La manera en que se imagine el camino hacia la paz depende de la percepción que se tenga de la guerra en curso.
A grandes rasgos, hay tres posibles: la primera es la del régimen, expresada regularmente por Alejandro Poiré, según la cual el conflicto es entre México y un grupo de malas personas. El país va ganando y para desembocar en la paz debe hacerse más de lo que el calderonato ha venido haciendo desde diciembre de 2006. El papel de la sociedad, en esa perspectiva, consiste en cerrar el pico, por lo que se refiere a críticas a la estrategia y a sus resultados, y abrirlo sólo cuando haya oportunidad de delatar a un presunto enemigo en un call center de denuncias anónimas. En esa lógica, la pérdida de vidas es inevitable (y hasta deseable, porque la idea, contenida en el intertexto, es eliminar a los malos) pero a la larga –no se dice en qué tiempo– México habrá prevalecido ante sus enemigos. Hay razones para dudar que a estas alturas alguien dé crédito a esa versión, como no sea por razones laborales, como podría ser el caso del propio Poiré.
Una segunda noción, la más extendida, es que la multiplicación y el encarnizamiento de la violencia, la pérdida del control territorial por el Estado en amplias regiones y la creciente descomposición institucional que la acompaña son resultado de un monumental error de cálculo de la administración en curso: ya fuera por necesidad de ganar simpatía y legitimidad entre la población o por mera idiotez, el calderonato lanzó a las fuerzas del orden contra la delincuencia sin tomar en cuenta que estaban infiltradas por los mismos delincuentes, sin concebir previamente un esquema de coordinación entre ellas y sin haber realizado un mínimo trabajo de inteligencia, tanto en el sentido literal como en el eufemístico, es decir, de espionaje. Por añadidura, el grupo gobernante no consideró las raíces sociales de la criminalidad, y pretendió extirparla como si fuera una verruga, sin tener en mente las causas de fondo que la originan.
Una variante de esa versión es la que atribuye la catástrofe actual a una anomalía ideológica y moral en el grupo gobernante: el que hace de presidente y los suyos se dejaron llevar por el autoritarismo y el belicismo –Calderón y García Luna sólo tienen imaginación para la violencia, dijo Javier Sicilia, en una descripción muy aguda– y perdieron de vista, de esa manera, la complejidad social, económica, política de los fenómenos delictivos.
La consecuencia lógica de este razonamiento es que es posible y pertinente realizar un trabajo de educación del grupo gobernante para hacerle ver las fallas de su estrategia, exigirle que cambie de rumbo y difundir entre la población las incoherencias internas del discurso oficial sobre la guerra, a fin de que la sociedad se cohesione en torno a un llamado enérgico por la paz.
Una tercera percepción, sin duda la más pesimista –y alarmista, dirán algunos, o hasta delirante– es que las decenas de miles de muertes, el descontrol, la descomposición, el desgarramiento del tejido social y la pérdida absimal de valores que genera la violencia no constituyen el resultado malo e inesperado de una visión equivocada para enfrentar a la delincuencia, sino, hasta ahora, el éxito rotundo en la aplicación de una estrategia de desestabilización y desintegración que no se fraguó precisa ni exclusivamente en México, sino en Estados Unidos.
La idea puede resultar chocante, pero permite explicar conductas de Washington hacia nuestro país que de otro modo no se entienden: ¿Por qué permiten las autoridades gringas el paso de la droga por sus propias fronteras? ¿Por qué son tan ineficaces sus medidas para evitar el lavado de dinero en sus instituciones financieras? ¿Por qué miran para otro lado ante la actividad del narcotráfico en el propio territorio estadunidense? ¿Por qué suministran armas a dos bandos que supuestamente están en pugna, como el gobierno federal y el cártel de Sinaloa? ¿Por qué fracasan con tanta frecuencia autoridades mexicanas asesoradas o, más bien, dirigidas por la DEA, la CIA y la FBI?
Desde esta perspectiva, en México se ha configurado un narcoestado y una intervención, y, como vía para la paz, el diálogo y la negociación con los componentes políticos y empresariales del régimen carece de sentido, porque son socios, cómplices e instrumentos de una guerra en gran medida ajena. Lo procedente, en cambio, es sacar al país de la espiral descendente de violencia en la que orbita mediante la movilización social y hacer frente a la impunidad por las vías jurídicas disponibles.
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