En Europa se pone a prueba, con intrigante insistencia, una de las definiciones clásicas de locura: hacer la misma cosa una y otra vez y esperar que haya resultados diferentes. La imposición de la señora Merkel de una receta emanada de uno de los grandes mitos teutones contemporáneos, el del equilibrio fiscal, no puede sino resultar en más de lo mismo pero peor: la austeridad, entendida como contracción de la actividad económica, profundizada por el recorte fiscal, sólo puede arrojar más desempleo, menos consumo, menos recaudación e, inevitablemente, reproducción del déficit fiscal… para volver a empezar.
De eso sabemos bastante y, como dijeran en su momento Nathan Warman y Vladimiro Brailovsky, no puede sino aterrizar en una política económica del desperdicio. Trasladar el dogma del FMI a la Europa actual, acostumbrada al confort y a la seguridad, la democracia y la apertura pausada a los nuevos mundos de la tecnología y la producción puede llevar al viejo continente, y al resto del mundo, a un enorme desgaste social y político, sin que lleguen en su auxilio en el momento necesario las maravillas que promete la tercera revolución industrial recientemente anunciada por The Economist.
El mundo da vueltas y la política no cesa, como hemos atestiguado en la Francia de los extremos, pero sus componentes nacionales y regionales no giran a la misma velocidad dando cuenta de la tozuda vigencia de una de las pocas leyes de la historia humana: la del desarrollo desigual y combinado que, para Trotsky, era la clave de la revolución mundial y permanente.
Aprovechar las ventajas del atraso, para confrontar la intención de los países exitosos de evitar que los que les siguen suban a la cumbre, como lo muestra Ha Joon Chang en Pateando la escalera (Juan Pablos, México, 2010), se ha logrado con creces en Asia, en particular en el Reino del medio. Para México, sin embargo, este empeño se volvió en las últimas décadas una calamidad, una pesadilla del (sub)desarrollo, debido al imperio del más gastado e improductivo de los cánones económicos que pone por delante una estabilidad macroeconómica con pies de barro, sólo mantenida a costa de injustificables sacrificios en la inversión pública, la infraestructura física y humana, y en el desempeño mínimamente aceptable del Estado, que se nos presenta desnudo y famélico, sin poder cumplir con sus deberes históricos elementales.
La inseguridad pública imperante va de la mano con la insuficiencia estructural de la seguridad social, cercada férreamente por la informalidad laboral y la pobreza de masas, imposibles de exorcizar por el ridículo discurso de los descubridores de las clases medias mexicanas. Por años, los mexicanos vivimos la seguridad personal o comunitaria como algo azaroso, cuyo cumplimiento dependía en gran medida de la astucia o la destreza con que cada quien se las arreglara para no topar con la policía o los judiciales y, por encima de todo, para no llegar a la barandilla del Ministerio Público. Así pasó la vida, hasta hacernos creer que el país conseguiría un equilibrio virtuoso aunque informal, de usos y costumbres en los cuales sostener la modernización económica y unas relaciones sociales y políticas civilizadas.
Todo por servir se acaba y en los años setenta dicho equilibrio empezó a hacer agua. El presidente López Portillo pensó que necesitaba un amigo que le cuidara las espaldas y eligió al Negro Durazo, mientras la Brigada Blanca hacía de las suyas, mataba a diestra y siniestra, traficaba con vidas y bienes, contrabandeaba y liquidaba comunidades campesinas y juveniles, tratando de imponerle a la sociedad y sus capas más despiertas la idea de que el delito podía ser un bien público.
Las operaciones Cóndor, desatadas para quedar bien con Nixon y sucesores empeñados en su absurda guerra contra las drogas, trajeron consigo abusos de judiciales y soldados, pero también el tema crucial de los derechos humanos que floreció gracias a las ONG comprometidas con la cuestión y, desde luego, al compromiso de Jorge Carpizo y sus compañeros con una tarea que no puede ni podrá consumarse sin el concurso activo del Estado.
La infausta saga del cambio estructural para la globalización acelerada de México desembocó en una explosiva bifurcación de sus precarios mercados laborales, y los jóvenes urbanos, educados por encima del promedio educativo nacional, empezaron a vivir a partir de los años ochenta del siglo pasado la experiencia de la informalidad. Ésta, se desenvuelve en un contexto de empobrecimiento masivo en el campo y la ciudad y de desigualdad económica ostentosa, que pronto se volvió clasismo excluyente y dispendioso sin que el desempeño económico nacional, mediocre y medroso, pudiera servirle de justificación, como sí ocurrió, en alguna medida, en la era del primer despegue mexicano que inaugurara el alemanismo en los años iniciales de la segunda posguerra.
El contraste social y la globalización de la imagen configuran panoramas que incitan al riesgo sin considerar las consecuencias. Así, nuestra primera generación global despliega sus experiencias vitales en la siempre peligrosa emigración, la ocupación irregular y no siempre legal o, de plano, el reclutamiento criminal.
Aquel tristemente célebre arreglo de compra y venta de protección con el Estado y de éste con los criminales de entonces, estalló en mil pedazos y la inopia fiscal secular del Estado nos ofrece su cara brutal y depredadora: no hay seguridad para nadie, salvo la que cada quien pueda comprarse. Se impone un mercado salvaje de derechos y coberturas, precisamente cuando la sociedad empieza a cursar sus primeras asignaturas ciudadanas, la democracia se vuelve la lingua franca del intercambio político y el país se internacionaliza mediante el comercio, la emigración y la inversión trasnacional.
El Estado y su soberanía se pasean desnudos y sus fuerzas militares del orden, las únicas leales al régimen republicano que como realidad imperfecta y aspiración genuina de la mayoría vivimos todavía, experimentan un desgaste mayor y una conjetura aterradora: la de acabar por ser un ejército derrotado por quién sabe quien, en una guerra donde lo único que no es fantasmal son las víctimas y sus familias, entre las cuales deben contarse también soldados, oficiales y familiares.
Se acabó la simulación fiscal, y la legitimidad dudosa, crecientemente cuestionada, del Estado es una verdad nada silenciosa, mucho menos en los territorios del poder internacional donde el Presidente ha decidido lanzar sus penúltimas bravatas. Ésta es la situación del (des)orden estatal mexicano y no habrá elección tranquila y legal que pueda ocultarlo.
Sólo queda a la democracia y a sus actores constitucionales, recurrir a lo que Arnaldo Córdova y Gerardo Unzueta han propuesto como camino obligado para empezar a salir de este círculo infernal: la soberanía popular, cuyo concurso y despliegue reclama algo más que urnas transparentes.
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