La celebración del bicentenario de la Independencia tuvo las mismas señas de identidad que han caracterizado la administración de Felipe Calderón. Despliegue de fanfarrias militares y tropas; clima nacional de miedo; utilización de los medios de comunicación electrónicos para suplantar la relación directa con la población; banalización de la cultura; politiquería en el manejo de los recursos del Estado, y grandes negocios para los amiguetes.
Desde que tomó posesión del Ejecutivo, Felipe Calderón ha recurrido a las fuerzas armadas para gobernar. Las fiestas del bicentenario no fueron la excepción. No se trató, tan sólo, del tradicional desfile del 16 de septiembre. El mandatario nombró como fiduciario del Fideicomiso Bicentenario, encargado de administrar los recursos de la fiesta, al Banco Nacional del Ejército, Fuerza Aérea y Armada (Banjército). La institución manejó la nada despreciable cantidad de 3 mil millones de pesos. En la controvertida Expo Bicentenario instalada en Guanajuato se dispuso un pabellón especial dedicado al Ejército.
Las fiestas patrias se efectuaron en medio de un estado de miedo, inducido desde el gobierno. Como si se viviera en estado de sitio, más de 25 mil efectivos fueron desplegados en la ciudad de México. Muchos no portaban uniforme. En las inmediaciones del Zócalo se establecieron cinco filtros de acceso controlados por el Estado Mayor Presidencial, se colocaron arcos de metal y bandas con rayos X, y los ciudadanos de a pie fueron sometidos a revisiones. Desde el Ejecutivo se promovió que, en lugar de salir a las calles, el show de la Independencia se viera por televisión. Alonso Lujambio, secretario de Educación, insistió en que hacerlo así era una opción atractiva.
Pero como en México, país de iguales, unos son más iguales que otros, se asignó a los amigos del mandatario que asistieron al Grito una zona preferencial abajo del balcón presidencial y se les eximió de las acuciosas revisiones que tuvieron que padecer el común de los mortales. Como si el Zócalo no fuera un espacio público abierto a todos, panistas y empleados públicos de pedigrí que portaban una conveniente pulsera verde disfrutaron del espectáculo en la zona VIP sin tener que mezclarse con el peladaje.
Los festejos emularon un 4 de julio, Día de la Independencia de Estados Unidos, en Walt Disney, sólo que en lugar de que desfilaran Mickey Mouse y Tribilín, 27 ruidosos carros alegóricos en los que se representaron inconexamente episodios de la historia patria recorrieron Paseo de la Reforma. En una bella metáfora de la fiesta, toneladas de pólvora fueron quemadas en fuegos de artificio. Celebridades artísticas entretuvieron al respetable que, con frecuencia, no se dejó entretener, y que respondió cantando el Cielito lindo cuando en la pantalla se puso la letra de la canción oficial del bicentenario, El futuro es milenario, para que la entonara.
Reafirmando que el medio es el mensaje, la televisión fue la reina de la noche. Durante algunas horas el espectáculo fue transmitido en cadena nacional, aunque la cobertura fue mucho más amplia que eso. Como si se tratara de un teletón, los conductores desempolvaron el diccionario de adjetivos para describir el show. No dieron descanso a su audiencia. Desmintiendo la máxima que señala que una imagen vale más que mil palabras, no pararon de hablar un solo momento. Y si ya de por sí la fiesta no tenía un mensaje claro que trasmitir, salvo que se festejaba la celebración, la transmisión televisiva profundizó la balcanización del sentido profundo de la fecha.
Pero, para las televisoras, las emisiones de 15 y 16 de septiembre no fueron más que la cereza de un pastel mucho más grande. Finalmente, la producción de la subjetividad histórica generada por los productores a cargo del bicentenario coincidió a pie juntillas con la que tiene el dupolio privado: el pasado como una coreografía, los grandes episodios nacionales como un espectáculo de luz y sonido, el descubrimiento de la verdadera vida de los héroes como un programa de Paty Chapoy. No en balde la recreación de la Independencia que se transmite en horario estelar en el Canal de las Estrellas ha logrado amplio consenso crítico en la mayoría de los historiadores profesionales, que coinciden en que la visión del pasado que se divulga es un atentado contra la historia.
El conjunto de las actividades del bicentenario estuvo atravesado por la pretensión presidencial de usarlas para mejorar su imagen. A pesar de que las celebraciones debieron estar regidas por un espíritu de Estado, terminaron secuestradas por los afanes politiqueros del mandatario. Los discursos de unidad nacional que apelaron a nuestro pasado no fueron más que la envoltura para desplegar, no tan subrepticiamente, la agenda presidencial y la de su partido. En una réplica del Tomorrowland (La tierra del mañana) de Disneylandia, en la ceremonia del Grito en Dolores, Hidalgo, en la mañana del 16 de septiembre, Felipe Calderón se hizo acompañar de Alonso Lujambio y Ernesto Cordero, sus más visibles delfines en la sucesión presidencial.
Dignos hijos ideológicos de Walt Disney, los organizadores de los festejos del bicentenario hicieron de la efeméride una copia de la visión histórica y mercadotécnica de su tutor. Desgraciadamente ni siquiera hicieron una buena copia.
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