después de haber leído la historia del satyagraha en Africa del Sur.

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