El jueves, el presidente alborotó la gallera y al oído les pasó a los banqueros información confidencial. Resulta que, de acuerdo con sus encuestas, Josefina va a la alza, de lo que la candidata se congratula, y la contienda se vuelve parejera para dejar atrás al enemigo malo. Buenas noticias para Don Dinero pero malas, muy malas, para los negocios, la inversión y las expectativas optimistas de quienes esperan o esperaban una campaña electoral cuyos resultados principales fueran la normalización democrática de México. Y no son pocos.
Más bravo que un león, como dice el corrido de sus nostalgias juveniles, Calderón reitera y magnifica los peores auspicios emitidos sobre la campaña electoral que arranca en marzo. No habrá cuartel, insiste a sus reales y supuestos aliados, los priístas que celebraron los buenos modales del panismo que les concedió el beneficio de la duda en 1988, mientras reitera su decisión de incendiar la pradera y el pesebre de Belén antes de entregar el mando a uno de sus macabeos.
Todo se vale en política, dijo un vate adiestrado en la politología americana, y los depositarios de la herencia de Fox y Clouthier se muestran dispuestos a hacer honor al bárbaro dicho. ¡Que arda Roma!, dirá algún despistado, antes que atestiguar en tierra azteca el regreso de los chichimecas. Que incluye a los descendientes de Mesoamérica, en especial a los que se atreven a mascullar reclamos de justicia social y solidaridad tangible.
Calderón nos ha hecho el favor ingrato de obligarnos a reflexionar, otra vez, sobre la presidencia que el Estado mexicano requiere para que la sociedad sobreviva como nación en el torbellino de la globalidad encendida por la crisis. Sin contexto ilustrado alguno sobre lo que ocurre en el mundo, que para él es ancho y ajeno, salvo cuando vuela y aterriza en tierra incógnita, el depositario del Poder Ejecutivo deambula por el territorio físico e imaginario de los mexicanos y derrama despropósitos y uno que otro don efímero, como el de la cobertura universal en salud o el abatimiento de la pobreza inicua que viven millones.
Para el caso, poco o nada de esto importa, porque lo único que cuenta es el rating televisivo o los puntos positivos en encuestas que, por lo general, miden o llevan a cabo almas generosas, que no por ello dejan de ser menos corporativas. Presa de sus fantasmagorías de fin de sexenio y gloria, Calderón se despoja del más mínimo sentido del deber republicano y arrambla contra el adversario, otrora colaborador, sin perder de vista al enemigo principal que es, como lo ha sido siempre, la izquierda, ahora arropada por una vasta legión popular.
No importa, y a estas alturas casi nadie se acordará bien de lo dicho, si el Presidente dio a conocer una encuesta panista de la que nadie hizo caso o si desveló una primicia, una nota, fruto de los trabajos y los días de su oficina presidencial. Menos relevante aún es si en efecto Josefina va para arriba y el enemigo malo se quedó a ras del suelo. Poco va a valer si algún avezado abogado priísta demuestra la violación presidencial de la ley electoral. Todo eso y más, pierde peso ante el hecho puro y duro de que el Presidente decidió en público de la gente, de su gente habría que agregar, plantear una batalla de todo o nada en la arena precisamente inventada por la humanidad para salir al paso a su propia y autodestructiva proclividad por los absolutos, de la cual sólo resultan desastres, violencia y muerte.
Como presidente de la República, Felipe Calderón se comportó el jueves pasado irresponsablemente, aunque sus partidarios y colaboradores se dediquen ahora a enaltecer su astucia electoralista. No está a discusión su derecho a actuar como ciudadano en política ni siquiera su prudencia como gobernante, sino su responsabilidad política como demócrata y, a la vez, como portador del mayor poder legal que la Constitución otorga a ciudadano alguno.
Que un mandatario acuda a un cenáculo empresarial oligárquico, ocurre todos los días y en todos lados. Tal es el espectáculo global de una democracia colonizada por los poderes de hecho que reclaman urbi et orbi su derecho a regir. Pero acudir a una cita bancaria a darle tips al vecindario y a venderle a los inversionistas mayores abalorios para un porvenir imaginario es demasiado, incluso para una democracia tan maltratada y silvestre como la nuestra.
Asumirse como la encarnación del comité ejecutivo de la burguesía para quedar bien con los cuates, es un regalo envenenado para un fin de fiesta que, de seguir como va, Calderón quiere incendiado.
Lo que el Presidente puso en el centro del debate político no es, en lo fundamental, su capacidad como gobernante, sino algo más grave y profundo. Tiene que ver con la legitimidad del Estado que, en una democracia, depende de su eficacia para demostrar en los hechos y conforme al derecho que su gobierno responde a todos y piensa en y para todos. La autoridad política deriva de que este compromiso primordial se valide y renueve todos los días. Y es esto lo que Calderón ha echado por la borda.
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