Al presentar a la Cámara de Diputados los criterios de política económica para 2010, el gobierno de Felipe Calderón, a instancias de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP), anticipó que propondrá la aplicación de nuevos impuestos para el año entrante, con el objeto de compensar el previsible descenso en los ingresos por la caída del precio del petróleo –que ayer se ubicó en 46.64 dólares el barril, tras sufrir una reducción de casi dos dólares con respecto a su anterior cotización– y la disminución en la plataforma de exportación de crudo, y evitar de esa manera una reducción en el gasto público.
El anuncio ocurre con el insoslayable telón de fondo de una crisis económica que todavía no acaba de manifestarse en toda su magnitud y que, sin embargo, ha superado ya las proyecciones de las autoridades económicas en el país. Muestra de ello es que el propio gobierno federal ha tenido que aceptar que en este año la economía nacional sufrirá una contracción de 2.8 por ciento –cuando en enero pasado la propia SHCP anticipaba un crecimiento de cero por ciento– y que al día de hoy ni el más optimista de los funcionarios del calderonismo puede negar que el país asistirá, en los meses próximos, a un deterioro aún mayor de la economía y a una profundización del desempleo y las carencias básicas del común de la población.
Es innegable que la economía mexicana necesita, desde hace muchos años, de bases sólidas de estabilidad y crecimiento que le permitan reducir la dependencia que acusa con respecto a la economía estadunidense, dependencia que hoy constituye un factor de vulnerabilidad adicional, pues ata al país, de forma inexorable, a los procesos económicos que ocurren al norte del río Bravo. También es verdad que el Estado tiene, desde hace décadas, la tarea pendiente de diversificar sus fuentes de financiamiento, a efecto de que éste no recaiga en el petróleo, como hoy ocurre, y que una forma de lograrlo es ampliar la recaudación tributaria y obtener esos recursos mediante el cobro de impuestos, como ocurre en los países avanzados.
Esto último, sin embargo, no puede ni debe pasar por la aplicación de castigos adicionales para la población, como lo sería la implantación de nuevos tributos en un momento en que la economía popular se encuentra severamente lesionada. Por añadidura, el propósito oficial de establecer nuevos impuestos resulta moralmente impresentable cuando el propio gobierno se empeña en aplicar una suerte de subsidio tributario los dueños de los grandes capitales, y cuando la administración ha mostrado falta de capacidad en el manejo de las finanzas públicas, como lo muestran los niveles de endeudamiento público alcanzados durante el calderonismo, que le cuestan al país, tan sólo por concepto de pago de intereses, montos superiores a las inversiones realizadas por Pemex en un año.
Por otra parte, la lógica de evitar a toda costa la configuración de un escenario deficitario en las finanzas públicas tendría sustento en circunstancias de bonanza y normalidad económica que no son, ciertamente, las de la actualidad. La caída en las cotizaciones internacionales de crudo, así como la contracción de remesas e inversiones en el país, derivarán inevitablemente en un balance deficitario entre lo que ingresa y lo que sale de las arcas públicas, pero ello no tiene por qué servir como pretexto para que el gobierno federal reduzca el gasto público: antes bien, la presente administración debe ejercerlo de manera responsable, y en esa medida reducir el dispendio y las prerrogativas onerosas de que gozan sus funcionarios; debe orientarlo a la atención de las necesidades de los sectores más castigados por la crisis y ello implica, ante todo, actuar con sensibilidad y alejarse de las medidas que la ideología neoliberal ha preconizado durante décadas y que hoy se encuentran en franca bancarrota.
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