domingo, 17 de abril de 2011

En la ruta de la muerte-- “Hay ejidos en los que (Los Zetas) acabaron con los hombres”-- Desde hace años, secuestros de personas que viajan en autobús


Los transportistas callaron para no cubrir seguros

Amenazas y miedo impiden a los habitantes de San Fernando presentar quejasFoto Sanjuana Martínez
Sanjuana Martínez
Especial para La Jornada
Periódico La Jornada
Domingo 17 de abril de 2011, p. 6
San Fernando, Tamps. No hay consuelo que pueda mitigar el dolor por un ser querido desaparecido. Y María Mercedes lo sabe desde hace nueve meses, cuando Los Zetas secuestraron a su marido, José Ana Loza López, de 93 años, en su rancho Tres Ases, del ejido Santa Teresa, ubicado en este municipio: Lo queremos encontrar aunque sea muertito. Necesitamos sepultarlo, llevarle flores, rezarle una oración.

Tiene 72 años, va vestida de negro y acaricia la foto de quien fue su marido durante 50 años. Íbamos a celebrar las bodas de oro. Teníamos todo preparado para la fiesta. Sonríe sin poder evitar el llanto. Durante meses intentó interponer una denuncia, pero las amenazas y el miedo se lo impidieron. Esta vez está decidida. Sabe que más de 400 personas han acudido a buscar a sus familiares. La acompaña su hijo José Francisco. Él se someterá a las pruebas de ADN para saber si alguno de los 149 cadáveres encontrados en las narcofosas de esta ciudad, punto neurálgico de la llamada ruta de la muerte, corresponde al de su padre. Ambos inician un sendero de búsqueda postergado pero deseado.

Exterminio masculino

Para llegar al Servicio Médico Forense de Matamoros hay que tomar la carretera, una llanura verde del Golfo de México sembrada de sorgo, maíz, frijol, algodón, girasol, soya y trigo. Entre Ciudad Victoria y Matamoros hay cientos de brechas, ranchos y ejidos, escenario, desde hace dos años, de la lucha del cártel del Golfo y Los Zetas por el control de la plaza.

¿Cuántas narcofosas hay en este tramo? El recuento de los hechos en los últimos años ofrece un panorama sombrío para contabilizarlos. Los de la última letra del abecedario, como se les conoce aquí, se fueron adueñando de ejidos completos. Primero se apoderaron de ranchos, casas, tiendas y negocios, y ahora controlaron la actividad económica de la zona: agricultura, ganadería y pesca de camarón en la Laguna Madre, el lago hipersalino más extenso del mundo, el cual es utilizado también para la introducción de droga.

Luego empezaron a secuestrar a diestra y siniestra, y a asesinar impunemente. Hay ejidos donde acabaron con los hombres. Ya no hay jóvenes de 14 años en adelante, dice Carmen sin levantar la mirada, apenada por sus lágrimas. Acompaña a su madre, Matilde Escalante, de 83 años. Ambas hablan bajito, temerosas. Son del ejido Francisco Villa. Perdieron a cuatro miembros de su familia el pasado diciembre. Primero vinieron por Pánfilo Vázquez, de 50 años, dueño de una refaccionaria. Al día siguiente se llevaron a su hijo mayor, y luego volvieron por los otros dos vástagos: Mi hijo y tres nietos. San Fernando se va a quedar desierto con tanta gente desaparecida.

Por miedo a que se llevaran a más personas de su familia nunca denunciaron. Desistieron al comprobar que la autoridad estaba coludida. Pero al descubrirse las narcofosas y ver tanta gente animada a buscar a sus seres queridos, decidieron hacerse las pruebas de ADN. Nuestro corazón pide que no aparezcan, pero si nos entregaran sus cuerpos por fin descansaríamos, afirma Matilde, limpiándose las lágrimas de sus ojos grises, dañados por las cataratas.

Las calles de San Fernando lucen desiertas. Hay decenas de negocios visiblemente abandonados. Los edificios de la policía y de la procuraduría de justicia están cerrados con candados. Tienen meses sin personal. Los únicos 16 policías que quedaban fueron arraigados. La ciudad está cubierta por halcones que, celular en mano, comunican la llegada de cualquier forastero, el paso del Ejército y la policía.

