viernes, 31 de julio de 2009

Fragmentos de la autobiografía de Gandhi: SEGUNDA PARTE


XI- PREPARATIVOS PARA IR A INGLATERRA

En 1887 aprobé los exámenes para el ingreso a la universidad. Tales exámenes se solían efectuar en dos centros: Ahmedabad o Bombay. La pobreza general de la región inducía, naturalmente, a los estudiantes de Kathiawad a preferir el lugar más cercano y económico. Y la pobreza de mi familia impuso la misma elección. Así, fuí por primera vez de Rajkot a Ahmedabad, y sin compañía alguna.
Mi familia quería que prosiguiera los estudios universitarios. Había una universidad en Bhavnagar, así como otra en Bombay, pero estudiar en la primera resultaba más económico. Decidí ir a Bhavnagar e ingresar en el Colegio Samaldas. Así lo hice, pero me hallé completamente desorientado. No lograba seguir las explicaciones de los profesores, y no por culpa de ellos, pues eran considerados como excelentes maestros. Pero yo no estaba preparado. Y al final del primer curso me volví a casa.
Mavji Dave, un brahmán muy inteligente y culto, era un viejo amigo y consejero de la familia que había seguido visitándonos, incluso después de la muerte de mi padre. Ocurrió que vino a vernos durante mis vacaciones. Charlando con mi madre y mi hermano mayor preguntó sobre mis estudios. Al enterarse de que estaba en el Colegio Samaldas, dijo: “Los tiempos han cambiado. Y ninguno de vosotros puede aspirar a seguir la carrera de vuestro padre sin poseer una educación adecuada. Como este muchacho prosigue sus estudios, todos debéis velar para que mantenga la tradición familiar. Tardaría cuatro o cinco años en obtener un título de menor cuantía. O si, al igual que mi hijo, sigue la carrera de Derecho, le llevará más tiempo todavía. Y cuando se gradue habrá una legión de abogados aspirando al puesto de Diwan. Yo, en vuestro lugar, lo enviaría a Inglaterra. Mi hijo Kevalram dice que allí es muy fácil hacerse abogado. En tres años estará de vuelta. Y los gastos no excederán de cuatro a cinco mil rupias. Fijáos en ese abogado que acaba de regresar de Inglaterra. ¡Qué fácilmente vive! Lo harían Diwan en cuanto lo pidiera. Os recomiendo que enviéis a Mohandas a Inglaterra este mismo año. Kevalram, que tiene muchos amigos allí, le dará unas cartas de presentación y ya veréis cómo a Mohandas le va muy bien”.
Joshiji —que así es como acostumbrábamos a llamar al viejo Mavji Dave— volvióse hacia mí, y preguntó, con plena seguridad:
— ¿No preferirías estudiar en Inglaterra en vez de aquí?
En verdad, ninguna sugestión podía serme más grata. Yo estaba batallando por sacar adelante mis difíciles estudios, de manera que manifesté que me gustaría partir hacia Inglaterra lo antes posible. Pero no era tarea fácil aprobar rápidamente los exámenes. ¿No podría estudiar la carrera de medicina?
Mi hermano me interrumpió:
—A nuestro padre jamás le gustó. Pensaba en tí cuando dijo que nosotros los vaishnavas no debíamos jamás hacer la disección de organismos muertos. Nuestro padre quería que fueses abogado.
Intervino Joshiji:
—Yo no me opongo a la profesión médica como se oponía Gandhiji. Nuestros Shastras no dicen nada en su contra. Pero el título de médico no te permitirá ser Diwan e incluso algo mejor. Y sólo de ese modo puedes tomar a tu cargo la protección de tu numerosa familia. Los tiempos cambian rápidamente y son más duros cada día. Lo más inteligente es que te hagas abogado. —Y volviéndose hacia mi madre, agregó—: Bueno, ahora debo irme. Os ruego que meditéis sobre cuanto os he dicho. Cuando os visite la próxima vez espero que me informéis de que Mohandas se está preparando para ir a Inglaterra. Y, por supuesto, creo que me diréis si os puedo ayudar en algo.
Joshiji partió y yo comencé a levantar castillos en el aire. Mi hermano mayor estaba muy preocupado con la cuestión. ¿De dónde iba a sacar lo necesario para los gastos? Y ¿era prudente enviar al extranjero, sin nadie que lo acompañara, a un joven como yo?
Mi madre sentíase perpleja y apenada. No le gustaba la idea de separarse de mí. Y para quitarme la idea de la cabeza me dijo:
—El tío es ahora el cabeza de familia. Deberíamos consultarle. Si él da su consentimiento, pensaré el asunto.
Mi hermano tenía otros pensamientos, y me los comunicó:
—Tenemos unos derechos evidentes con respecto al Estado de Porbandar. Mr. Lely es el administrador. Tiene un elevado concepto de nuestra familia y estima mucho al tío. Es posible que acceda a recomendarnos para que el Estado preste alguna ayuda para tu educación en Inglaterra.


