El ex miembro de la Juventud Hitlerista, ex jefe de la Inquisición, perseguidor de los católicos progresistas y hoy monarca supremo y jefe de un Estado teocrático y de la burocracia más antigua y reaccionaria del mundo, que difunde una mezcla informe de ideas tribales primitivas y de ritos medievales, visitó México y Cuba con objetivos claros y, por supuesto, muy reaccionarios.
En nuestro país buscó conseguir que las cámaras otorguen a la Iglesia católica permiso para poseer radios y emisoras televisivas y, sobre todo, que sea financiada por el Estado (es decir, por todos: creyentes en cualquier religión o no) en la imposición forzada de la enseñanza del catolicismo en las escuelas públicas (no de la enseñanza religiosa, pues ésta exigiría dar a conocer en pie de igualdad todas las religiones y divulgar también en forma científica la historia del sentimiento religioso). En una palabra, el señor Ratzinger vino a borrar todo lo que queda de la Reforma y del juarismo. El presidente de un país que oficialmente es laico, comulgó, y quien se presenta como heredero del pensamiento de Benito Juárez fue a misa, sin que ninguno de ambos gestos provocase muchas críticas, lo cual demuestra el desarme político y moral de la sociedad mexicana.
A Cuba fue, en cambio, con propósitos directamente desestabilizadores. Pese a ello, los comunistas pragmáticos y cínicos que lo recibieron sin sonrojarse al llamarlo Su Santidad o heredero de Pedro, empapelaron la isla con caros carteles de bienvenida –cuando no hay papel para libros ni para diarios– y dedicaron fondos preciosos, que podrían servir para paliar la crisis de vivienda, a engalanar los lugares que visitó el monarca absoluto del Vaticano.
Por si eso fuera poco, mandaron a los miembros del partido a la misa de masas (no católicas, en su mayoría) que le organizaron a una religión que reúne sólo a cinco por ciento de los cubanos, que lleva a sus templos sólo a uno por ciento y que es absolutamente minoritaria ante los protestantes, evangelistas, adeptos de la santería afrocubana, agnósticos y ateos. Incluso el excomulgado Fidel Castro recibió al ex inquisidor.
¿Qué logró la Iglesia católica? El privilegio –desplazando a las otras religiones presentes en la isla– de ser interlocutor principal de la oposición con el gobierno marxista que, sin problema alguno, refuerza ese poder monopólico y fomenta la utilización de la religiosidad pretendiendo confundir los sentimientos populares ante viejos símbolos, como la Virgen de la Caridad del Cobre, con una institución particularmente desprestigiada, como la Iglesia católica cubana. El gobierno habla de socialismo pero aplica la cínica idea de Enrique de Navarra, según la cual París bien vale una misa (es decir, que para tener el poder todo vale, hasta las abjuraciones). Esa iglesia, por tanto, a diferencia de las demás, que son más importantes en Cuba, tendrá una red de medios de comunicación y la tolerancia oficial para lograr papel y servicios electrónicos.
¿Por qué esos privilegios? Para desarmar a los cavernícolas de Miami y de la ultraderecha republicana y demócrata en Estados Unidos, que siguen siendo partidarios de derribar al gobierno cubano por la fuerza y mediante el bloqueo. Para buscar alianzas con los sectores en Estados Unidos que ven el bloqueo como algo nocivo para sus intereses, y con los católicos de ese país, deseosos de hacer olvidar los escándalos y la pederastia asumiendo una posición más progresista. Pero también para dar una base política a un bloque reaccionario entre el sector pragmático de la burocracia cubana abierto al mercado y los sectores conservadores nacionales y mundiales en los que el Vaticano influye.
En efecto, en Cuba el abanico político abarca una aisladísima oposición pro imperialista, controlada e infiltrada, una pequeña minoría de intelectuales y miembros del partido deseosos de renovar el sistema político en sentido socialista mediante formas de participación popular, como la autogestión y el control obrero. Además, el grueso del partido, que ha sido formado en el cinismo político y el pragmatismo del modelo soviético estalinista y que forma el sector más conservador y atrasado de la burocracia y generalmente está entrelazado con el aparato estatal, al igual que el aparato sindical, que en vez de defender a los trabajadores es el instrumento para aplicarles los planes del gobierno.
Por último, está el sector dominante de la burocracia: el militar, que pesa mayoritariamente en el aparato del Estado y en los controles de la economía, tiende a prescindir del marxismo estalinista y del partido mismo, y otorga mayor peso al pragmatismo ciego, a una ideología vagamente nacionalista más o menos martiana y al aparato estatal. Por lo visto, los Deng Hsiaoping cubanos creen, como el chino, que no es importante que un gato sea rojo sino que el mismo cace ratones, y están dispuestos a seguir el camino capitalista pequinés, porque no tienen bases teóricas propias ni ideas para el medio plazo.
Los militares que encabeza Raúl Castro creen poder combinar jirones del marxismo estalinista con el nacionalismo. Ellos defienden, sobre todo, la independencia del país. Pero el sector más conservador y pro mercado se prepara, en cambio, para seguir el camino de los burócratas gorbachovianos y yeltsinianos, los cuales pasaron de gerentes de grandes empresas estatales a propietarios mafiosos de las mismas cuando cayó el régimen. O sea, tienden un puente político e ideológico hacia un sector de la gran burguesía mundial, la cual podría ser una palanca para un cambio social abiertamente capitalista en Cuba si se levantasen el bloqueo y la prohibición de viajar a la isla. Esos contrarrevolucionarios in pectore, no demasiado ocultos, necesitan para eso al Vaticano. Hay que esperar que el pueblo cubano, que hasta ahora es sólo el convidado de piedra, le dé vuelta la tortilla.
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