La connivencia entre crimen organizado, autoridades municipales y policías fue siempre un secreto a voces. El alcalde priísta Tomás Gloria Requena prefirió el silencio ante las matanzas. A pesar de la inseguridad no lleva escolta ni tampoco su secretaria particular, Esther Rodríguez Campos, quien prefiere no hacer declaraciones a la prensa, con el argumento de tener bajo perfil y estar muy ocupada.

La plaza principal está desierta a las tres de tarde. El párroco de la iglesia solicitó su traslado hace siete meses. Rezo por los buenos y por ellos, porque si ellos no tienen corazón, yo sí, expresa Marisela, de 41 años, acompañada por su hija pequeña. Continúa: “Desde que llegaron se fue acabando el pueblo. Terminaron con los negocios y, claro, eso afecta económicamente a todos. Y lo otro. No hay quien no tenga a un familiar o conocido levantado. Aquí ha de estar lleno de narcofosas, no sólo por los que se llevan de aquí y por los que secuestran al cruzar San Fernando, sino por los de los autobuses. Tienen años haciéndolo, pero nadie quiere decir nada”.

Camino sin retorno

La carretera entre Matamoros y Ciudad Victoria está casi vacía. Los Zetas han logrado limpiarla de vehículos a base de robos y secuestros, al más puro estilo bandolero. El letrero de La Joya, ubicado entre el ejido Vergeles y Francisco Villa, anuncia la senda de las últimas narcofosas.

Asaltar aquí es lo más fácil del mundo. Los convoyes de camionetas de Los Zetas salen a los viajantes desde las brechas durante el día y la noche. No hay policía ni Ejército, mucho menos Marina. Así han estado desde hace más de dos años. Las empresas de autobuses Ómnibus de México, ADO, Estrella Blanca, Noreste, Grupo Senda y otras callaron para no pagar el seguro a cada viajero, que puede superar 120 mil pesos. El silencio ominoso finalmente no afectó sus intereses. Siguieron vendiendo boletos y transportando viajeros que nunca llegaron a su destino. Hay 400 maletas en la Central de Autobuses de Matamoros no reclamadas y así están las de Reynosa, Valle Hermoso, Miguel Alemán, Nuevo Progreso, Nuevo Laredo.

Ellos nunca llegaron a su destino. Eran 47. Iban a Houston a trabajar. Desaparecieron con el chofer. Venían de Ciudad Valles. Tomaron el autobús de Pirasol y lo encontraron abandonado en la carretera de San Fernando. Quien habla es Martina Ortega Huerta, hermana de José Martín, uno de los desaparecidos el 17 de marzo del año pasado. Está acompañada por su padre y familiares que viven en la zona, quienes pretenden llevarlos a las pruebas de ADN. Mi mamá murió de pura tristeza. Se le cargó mucho. Se nos fue sin volver a verlo.

Los municipios en este tramo de carretera están igual que San Fernando. No hay autoridad municipal, estatal ni policía. La única ley que impera es la de Los Zetas, que van secuestrando, violando, matando y exigiendo a los habitantes que abandonen sus casas y el lugar. En Jiménez la gente que quedó, particularmente hombres mayores que no están dispuestos a dejar su patrimonio, fue encerrándose. Hace un año apareció una manta después de meses de terror: Gente, salga de sus casas. No tenga miedo. Nos vemos después de Semana Santa.

María Teresa, de 41 años, nació en este lugar y aún no puede creer en lo que se ha convertido su pueblo: “Aquí tiene que haber más fosas que en San Fernando. Durante meses hubo balaceras entre ellos (Los Zetas y cártel del Golfo). Después de horas levantaban los muertos de las calles. Nomás veíamos las trocas con las cajas repletas de cadáveres. ¿Dónde están esos y los cientos de levantados? En tres meses conté 75 desaparecidos, personas conocidas y vecinos. A mi primo se lo llevaron nomás porque sí. Los usaron como escudos humanos en los enfrentamientos”.

