Cuando en marzo de 2005 el papa Karol Wojtyla agonizaba en Roma, hacía ya años que había dejado de gobernar a la Iglesia católica. El dilema del cónclave de cardenales que debería designar a su sucesor era si elegirían a un pontífice que retomara el Concilio Vaticano II o uno que prolongara la contrarreforma católica. La incógnita estribaba en quién predominaría: ¿Juan XXIII o Juan Pablo II? ¿Una nueva transición o el continuismo?
El designado fue Joseph Ratzinger, quien de noviembre de 1981 al momento de su nombramiento como nuevo pontífice se había desempeñado como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Teólogo de profesión, durante el pontificado restaurador de Juan Pablo II ese teutón nacido en Baviera se había convertido en su verdadero alter ego, liderando desde el edificio de la antigua Inquisición, cual fiel cruzado, todas las guerras de Wojtyla contra los obispos, sacerdotes, religiosas y teólogos contestatarios que osaron poner en duda su magisterio, incluidos los juicios sumarísimos propios del ex Santo Oficio contra reputados teólogos de la talla de Hans Küng, Edward Schillebeeckx y Leonardo Boff, así como el acoso permanente a obispos proféticos como Sergio Méndez Arceo, Óscar Arnulfo Romero, Leónidas Proaño, Pedro Casaldáliga y Samuel Ruiz.
Duro, ortodoxo y mordedor –el diario británico Daily Mirror recibió su designación con una foto en portada coronada por un encabezado que rezaba: De rottweiler de Dios a Benedicto XVI, mientras The Sun, el tabloide más popular del Reino Unido, tituló “De las juventudes de Hitler a papa Ratzi”, exhibiendo una foto de Ratzinger adolescente con el uniforme hitleriano–, el nuevo Papa había sido visto como forjador y continuador de la Iglesia de neocristiandad wojtyliana –de reconquista en el sentido medieval, de contrarreforma y de antimodernismo la había caracterizado Hans Küng años antes, cuando acusó al Vaticano de ser el último Estado totalitario de Europa–, que reafirmó como esenciales los valores del patriarcado y la represión sexual en la Iglesia (haciéndose de la vista gorda en los escandalosos casos de abusos sexuales contra menores perpetrados por obispos y sacerdotes), así como de la supeditación de la ciencia a la religión.
En un mundo capitalista depredador y globalizado, consumista y secularizado, y en el marco de una nueva guerra imperial por territorios y recursos geoestratégicos, la Iglesia católica se había inclinado ante el dios mercado y se hacía cada vez más romanocéntrica. Junto con el desaparecido Wojtyla, Ratzinger emergía como el hombre que normalizó a la Iglesia con un estilo estalinista: sacando del paso a los incómodos. Como brazo de hierro de Juan Pablo II, ayudó a convertir a la Iglesia en un feudo. Para decirlo con las palabras que utilizó Leonardo Boff hace unos años, cuando señaló que el pontificado de Wojtyla era la última expresión de un tipo de Iglesia que nació en 1077 con Gregorio VII, el antiguo pontífice y su guardián de la ortodoxia forjaron una Iglesia feudal controlada y dominada desde Roma; clericalizaron la Iglesia a partir de una visión imperial, dando pie a la dictadura del clero sobre toda la comunidad cristiana.
La nueva religión, el integrismo neoliberal –el imperialismo del mercado total lo llamó Franz Hinkelammert–, impuso una ideología global que llegó acompañada de un credo políticamente desactivador, que estimuló la pasividad y el conformismo. Wojtyla y Ratzinger contribuyeron a fomentar la amnesia histórica impuesta por el modelo de dominación imperial estadunidense, con la represión a la Iglesia popular en América Latina y sus teólogos de la liberación, y con sus llamados a la resignación ante el poder de los dueños del dinero. Al despuntar el siglo XXI y el pontificado de Ratzinger, el resultado es un mundo sin reglas (o desregulado), donde se ha instalado un neodarwinismo social, una lucha de todos contra todos. Un mundo medievalizado sumamente violento, signo que no escapa al México caóticamente sangriento de nuestros días, cuando fenece el sexenio de Felipe Calderón.
Wojtyla y Ratzinger respondieron a una de las más clásicas amenazas de falsificación del fenómeno religioso: la tentación de dominar a Dios y de mantenerlo atado y bien atado, según la clásica expresión de la España franquista. La del cardenal Ratzinger fue la obsesión por una forma de ortodoxia que quiere tener la verdad amurallada, incontaminada. Lo que según el jesuita español José Ignacio González Faus corresponde a ese tipo de patología que la Escuela de Francfort denomina la personalidad autoritaria y que Max Horkheimer describía como una entrega mecánica a los valores convencionales; sumisión ciega a la autoridad, junto a un odio ciego a todos los oponentes y marginados; pensamiento rígido y estereotipado.
En ese contexto, a partir de la matriz ideológica de Ratzinger, se puede conjeturar que su visita a México en marzo –dado que a nivel temporal y espacial la misma se verificará al filo del arranque de las campañas electorales por la Presidencia de la República y se circunscribirá a Guanajuato, tierra de raigambre cristera y gobernada los últimos dos decenios por el conservador Partido Acción Nacional– fue minuciosamente calculada para apoyar al PAN y avalar el sueño cristero de Felipe Calderón. La visita forma parte de la ofensiva de la ultraderecha y la jerarquía católica local en la perspectiva de construcción de un Estado confesional en México, que se incuba en la contrarreforma al artículo 24 constitucional a estudio en el Senado –que incluye la educación religiosa en las escuelas públicas, la posesión y administración de medios electrónicos por las asociaciones religiosas y la abierta participación política y electoral de los ministros de culto, de manera colectiva y fuera de los templos sin necesidad de pedir permiso a la autoridad– y se nutre del mesianismo de fin de sexenio que aqueja al presidente católico Calderón.
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