Ya habrá tiempo de analizar en detalle la rigurosa propuesta presentada por la Universidad Nacional Autónoma de México denominada Elementos para la construcción de una política de Estado para la seguridad y la justicia en democracia. Por lo pronto me queda una impresión: el resultado de este esfuerzo singular es notable por la visión de conjunto que nos ofrece, por el compromiso y el buen sentido de sus autores, es decir, por su independencia de criterio y la precisión de las formulaciones en las que se resume una visión nueva, refrescante, de lo que nos hace falta para salir de la encrucijada planteada por la crisis de convivencia en la que nos hallamos. El consenso es abrumador: México precisa de un cambio de paradigma en las políticas públicas de seguridad y justicia con auténtico fundamento democrático, se afirma en el documento. Y a eso se dedica: aquí pueden hallarse propuestas concretas para modificar el rumbo, conceptos teóricos adecuados, actuales, útiles para entender la cambiante situación nacional y global en estos asuntos; recomendaciones dirigidas a la autoridad pero también a la sociedad civil (que no por serlo está libre de cometer errores). Para avanzar se propone celebrar un pacto político y social de base amplia que permita reorientar a nuestras instituciones de seguridad y justicia para hacer frente a la crisis de violencia que enfrenta el país, cuya viabilidad depende de generar los consensos políticos y sociales necesarios para dar un giro inmediato en las estrategias de seguridad, centrándolas en la prevención del delito, el abatimiento de la impunidad, la reducción del número de muertes y de lesionados, la preservación de la integridad de las personas y la defensa de sus derechos humanos. La clave está en conducir la agenda de prevención al centro de la política de seguridad, comenzando por los jóvenes, lo cual implica, como se advierte a lo largo de la exposición, un cambio estratégico y no la adición de un retoque a las concepciones vigentes. Vale la pena señalar, como lo hizo el doctor Jorge Carpizo en su introducción, que el tema no se reduce a la dimensión represiva o meramente policial frente a la delincuencia, la cual ha desatado el temor a la militarizacion y la barbarie, reflejada en la creciente, atroz estadística de las víctimas sin nombre, sino a la capacidad efectiva de impulsar las reformas que permitan articular derechos y responsabilidades en una nueva perspectiva de justicia social, pues como dijo Carpizo en su alocución, si en verdad queremos seguridad y justicia en democracia hay que enfrentar la pobreza en que vive la mitad de nuestros hermanos, y la desigualdad social que impera, y es una de las más profundas del universo.
De más está decir que no se ahorran las críticas, las descripciones objetivas de la situación de horror inacabable, las advertencias a las que el espíritu académico y el respeto a la propia dignidad obligan. Es imposible actuar con disimulo, cubrirnos con un manto de sordera y ceguera, pasar de reservados a silenciosos, y de esa condición a afónicos o, incluso, mudos, señaló el rector de la UNAM. Pero se admiten las dificultades a vencer: El impacto de la corrupción en las instituciones y la participación de la sociedad en ella nos obliga a reconocer lo siguiente: esta propuesta de política de Estado será estéril si no se toman decisiones y realizan acciones contundentes, desde las más altas responsabilidades públicas y liderazgos privados, para reducir las prácticas de corrupción e impunidad. Debe comenzarse por las malas prácticas insertas en los circuitos de alta jerarquía y hacia abajo, hasta la más modesta ventanilla.
La cuestión de la violencia criminal, vista en su integralidad (como un problema de inteligencia o fiscalidad, por ejemplo), es, en efecto, mucho más que un tema grave en la muy delicada agenda nacional. En rigor, la manera como se resuelva o no, y bajo qué condiciones, es vital para el presente y el futuro de México. Los espacios para la autocomplacencia se agotaron. La cruda realidad obliga a una rectificación que no es sencilla porque implica la remodelación de las instituciones y las políticas públicas cuya viabilidad depende a su vez del afianzamiento en la ciudadanía de otra visión del país, capaz de mantener en pie la pluralidad y la cohesión social, sin darle vida a quienes predican la mano dura, la intolerancia, el populismo penal como principio ordenador de la vida colectiva. Se trata, en efecto, de pasar de una concepción centrada en la protección del Estado, que hace uso de la fuerza como recurso de primera instancia a otra donde la prevención y el reconocimiento de los derechos humanos sea la brújula en la lucha contra la delincuencia organizada. Esta postura se entiende como la forma capaz de hacer que el Estado recupere el monopolio de la fuerza legítima sin poner en peligro sus funciones ni los derechos prioritarios de las personas. Dicho de otro modo: es un llamado a la reforma preventiva en el sentido de la protección de los derechos humanos, no el resabio del viejo antiestatismo conservador.
Finalmente, el análisis presentado por el doctor Jorge Carpizo es una excelente demostración de cómo se puede integrar la academia al examen de los problemas nacionales más urgentes, recuperando los valores del laicismo republicano para el debate público, tan proclive a sustituir las cuestiones relevantes por el escándalo transitorio que hace el juego al conformismo dominante. Los argumentos racionales contenidos en la propuesta representan una aportación extraordinaria al enriquecimiento de la movilización ciudadana que sigue al Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, pues refuerzan con elementos precisos algunas de sus demandas centrales y, sobre todo, porque desmienten de un plumazo la especie de que nadie ofrece alternativas a las políticas del gobierno. Eso es lo importante. Manos a la obra.
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