XII- DESCASTADO

Con el permiso y las bendiciones de mi madre partí, exultante, dejando a mi esposa con un niño de pocos meses. Pero al llegar a Bombay, los amigos le dijeron a mi hermano que el Océano Índico estaba muy tempestuoso durante los meses de junio y julio, y que, siendo este mi primer viaje no debían dejarme embarcar hasta noviembre. Alguien informó que se había hundido un barco en medio de una galerna.
Todo esto intranquilizó a mi hermano, quien no quiso aceptar el riesgo de hacerme embarcar inmediatamente. Me dejó en Bombay con un amigo y volvió a Rajkot para reanudar sus obligaciones. Depositó el dinero del viaje en manos de un cuñado y advirtió a varios amigos que me ayudaran en todo lo que fuera menester.
El tiempo transcurría lentamente en Bombay. Pesaba sobre mis hombros. No soñaba sino en partir hacia Inglaterra.
Mientras tanto, la gente de mi casta se agitó mucho ante la noticia de mi partida. Ningún modh bania había ido jamás a Inglaterra y si yo me atrevía a hacer semejante cosa sería llamado a capítulo. Se convocó una asamblea general de mi casta y me convocaron para que compareciera. Fuí Cómo conseguí reunir en seguida el valor necesario, es algo que no acierto a explicarme. Nada intimidado y sin la más leve vacilación, me presenté ante la asamblea. El sheth —-el jefe de la comunidad—, que era un pariente lejano mío, y que siempre estuvo en muy buenos términos con mi padre, me abordó así:
—En opinión de la casta, tus propósitos de ir a Inglaterra son totalmente inaceptables. Nuestra religión prohibe los viajes al extranjero. También hemos oído decir que no es posible vivir allí sin traicionar a nuestra religión. ¡Porque uno se ve obligado a comer y beber como los europeos!
A lo cual, yo respondí:
—No creo que ir a Inglaterra esté contra nuestra religión. Pienso ir allí para ampliar estudios. Ya he prometido solemnemente a mi madre abstenerme de las tres cosas que más teméis. Y estoy seguro de que el juramento que hice me mantendrá a salvo.
—Pero nosotros te decimos —prosiguió el sheth— que no es posible cultivar nuestra religión allí. Conoces mis relaciones con tu padre y deberías escuchar mi consejo.
——Conozco esas relaciones —repliqué— y tú eres para mí como el cabeza de nuestra familia. Pero nada puedo hacer en esta cuestión. No puedo alterar mi resolución de ir a Inglaterra. El amigo y consejero de mi padre, que es un sabio brahmán, no hace objeción alguna a que vaya. Y mi madre y mi hermano me han concedido también su autorización.
—Pero ¿desobedecerás las órdenes de la casta?
—Realmente nada puedo hacer. Pienso que la casta no debe inmiscuirse en este asunto.
Mi respuesta irritó al sheth. Yo tomé asiento, impasible. Entonces, el sheth pronunció su sentencia:
—A partir de hoy este muchacho ha de ser considerado como un descastado. Quienquiera que le ayude o vaya a verle en el muelle, será castigado con una multa de una rupia a cuatro annas.
La sentencia no me produjo el menor efecto, y despidiéndome del sheth me fui de allí. Me pregunté cómo tomaría mi hermano lo ocurrido. Por fortuna se mantuvo firme y me escribió diciendo que seguía contando con su permiso para ir, pese a la orden del sheth.
De cualquier forma, el incidente aumentó mi ansiedad por partir. ¿Qué ocurriría si mediante presión conseguían doblegar a mi hermano? Mientras así cavilaba, supe que un vakil de Juiiagadh iba a embarcarse para Inglaterra, pues debía actuar en un caso ante el foro inglés. Iba a partir en un barco que levaría anclas el 4 de septiembre. Me entrevisté con los amigos a los cuales me había encomendado mi hermano y todos coincidieron conmigo en que no debía pasar por alto la oportunidad de viajar en tan buena compañía.
No había tiempo que perder. Telegrafié a mi hermano para que me autorizase. Me contestó afirmativamente. Pedí a mi cuñado que me diera el dinero confiado a su custodia pero me manifestó que no podía dármelo; tenía que acatar la orden del sheth pues no podía correr el riesgo de que se le descastase. Busqué entonces a un amigo de la familia y le pedí que me diera el monto de mi pasaje, y para las necesidades más inmediatas, y que al mismo tiempo tratara de recuperar el dinero de mi hermano. Este amigo no sólo fue lo bastante bondadoso como para acceder a mi petición sino que me animó a seguir adelante. Con parte del dinero compré el pasaje. Luego tenía que equiparme para el viaje. Fue él quien me consiguió las ropas necesarias y otros efectos. Algunas ropas me gustaban y otras no. La corbata, por ejemplo, que posteriormente me encantaba llevar, me pareció entonces algo horrendo. El chaqué me resultaba inmodesto. Pero todo aquello no incidía para nada en mis deseos de ir a Inglaterra, que seguían primando por sobre todo. Todavía tenía las provisiones necesarias para hacer el viaje. Mis amigos me hicieron reservar una litera en la misma cabina de Sjt. Tryambakrai Mazmudar que era el vakil de Junadah. Además, me encomendaron a él. Era un hombre de edad madura, mucha experiencia, y conocimiento amplio del mundo. En cambio yo era un mocoso de dieciocho años, sin la menor experiencia mundana. Sjt. Mazmudar dijo a mis amigos que no se preocuparan por mí.
Y el 4 de septiembre salí al fin de Bombay rumbo a Inglaterra.

