Los sucesivos fraudes electorales sufridos durante las tres últimas décadas han profundizado el tajo abierto en el cuerpo de la nación. Dicho quiebre ha ocasionado innumerables reacciones que se han ramificado por incontables vertientes. La percepción del estado de derecho vigente se ha disociado por completo de la justicia e imparcialidad en la conducta institucional. Lo que en un principio (1988) provocó irritación y desencanto, desembocó, al repetirse más tarde (2006) en mayor capacidad ciudadana para actuar y pensar el futuro. La formación de nuevos agrupamientos partidarios fueron algunos productos de esos choques continuos. Un pleito, ya secular, entre las intenciones de hacer valer la voluntad ciudadana frente a las murallas erigidas por los intereses y privilegios de los poderes fácticos. El traumático golpe en curso a la esperanza mayoritaria por un renovado proyecto transformador de izquierda (2012) ha desencadenado un intenso proceso de concientización popular. La inminencia de la declaratoria de validez de la elección, a pesar de los serios recursos de impugnación interpuestos, va trasmutando la herida, abierta por el fraudulento tajo, en nítida percepción de que la ley, y las instituciones para aplicarla, están trampeadas y responden en exclusiva a los núcleos del poder establecido.
No hay manera de escamotear las consecuencias de las despiadadas y repetidas heridas impuestas al sufragio libre y secreto. A los arranques de dolor, rabia e impotencia que han seguido a los conocidos fraudes electorales, siguen, qué duda cabe, superiores rutas para la resistencia y mejoría futuras. La búsqueda de opciones para perfeccionar la vida en común ha sido, a pesar de todo, una constante durante los últimos tres decadentes decenios. El fenómeno de crecimiento, al voltear al pasado, también constata el avance en complejidad del organismo social, cultural y político opositor. Sobreponiéndose a las constantes agresiones autoritarias continúa la búsqueda de mejores llaves para la apertura y el reciclaje de ánimos por lograr un desarrollo compartido con equidad.
No ha sido fácil ni terso el progreso democratizante en este país atribulado por la precariedad, la violencia y las cortapisas a libertades y derechos. Se cae, con frecuencia inusitada, en retrocesos sumamente cruentos para los horizontes de individuos, familias y de grupos poblacionales enteros. Las élites y poderes fácticos han mostrado sus feroces arrestos y cínico desprecio por las leyes, las instituciones y la humanidad de las masas. Sus intereses, ambiciones y privilegios han prevalecido por sobre los deseos de esa vida digna que empollan los mexicanos. La crisis económica que se enseñorea por el mundo, especialmente en el desarrollado, ha contribuido a percibir un sistema depredador y en favor de unos cuantos suertudos. Leyes e instituciones han sido diseñadas para favorecer la rampante acumulación y su inevitable correlato: la desigualdad imperante. Al emparejarse tan clara y ahora notoria circunstancia económica con su similar electoral, da como resultado el quiebre que hoy en día se abre sin que nada pueda evitarlo. ¿A dónde llevará este fenómeno disonante entre las aspiraciones colectivas a elegir a sus representantes y los dictados de los poderosos que pugnan por prevalecer? Es, por el momento al menos, un asunto que no puede estimarse con exactitud. Pero en el seno de la sociedad, sobre todo en su parte agraviada, se incuba un sentimiento de hostilidad innegable que tendrá desembocaduras múltiples.
En el México actual no parece haber forma de que la izquierda, armada con un modelo alterno al vigente, pueda hacerse del poder federal. Menos aún si tal modelo involucra aspectos contrarios a los privilegios que desbalancean el reparto de los bienes producidos. Todavía menos aún si el modelo transformador es encabezado por alguien que no está dispuesto a rendir la plaza ante los mandones de siempre. En el momento en que las posibilidades de AMLO se apreciaron suficientes para triunfar, un pacto tuvo lugar en las alturas que se sentían amenazadas. Idéntico arreglo mafioso al que se hizo con miras a 2006 decisorio. Todo estaría permitido para evitar el triunfo de tan ominosa alternativa para los poderes cupulares. Y, en efecto, mucho se hizo, de inmediato, pegándole tremendas tarascadas al proceso democratizador. A partir de entonces, la lucha se ha entablado entre dos posturas. Una que sostiene la validez innegable, limpia y transparente del triunfo priísta. En la otra orilla se sostiene que la elección ha sido comprada y engendrará un gobierno ilegítimo. En medio están los endebles tribunales diseñados para mediar y para establecer, no sólo la verdad legal, sino la narrativa correspondiente de legitimidad en todos y cada uno de sus aspectos. Al parecer, los mexicanos tendrán que arrellanarse con un alegato, embadurnado con betún jurídico, que certificará la validez de los comicios.
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