No me queda ninguna duda respecto de los logros del movimiento social por la paz encabezado por Sicilia, uno de cuyos objetivos es terminar con la guerra violenta e irresponsable ordenada por Felipe Calderón y orquestada por su gobierno, haciendo caso omiso de los mandatos constitucionales. La reunión celebrada en días pasados en Chapultepec resulta histórica por al menos dos razones. La más importante es haber logrado poner a la sociedad civil a la altura que le corresponde, frente al Presidente de la República y sus colaboradores cercanos, en un diálogo directo en donde hombres y mujeres agraviados en forma directa por la pérdida de familiares, así como por el desdén, el maltrato generalizado y la falta de respuesta a sus demandas por parte de las autoridades, tuvieron la oportunidad de hacer públicas sus quejas ante la nación entera. La segunda reside en no dejar que las cosas terminaran allí, con simples promesas vagas, que se lleva el viento, como tantas otras de las cuales hemos sido testigos.
Por su valor simbólico, la acción de Sicilia de colocar un escapulario en el pecho del Presidente, como un señalamiento de la deuda y responsabilidad ineludible ante la nación, me pareció un acto magistral de su parte.
No existen precedentes de diálogo similar alguno, en toda la historia de nuestra nación. Ello tendrá consecuencias imprevisibles y desde luego positivas, mostrando el camino a seguir, para no dejarle al gobierno otra alternativa que el diálogo con el pueblo, como un diálogo entre iguales. Es claro que al Presidente no le quedaba otra alternativa, pues la simpatía popular hacia su persona era cada día más baja, con riesgos serios de no poder concluir su mandato o de llegar al final en condiciones verdaderamente lamentables. Su manejo de la reunión ha sido con mucho su mejor acierto desde que asumió la Presidencia.
Eso, desde luego, no lo exime de la responsabilidad y los cargos que habrán de pesar sobre él, seguramente más graves que los incurridos por ningún otro presidente de la República, Díaz Ordaz incluido. Su posición refractaria de mantener sus políticas, haciendo a un lado todos los argumentos que se le plantearon, ignora que los hoy 40 mil muertos, que serán desgraciadamente muchos miles más al final de su administración, y todavía más, en los meses y quizás años siguientes, terminarán siendo su responsabilidad ética y legal.
Su argumento de que no podía esperar a arreglar los aspectos de corrupción que privan en todos los ámbitos del gobierno y de manera más precisa en su gobierno, para iniciar la lucha frontal con los delincuentes, presenta dos errores centrales. El primero radica en que al incrementar radicalmente los recursos humanos, materiales y financieros dedicados a la guerra contra el narcotráfico (el Presidente se ufana de haber incrementado más de seis veces esos recursos), el resultado neto fue llevar a una cantidad importante de jóvenes a un escenario para el cual, simplemente, no estaban preparados ni técnica ni emocionalmente, mucho menos éticamente, y que al pasar a formar parte de ese escenario se percataron de que los componentes de ambos bandos eran igualmente violentos y difíciles de distinguir en cuanto a sus métodos, valores y objetivos, optando por sumarse al caos en cualquiera de los dos grupos y en buena parte de los casos, en ambos al mismo tiempo. ¿Cómo explicar de otra manera el comportamiento de cientos de policías municipales, estatales y federales involucrados en hechos delictivos? ¿Cómo ignorar la participación y complicidad de los agentes de migración, en la desaparición y muerte de cientos de centroamericanos asesinados con niveles de brutalidad que recuerdan los campos de exterminio nazi? ¿Cómo hacer a un lado la capacidad de organización militar de algunos de los grupos más violentos del crimen organizado, en Michoacán, en Tamaulipas, en Durango, en Chihuahua y en Nuevo León? Esto es lo que el Presidente pretende minimizar o hacer a un lado, buscando culpables en donde no están.
El segundo error en la argumentación del Presidente tiene que ver con la impunidad, la cual ciertamente ha existido de tiempo atrás, en los gobiernos que lo antecedieron, pero cuyos efectos se magnifican cuando se pretende pasar a un estado de guerra, como el definido por él, pues entonces la impunidad convierte al país en un escenario caótico, porque la justicia pierde su razón de ser, haciendo éticamente indistinguibles a los gángsters que cobran cuotas a la población como tributo de guerra y al Estado con sus mecanismos de impunidad al servicio de los poderosos.
Cuando un presidente permite, como en este caso, que su secretario de Gobernación maneje cadenas de negocios concesionados por el gobierno, a partir de instrucciones giradas por ese mismo funcionario, o cuando un presidente impide que la familia de su antecesor goce de impunidad total, no obstante la multiplicidad de los delitos cometidos al amparo del poder y denunciados ante la justicia y la opinión pública, y esa impunidad es exhibida como pago por los servicios personales y el apoyo para lograr imponer su ascenso al poder, lo último que él puede hacer es convocar a una guerra y poner en manos de sus colaboradores recursos de carácter violento suponiendo que éstos los van utilizar de manera correcta. Mientras los países se construyen desde abajo por sus ciudadanos y organizaciones sociales, la corrupción se genera desde arriba, por los ejemplos de sus gobernantes, eso es lo que el Presidente se ha negado a aceptar.
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