xx- MI CONTACTO CON LA RELIGIÓN

Hacia el fin de mi segundo año de permanencia en Inglaterra entré en relación con dos teósofos, dos hermanos, ambos solteros. Me hablaron del Gita. Estaban leyendo la traducción de sir Edwin Arnold ”La canción celestial”, y me invitaron a leerles el original.
Me sentí avergonzado pues no había leído el divino poema, ni en sánscrito ni en gujaratí. Me vi forzado a decirles que no había leído el Gita, pero que con mucho gusto lo leería con ellos y que, aun cuando mis conocimientos de sánscrito eran escasos, confiaba en entender el original lo bastante, como para decirles en qué partes la traducción no era fiel al contenido de la obra. Empecé, pues, a leer el Gita con ellos. Y los versos del segundo capítulo me causaron profunda impresión.

Cuando se analiza el objeto de los sentidos
se advierte que de ellos brota la atracción;
y de la atracción nace el deseo, que a su vez
inflama la fiera pasión. La pasión alimenta los vicios
y, entonces, la memoria queda traicionada, deja
que se ausenten los propósitos nobles y mina el espíritu.
Hasta que, los buenos propósitos, el espíritu y el hombre,
están definitivamente perdidos.

Todavía suenan estas palabras en mis oídos. El libro me impresionó como un tesoro inapreciable. Y esa impresión ha ido creciendo en mí, día tras día, hasta el extremo de que hoy considero el Gita , como el libro por excelencia, para el conocimiento de la verdad. Y me ha proporcionado valiosa ayuda en algunos momentos sombríos de mi vida.
En cuanto a las traducciones inglesas, las he leído todas y considero que la mejor es la de sir Edwin Arnold. Ha sido fiel al texto y al espíritu del libro y, sin embargo, no parece una traducción.
Aun citando leí el Gita con esos amigos, no puedo pretender haberlo estudiado entonces. Fue solamente algunos años más tarde cuando se convirtió en mi lectura cotidiana. Los hermanos a que me estoy refiriendo me recomendaron “La luz de Asia”, escrito por sir Edwin Arnold, de quien, hasta entonces, sólo conocía la traducción mencionada, bajo el título de “La canción celestial”. Y lo leí con mayor interés todavía que el Bhagavadgita. Una vez que comencé a leer “La luz de Asia”, no pude dejar el libro hasta concluirlo. Mis amigos me llevaron un día a la Logia Blavatsky, presentándome a madame Blavatsky y a la señora Besant. Esta última, acababa de ingresar en la Sociedad Teosófica, y yo venía siguiendo con gran interés la controversia surgida en torno a su conversión. Los amigos me aconsejaron que me uniera a la Sociedad Teosófica, pero yo rechacé cortesmente la invitación diciendo: “Con mis escasos conocimientos de mi propia religión no quiero pertenecer a ninguna institución religiosa”.
Recuerdo que, a instancias de los dos hermanos, leí la “Clave de la Teosofía”, de madame Blavatsky. Ese libro me estimuló a leer otros sobre hinduísmo y me sacó del error sugerido en mí por los misioneros, de que el hinduismo estaba lleno de supersticiones.
Aproximadamente por la misma época, conocí a un buen cristiano en una pensión vegetariana de Manchester. Me habló sobre el Cristianismo y la Cristiandad y acudieron a mi memoria los recuerdos de Rajkot. Se sintió dolido al oírlos. Me dijo: “Yo soy vegetariano. No bebo. Cierto que muchos cristianos comen carne y beben; pero ni lo uno ni lo otro son cosas que propicien las sagradas escrituras. Lea la Biblia, por favor”.
