Una nada rodeada de palabras: así, más o menos, describió José Chávez Morado al gobernador Vicente Fox, quien seguramente hizo pasar más de un mal rato al célebre pintor avecindado en Guanajuato. Lo que seguramente nunca imaginó es que más que un estilo personal de andar por la vida, esta nada se apoderaría del espíritu público mexicano a través de sucesivas presidencias, para alcanzar un clímax este 15 de septiembre con las patéticas manifestaciones de chabacanería interconstruida e importada de Australia.
Llegará el momento en que la Cámara de Diputados, por conducto de la Auditoría Superior de la Federación, nos haga las cuentas del despropósito, ojalá y que con los indispensables anexos que nos hagan saber los contratos y contratitos, chambitas y concesiones que las acompañaron y abultaron. Pero, con todo y el desperdicio en que se incurrió, esto es apenas la punta de un iceberg que más nos vale tratar de desentrañar pronto, antes de que la vorágine de la lucha por el poder vuelva a oscurecerlo todo con sus juegos de abalorios de la publicidad y los spin doctors disfrazados de encuestadores y adivinos.
La vacuidad de que nos informa lo acontecido con las conmemoraciones patrias no sólo tiene que ver con los mal instalados reflejos históricos de la derecha en el poder, cuya supina ignorancia nos muestra la devastación de buena parte de nuestro sistema educativo básico en manos privadas. La tan traída y llevada historia de bronce, cuya demolición emprendieron hace ya un buen tiempo los revisionistas al gusto y a la orden… de la derecha, se corresponde puntualmente con otra historia, ésta de oropel, tan maniquea y falsificada como se insiste ha sido la primera.
Es esta visión de los supuestos vencidos en Ayutla, pero vencedores en sus escuelas confesionales y salones de té, y ahora también ganadores de la tómbola democrática, la que seguramente obnubiló a los mandatarios del gobierno federal y les impidió acercarse a las fechas conmemorativas con un mínimo de humildad intelectual y un máximo de arrojo e imaginación políticos. La oportunidad de una reflexión sobre nuestra evolución como Estado nacional y sociedad organizada, sobre sus problemas acuciantes de hoy y las maneras varias como nuestros antecesores encararon situaciones críticas como las de ahora, fue echada por la borda de una nave escorada. Incluso antes del sálvese quien pueda.
Abajo, en un fondo que por desgracia no hemos tocado, se han dado cita la corrosión moral y la corrupción política más espeluznantes, cuyo reconocimiento es la única manera de emprender la dura y dolorosa salida del hoyo. Sin esta combinación nefasta, agravada por la inepcia panista, por su miedo a gobernar según la atinada descripción de Carlos Arreola, el país habría podido sobreponerse a las impertinencias de sus sucesivas crisis económicas e incluso a las veleidades a que se han dado con ligereza los usufructuarios de la transición democrática. En vez de ello, sin embargo, lo que se impuso fue una desaforada carrera por apoderarse del mando y la riqueza nacional, sin parar en mientes sobre lo suicida de la senda por la que los varios flautistas del Hamelín del cambio nos han llevado.
Antes del engañoso 2012, quizás a partir del 20 de noviembre próximo que el gobierno y sus exégetas no podrán siquiera recordar con propiedad, el país tiene que adentrarse en este círculo dantesco de violencia, criminalidad y colusión, como una condición sin cuyo cumplimiento todas las otras tareas ingentes que tenemos ante nosotros no podrán ser acometidas. La Reforma de Juárez y los suyos, que todavía nos llena de orgullo a muchos, tuvo que ser, para volverse realidad de gobierno y unidad, una revolución moral y cultural capaz de involucrar a todos, salvo a quienes no le vean a México más salida que la sumisión a un poder ajeno, imperial.
Los soñadores actuales de la anexión por adición a Estados Unidos, que encabezó Fox y ahora quisiera conducir el gobierno del presidente Calderón, tienen como destino la pesadilla de la descomposición política y la disgregación social. Sólo a la izquierda, que hoy se debate en su propia banalidad autodestructiva, podrá México encontrar el nuevo hilo de Ariadna que lo saque del laberinto en que se metió a finales del siglo pasado bajo la ilusión de una salida rápida, un fast track, que sólo existe en las cabecitas locas de algunos vendedores de cuentas de vidrio.
México no está para celebraciones y sólo una autosatisfacción narcisista puede pretender llevarnos a festejar victorias sociológicas inventadas o proezas económicas cuyos costos todavía no acabamos de estimar, mucho menos de pagar. Es el tiempo de la reflexión y de un revisionismo honesto, no lucrativo, como el que ejercen algunos de nuestros grandes de la historia, como León Portilla o Enrique Florescano, o el Álvaro Matute a quien ahora rinden homenaje en espléndido volumen sus discípulos y colegas. Esta es la tela que nos queda y vaya que tiene de dónde cortar.
Para imitar a los gringos: no es la economía, ni siquiera la política… es la historia y con ella la moral. Ahí está la clave.
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