domingo, 7 de agosto de 2011

El dilema de las reformas-- Arnaldo Córdova

En apariencia, todo mundo quiere reformas, reformas para todos los temas y para enfrentar todos los problemas. No apenas surge un problema y se piensa de inmediato en todos los instrumentos legales que deben ser reformados y los mecanismos que hay que poner en pie para enfrentarlos. De ninguna manera es algo irrelevante. Desde hace casi un siglo vivimos imbuidos por el espíritu reformista y pensamos, casi de modo natural, en las reformas como un modo simple y directo de solución a las dificultades. No sólo no es ocioso, es algo muy saludable para la política. Ésta se lleva a cabo, de modo especial, para hacer reformas que nos solucionen los muchos problemas que tenemos.

El riesgo que se corre es siempre el mismo que con toda repetición incansable o reiteración descuidada: el aburrimiento de la opinión pública que llega a perder el interés por los temas tratados o, incluso, la verdadera dimensión y la real importancia de los planteamientos. Por lo general, las reformas, cuando se plantean inicialmente, despiertan siempre un fundado interés y, a veces, hasta un cierto entusiasmo, y más cuando las fuerzas políticas muestran deseos de ponerse de acuerdo para llevarlas a cabo. Cuando se ve que reculan o se arrepienten o, en todo caso, ya no se muestran tan decididas en la obra, entonces viene el desencanto y la pérdida de fe en quien mayormente debe tenerla, justo, la opinión pública, la ciudadanía que se ha comenzado a entusiasmar.

Ese debería ser el asunto que mayormente debería preocupar a las fuerzas políticas de las que dependen las reformas: no desilusionar a los ciudadanos cuando han entendido que una reforma vale la pena y se debe llevar a cabo a como dé lugar. En realidad, hoy hemos llegado al punto en que aquéllos ya no creen en las reformas, tampoco en las fuerzas partidarias que las plantearon o las promovieron y ni siquiera en la política. De ahí surgen resentimientos que se materializan en expresiones poco edificantes, en especial, la de partidocracia, con la que se cree definir la actuación dispersa y, para muchos, de verdad anárquica y burdelera de los congresistas de las diferentes formaciones.

Está claro que para que una reforma o propuesta que lleve ese sentido tenga cierta viabilidad es indispensable que una buena mayoría la acepte y la sostenga. Y es ahí donde empezamos a ver incoherencias y desavenencias entre los partidos. Es probable que nunca se vean unanimidades, pero poco importa, pues de lo que se trata es de que haya mayorías que la sustenten y la sostengan. Los partidos (y es parte de sus privilegios) generalmente utilizan el proceso, que debería ser de acuerdo o de búsqueda de consensos para aprobar una iniciativa, para hacerse la guerra y tratar de sacar ventajas de su posición negociadora en desmedro de quienes les acompañan en el esfuerzo.

Todo eso, desde luego, no es partidocracia ni algo que se le parezca. Ese fenómeno se da cuando existe un divorcio total entre la sociedad y las fuerzas políticas, de manera que éstas, aisladas, se encuentran en la paradójica situación de tener que combatir a la propia sociedad para preservar sus privilegios. Eso ocurrió en Italia poco antes de la llegada de Berlusconi o en Venezuela cuando todos los antiguos partidos acabaron en la ruina. Javier Sicilia no sabe lo que dice cuando afirma que nuestro mal está ahí. Los partidos políticos en México todavía no se han desligado de sus bases sociales, no por completo. Si gozan de privilegios repugnantes es porque nosotros mismos se los dimos a través de las sucesivas reformas del sistema electoral.

No está mal, por otro lado, que todos se hayan acostumbrado a exigir reformas para cualquier mal que se asome en la vida social. Yo no entendí por qué el mismo Sicilia, a un cierto punto y de modo inopinado, exigió al gobierno que realizara ya la reforma política. No era un tema que él se hubiera destacado por tratar con amplitud y creo que tampoco ha vuelto a él. ¡Qué bueno! Todos deberíamos hacerlo, porque es el camino para la transformación del país. Pero, no cabe duda, los principales responsables de ello son los propios partidos y las fuerzas que están detrás de ellos. En México, hoy, no se puede avanzar más si no se llevan a cabo numerosas reformas; muchas de ellas ni siquiera se han planteado.

A veces se nos olvida que en la negociación de las reformas los partidos no son los únicos actores; acaso ni siquiera son los principales. Se puede recordar lo accidentado que resultaron las reformas que tuvieron que ver con la legislación sobre el espacio radioeléctrico. Ahí, quienes llevaron la voz cantante fueron los dueños de las televisoras y sus personeros, entre diputados y senadores. Fue divertido ver cómo priístas y panistas se empellaban entre sí para ver quiénes favorecían más lacayunamente los intereses a los que estaban sirviendo. A veces, las posiciones más privatizadoras y patronales las asumieron los priístas. Y cuando se trata de intereses directamente ligados al gran capital, los verdaderos actores son otros, no los legisladores, e incluso es fuera del Congreso que se deciden las cosas.

Para cualquier tema que se convierta en materia de una reforma siempre veremos lo mismo: los partidos no deciden por sí mismos, ni mucho menos. Aun cuando se trata de una reticencia o de resistir un cambio, la mayoría de las veces no son los partidos los verdaderos actores sino las fuerzas sociales o grupos de presión que están interesados en el tema. Un ejemplo muy reciente lo dan las fuerzas armadas en el proceso de deliberación de las reformas a la legislación de seguridad. Desde el fallo de la Suprema Corte que obliga a todos los jueces a estudiar que la ley que van a aplicar no choque con los derechos humanos y, en tal caso, se abstengan de aplicarla, los abogados militares cada día nos salen con una nueva ocurrencia que busca imponer a toda costa el fuero militar, no obstante que la resolución de la Suprema Corte también impone que los militares responsables de violar derechos humanos deben ser juzgados por tribunales civiles.

A nadie le extrañaría, para dar otro ejemplo, que pudiera intentarse una reforma de la legislación eclesiástica sin la presencia constante y beligerante de la Iglesia católica en el proceso. De hecho, las reformas de Salinas al artículo 130 constitucional y, luego, a la legislación derivada, se hicieron en todo momento con la presencia infaltable de los jerarcas católicos. La Iglesia, por lo demás, no pierde ocasión para manifestarse en torno a las reformas (recordemos su exigencia de una verdadera libertad religiosa, en la que mete todo lo que se le ocurre).

A final de cuentas y, a veces, inadvertidamente, se viene a descubrir que en la mayoría de los casos es el propio gobierno el causante de los retrasos, los aplazamientos o la frustración de los intentos de reforma. A él se debe la mayoría de los proyectos y éstos no prosperan por su mal planteamiento o por el empecinamiento de sus autores. No hay política parlamentaria y falta siempre la ocasión para poner de acuerdo a las diferentes fuerzas políticas. Y eso ocurre con todas las reformas que se han planteado hasta ahora.

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