Seguí su consejo. Él mismo me consiguió un ejemplar, pues si mal no recuerdo, se dedicaba a vender Biblias. Yo adquirí una edición con mapas, índices y otras ayudas. Comencé a leerla, pero fui incapaz de recorrerme todo el Antiguo Testamento. Leí el Libro del Génesis y los capítulos siguientes que invariablemente, me hacían dormir. Pero sólo por poder decir que había leído la Biblia, seguí adelante con mucha dificultad y sin el menor interés ni comprensión. Me desagradó la lectura del Libro de los Números. Pero el Nuevo Testamento me causó una impresión muy distinta, especialmente el Sermón del Monte, que llegó directamente a mi corazón. Lo comparé con el Gita. Los versículos:
“Mas yo os digo: no resistáis al mal; antes, a cualquiera que te hiriere en tu mejilla diestra, vuélvele también la otra; y al que quisiere ponerte a pleito y tomarte tu ropa, déjale también la capa”, me encantaron más allá de toda ponderación trayéndome a la memoria las palabras de Shamal Bhatt: “Por un cuenco de agua da una rica comida...“, etc. Mi mente juvenil trataba de asociar las enseñanzas del Gita y de “La luz de Asia”, con las del Sermón del Monte. La renunciación, como la más elevada de las formas religiosas, me atraía enormemente.
Estas lecturas estimularon mi deseo de estudiar otros grandes maestros de la religión. Un amigo me recomendó “Los héroes y el culto de los héroes”, de Carlyle. Leí el capítulo sobre el Héroe como profeta y aprendí entonces todo lo que hay en los profetas de grandeza, valor y vida austera.
No pude ir más allá de este primer contacto con la religión, pues la necesidad de prepararme para los exámenes, no me dejaba tiempo libre. Pero tomé nota mental de que debería haber leído más libros religiosos y haberme familiarizado ya con todas las religiones principales.
¿Y cómo podía dejar de informarme también sobre lo que es el ateísmo? Todo hindú conoce bien el nombre de Bradlaugh y tiene noticia de su sedicente ateísmo. Leí algunos libros sobre el particular, de cuyos títulos no me acuerdo. No me causaron el menor efecto porque ya había cruzado el Sahara del ateísmo. La señora Besant, que por aquellos días se hallaba en el candelero de la opinión pública, se había pasado del ateísmo al teísmo, y ese hecho fortaleció en mí la aversión que sentía hacia el ateísmo. Yo había leído su libro: “Cómo me hice teósofa”.
Fue por ese tiempo cuando murió Bradlaugh, siendo enterrado en el cementerio de Woking. Asistí al funeral, como creo que asistieron todos los hindúes residentes en Londres. Estaban presentes también unos pocos clérigos, para rendirle los honores póstumos. A nuestro regreso del funeral hubimos de esperar en la estación a que llegara el tren. Un campeón del ateísmo, que se hallaba entre la multitud, comenzó a hostigar a uno de los clérigos mencionados, diciéndole:
—Dígame, señor: ¿cree usted en la existencia de Dios?
—Sí, creo —respondió el buen hombre, en tono bajo.
—También estará de acuerdo en que la circunferencia de la Tierra tiene 25.000 kilómetros, ¿no es así?
—En efecto.
—Entonces le ruego me aclare qué tamaño tiene su Dios y en dónde se encuentra.
—No podemos dejar de saberlo. Dios reside en el corazón de todos nosotros.
—jVamos, vamos! No me confunda con un niño —contestó el campeón del ateísmo, dirigiéndonos una mirada triunfal.
El sacerdote se sumió en humilde silencio.
Esta breve conversación contribuyó a aumentar mis prejuicios contra el ateísmo.