Cuenta que en el Ejido 13 y la Misión tienen auténticos campos de entrenamiento. Las montañas y la zona del palmar son utilizadas como madrigueras: “Cuando llegaron, hace dos años, pusieron una manta, en la cual decían: “Sálganse de sus casas. Tienen una semana. El que se quede es del cártel del Golfo”. Convirtieron el pueblo en un búnker. Los dos bandos son malos, porque ambos matan gente. Estamos desesperados”.

Punto cero

María Mercedes entra finalmente al edificio de Servicios Periciales de la Procuraduría de Justicia de Matamoros, para interponer una denuncia por la desaparición de su esposo José Ana Loza López. Camina con dificultad, se apoya en su hijo José Francisco. La fila es inmensa. No hay ni un letrero ni personas que expliquen a los familiares de los desaparecidos los pasos a seguir. Una unidad móvil de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos permanece afuera, con tres empleados sentados dentro del vehículo. En cuatro días se han presentado 400 denuncias en un completo caos, sin suficiente personal ni atención debida. A la angustia, dolor e incertidumbre se une el desconcierto. Vienen de Oaxaca, Zacatecas, Guerrero. El olor a muerte que expide el Servicio Médico Forense, donde aún está la mitad de los 145 cadáveres, resulta insoportable.

Con la escena, a María Mercedes le da un vuelco el corazón. Se seca las lágrimas. Somos muchos, dice con voz entrecortada. Las fotos de desaparecidos tapizan el cristal de las oficinas. El silencio es estremecedor. La gente murmura. Tiene miedo. No quiere contar su historia a los empleados ministeriales, pero es el sistema exigido para luego pasar a la toma de sangre para el ADN.

Nosotros estábamos tan felices, comenta María Mercedes, quien intenta reponerse con una sonrisa discreta. No hay en su discurso ningún signo de coraje o rencor contra los que se llevaron a su marido: En un segundo me cambió la vida. Llegaron al rancho en cinco camionetas. Se bajaron como nueve pelados y entraron a la casa. A mí, me tiraron al suelo. A mi nietecita le arrancaron una cadena con la medalla de la Virgen. Le dejaron el cuello enrojecido. Querían llevarse todo. Mi esposo estaba sentado afuera, en las escaleras. Y al salir lo agarraron y se lo llevaron. Con 93 años estaba bien de salud y le gustaba mucho bailar polka, redoba y hasta huapango. Era muy alegre. Le hicieron su corrido. Todavía bailábamos. Siempre fue buen padre. Tuvimos cinco hijos. A todos les puse José, como él, y un segundo nombre. Tenemos 15 nietos y cuatro bisnietos. Quiero que lo entreguen, casi estoy resignada. Dios sabe lo que hace.

Al día siguiente del secuestro pidieron rescate. Querían millones de pesos. Batallaron para juntarlos, pero finalmente se los dieron: Fuimos y les dejamos el dinero, pero no nos lo entregaron, cuenta José Francisco, con los ojos humedecidos. “Pusimos la denuncia en Ciudad Victoria y el mismo ministerial nos dijo: ‘Vale más que dejen de chingar. Ustedes síganle y se los va a llevar la chingada’. Salimos amenazados.”

Afirma que, después de acudir a la policía, dos supuestos rescatistas fueron a su casa, a ofrecer sus servicios, a cambio de mucho dinero. Primero vino uno y dos días después otro. ¿Cómo supieron dónde vivíamos? Policías y secuestradores son los mismos. Finalmente quedó el rancho. Casi no vamos. Pero no me hallo. Desde niño, subido al tractor. Cuidando la tierra y sembrando sorgo. ¿Y ahora?

Entre los pasos a seguir para buscar a un desaparecido hay que ver un álbum de fotografías de cadáveres. María Mercedes se aferra al recuerdo y acaricia la foto que, desde que salió, la acompaña. En ese retrato, José Ana Loza López tiene aún 93 años. Usa sombrero vaquero y está de pie, sonriendo entre el sorgo que durante décadas cultivó en San Fernando. Es la imagen que quiere guardar de su compañero de vida. Lo demás es el horror de la realidad.

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