La disputa por el presente tiene, porque las tendrá después a manos llenas, profundas y ramificadas consecuencias. Un preñado dilema se sitúa en el centro gravitacional de tal discusión. Se quiera, o no, habrá que enfrentarlo: unos participando activamente, otros con lateral atención y los demás cruzando de lejos con indiferencia. En cualquiera de estas actitudes habrá sacrificios y penalidades al por mayor. No hay escapatoria a la dicotomía actual: arrellanarse con la inercia poselectoral que busca la normalidad a pesar de las evidencias delictivas o se resiste en busca de una penosa salida fundada en la ley.
De la solución que los ciudadanos y las autoridades puedan dar a los complejos y difíciles asuntos planteados por el conflictivo presente dependerá, en buena parte, lograr lo que se desea para mañana. No hay escapatoria. O se va al fondo sin arredrarse por las dificultades de lo inusual o se prefiere la aparente seguridad de aceptar algo, que nacerá descocido, en pos de una estabilidad que se palpa precaria. La solidificación democrática del país es la tarea pendiente, sujeta al desenlace en curso. Y, ante ella, es preciso que se ponga manos a la obra sin escatimar esfuerzos. No se trata de defender trincheras ideológicas o intereses por más voluminosos que sean. Tales posturas ideológicas, por respetables que sean, como los fortísimos intereses y hasta privilegios en juego, se acomodarán en sus respectivos sitiales si se llega, con valentía y realismo, hasta las postreras etapas del proceso.
La atención colectiva está puesta en la conducta de los consejeros y magistrados del IFE y del TEPJF. Ellos cargan sobre sus calidades humanas y profesionalismo el peso mayor para encauzar la disputa y darle salida. La ya mermada confianza en la institucionalidad tendrá, entonces, prueba crucial. No habrá una oportunidad adicional si se falla en dictar justa sentencia. Llegó el tiempo de las definiciones. Los cuestionamientos y rebeldías que ocasionaron las elecciones de 2006 dejaron tambaleante la traída y llevada institucionalidad. Las reformas subsiguientes (2007) fueron insuficientes, incompletas. Ahora se está, con toda la presión a cuestas, frente a una hora que puede conducir a la frustración o para salir avantes como sociedad y gobierno. Sacarse de la manga otra serie de argucias dispensadoras de las trampas habidas o imponer medrosas condenas sin penalidades relativas será dramático comportamiento. Sería también condenable dejar asuntos pendientes, sin terminales, rigurosas y exhaustivas investigaciones, que desentrañen y precisen la veracidad jurídica de las denuncias habidas. No será aceptable retornar a la nefasta parafernalia leguleya, como las recordadas en el tristemente famoso dictamen de la elección pasada. Hoy se tiene la imprescindible necesidad de un dictamen que vaya, sin titubeos, claridad y con justicia, al mero fondo. Habrá que descartar los usuales recovecos legalistas o la dilución de pruebas que, en última instancia, deben ser establecidas por los mismos tribunales. Los partidos y la sociedad aportan evidencias, circunstancias, acaso algunas pruebas, pero el peso del proceso dictaminador (con su interpretación constitucional) se radica en el gobierno, el consejo (IFE) y el tribunal (TEPJF)
Gran parte de la sociedad, seguramente la mayoritaria, ha adoptado ya la postura de pasar a las siguientes etapas y encaminarse, lo más pronto posible, a lo que se cataloga como normalidad. Ya hay, según la numerología del conteo de los votos, un ganador. A los otros tres aspirantes se les ha declarado perdedores de la contienda. Las solicitudes para que acepten tal estatus son abrumadoras, masivas. La opinocracia también ha dado su veredicto: la esencia de la democracia, se asegura, estriba en reconocer la derrota. Las altas esferas decisorias, donde moran los poderosos, están impacientes, enojados y pueden de un momento a otro montar en cólera. Las opiniones de enterados y de amplios conjuntos de gente común dan por cierto y aceptable el hecho al parecer consumado: Peña será presidente. Las negociaciones cupulares, se sospecha, tendrán peso definitorio. Todo apunta, aseguran, hacia la declaratoria de validez de la elección. Quedarán minucias sin aclarar en el camino, se concluye con cierta resignación cínica. No hay elección perfecta, resonará en los micrófonos como un eco incierto pero audible. Sí, hubo trampas, coacción de votantes, compra de votos, lavado de dinero, maquinación organizada, rebase de gastos de campaña y otra serie de irregularidades discutibles. Pero eso ya pasó, se dirá sin rastro de pena. Así es la naturaleza de la lucha por el poder, concluirán otros, antes de sentarse y repartir el botín.
Frente a este agrupamiento social hay otro, posiblemente minoritario, pero también nutrido, que no quiere dejar los asuntos sin conclusión apegada a derecho. Espera que las instituciones (y sus representantes) actúen con patriotismo y siguiendo, no sólo la pauta y letra legal, sino su espíritu justiciero para dictaminar el proceso. Si así lo hacen y lo demuestran con precisión no se tendrá otra opción que aceptar el veredicto. Nadie quiere vivir con la sospecha de que estas elecciones, como muchas otras pasadas, fueron asaltadas por ambiciosos irresponsables. No se quiere volver, a la cotidianidad, con la conciencia maltratada por los que tienen los instrumentos para torcer la voluntad ciudadana. La rebeldía es un derecho inalienable. Y la tozudez tiene efectos curativos que engendra ciudadanía. No se puede menospreciar a este aguerrido segmento social. Integrarlo es requisito para la normalidad efectiva, sana, constructiva. De no ser así se estará comprometiendo el futuro, sobre todo el de la juventud, que ya ve horizontes nublados y oportunidades negadas como destino.
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