XXI- ÉL ES EL AMPARO DE LOS DESAMPARADOS, LA FUERZA DE LOS DÉBILES
(...)
No hubo nada que hacer. Me retorcí las manos de desesperación. Mi hermano también estaba muy preocupado. Los dos llegaron a la conclusión de que era inútil seguir por más tiempo en Bombay. Me instalaría en Rajkot, donde mi hermano, abogadillo sin título, podía proporcionarme algunos trabajos, tales como la redacción de solicitudes y memoriales. Además, como teníamos casa en Rajkot, levantar la de Bombay representaba una economía considerable. Me gustaba la idea. Así, mi pequeño establecimiento fue clausurado definitivamente, al cabo de una estadía de seis meses en Bombay.
Mientras estuve allí, solía ir a tribunales todos los días, no puedo decir que haya aprendido gran cosa. Tenía pocos conocimientos para aprender mucho. Con frecuencia era incapaz de seguir los casos, y me dormía. Pero había otros que me acompañaban en el sueño, aligerando así mi carga de vergüenza. Al cabo de un tiempo dejé de avergonzarme, pues comencé a pensar , que dormitar en Tribunales era una moda distinguida.
Si la presente generación tiene también sus abogados sin pleitos como yo en Bombay, les recomiendo que practiquen este precepto de carácter práctico: andar. Aunque yo vivía en Girgaum rara vez tomaba un coche o un tranvía. Mi norma invariable era ir a pie al tribunal. Tardaba en llegar unos cuarenta y cinco minutos y, desde luego, regresaba a casa a pie. De este modo no sólo hacía ejercicio, sino que me inmunicé contra los calores del sol. Este paseo hacia y desde tribunales, me ahorró mucho dinero, y cuando muchos de mis amigos de Bombay se ponían enfermos, yo recuerdo que me mantenía sano. Mi memoria no registra que una sola vez haya estado enfermo. Incluso cuando empecé a ganar dinero conservé la costumbre de caminar desde mi casa hasta el lugar de trabajo y hoy sigo todavía cosechando los beneficios de ese ejercicio.


PARTE II
IV- EL PRIMER DISGUSTO
Decepcionado, me fui de Bombay, llegué a Rajkot e instalé mi oficina. Allí me fue relativamente bien. Redactando solicitudes, demandas y memoriales, ganaba unas 300 rupias por mes. Por este trabajo debía dar gracias a la influencia de mi hermano, y no a mi propia capacidad, pues el socio de mi hermano tenía una buena clientela. Todas las demandas, que eran en realidad, o según su opinión, de importancia, se las entregaba a los grandes abogados. Las de menor cuantía a mí.
Debo confesar, que tuve que renunciar a mi norma de no dar comisión, que tan escrupulosamente mantuve en Bombay. Me dijeron que en Rajkot las condiciones eran distintas. Que mientras en Bombay las comisiones había que pagarlas a los agentes, en Rajkot se abonaban a los vakiles que proporcionan el pleito. Y que lo mismo que en Bombay, todos los abogados, sin excepción pagaban un tanto por ciento en concepto de comisión. Además el argumento empleado por mi hermano era incontestable:
-Date cuenta- me dijo-, de que trabajo en sociedad con otro vakil. Yo siempre me inclinaré a darte todo el trabajo que puedas realizar, pero si te niegas a pagar una comisión a mi socio me crearás dificultades. Porque tú y yo tenemos un negocio en común y, automáticamente, cuando tú ingresas algo, yo gano una parte. Pero ¿y mi socio? Supongamos que entrega el mismo caso a otro abogado; evidentemente percibirá la comisión.
Me convencieron sus argumentos, pensé que si quería ejercer como abogado, no podía mantener mi negativa de pagar comisiones. Así, razoné que sólo tenía dos caminos: o aceptaba o debía abandonar el ejercicio de la profesión, con lo cual me engañaba a mi mismo. Pero, permítaseme agrega que jamás di comisiones a nadie por ningún otro concepto, salvo el expuesto. De este modo, cuando comenzaba a creer que iba adquiriendo mucha experiencia, recibí la primera gran lección y también el primer disgusto de mi vida. Yo había oído hablar de lo que era un funcionario británico, pero hasta la fecha no había tenido que vérmelas con ninguno.
Mi hermano había sido secretario y consejero de Ranasaheb de Porbandar -ya fallecido-, antes de que fuera instalado en su gadi (trono). Y de aquel entonces, quedaba pendiente la acusación sobre mi hermano de haber aconsejado mal al príncipe, mientras ocupó el mencionado cargo. El asunto había ido a manos del Agente Político, quien tenía prejuicios contra mi hermano. Ahora bien, yo había conocido a ese funcionario durante mi estancia en Inglaterra, y podía decirse que se comportó conmigo cordial y amistosamente. Mi hermano pensó que yo debía hacer uso de esa amistad para decir unas palabras en su favor y lograr que el Agente Político no estuviera injustamente prevenido contra él.
A mí no me gustaba la idea en modo alguno. “Yo no debo –pensaba- aprovecharme de una amistad superficial hecha en Inglaterra. Si mi hermano era realmente culpable ¿de qué servía cualquier recomendación? Y si inocente era innecesario recurrir al Agente Político. Bastaba confiar en su inocencia y esperar el resultado”. Pero mi hermano no compartió mi opinión, en absoluto.
-No conoces Kathiawad -me dijo - y todavía tienes que conocer el mundo. Aquí sólo cuenta la influencia. No es propio de ti, siendo mi hermano que eludas tu deber, cuando fácilmente puedes interceder por mí ante un funcionario al cual conoces.
No le podía negar el favor que me pedía y fui a visitar al funcionario. Yo estaba convencido de que no me asistía derecho alguno para dirigirme a él y tenía la plena conciencia de que estaba arriesgando mi propia dignidad. De cualquier modo, pedí y obtuve una entrevista. Le recordé nuestra vieja relación, pero inmediatamente descubrí que Kathiawad, aquí, era distinto a Londres; que un funcionario con licencia no era el mismo hombre que cuando estaba de servicio. El Agente Político se puso rígido y como en guardia al recordar aquella relación. Con su estiramiento parecía decirme: “¿Supongo que no viene usted aquí a abusar de nuestra amistad ?” Aquella idea parecía incluso estar escrita en su frente. Pese a aquellas señales, expuse mi caso. El sahib se impacientó:
-Su hermano es un intrigante -me dijo-. No quiero que siga usted adelante. No tengo tiempo que perder. Si su hermano tiene algo que decir, que lo diga por el conducto habitual y adecuado.
La respuesta era fuerte pero, probablemente, merecida. Sin embargo, el egoísmo es ciego. Seguí adelante con mi historia. El sahib se puso en pie y dijo:
- Hágame el favor de irse.
-¡Pero escúcheme, se lo ruego! -le contesté.
Lo cual lo hizo enfurecer. Llamó a su asistente y le ordenó que me acompañara hasta la puerta. Yo seguía vacilando cuando llegó el asistente, plantó ambas manos sobre mis hombros y me empujó fuera de la habitación.
Me quedé en la calle hecho una furia. En el acto escribí una nota que envié al funcionario. Decía así:
“Usted me ha insultado. Usted me ha agredido por intermedio de su asistente. Si no me presenta sus excusas, tendré que proceder contra usted”.
La respuesta llegó inmediatamente, por intermedio de su sowar:
“Usted se comportó conmigo rudamente. Le pedí que se fuera y no me hizo caso. No tenía otro camino, sino ordenar a mí asistente que le mostrara la puerta. Incluso cuando él le pidió que saliera, usted no hizo caso. Él por consiguiente, tuvo que hacer la fuerza necesaria para obligarlo a salir. Está usted en libertad de proceder como guste”.
Con esta respuesta en el bolsillo llegué a casa, alicaído, y le conté a mi hermano lo ocurrido. Se sintió muy apenado, sobre todo porque no sabía cómo consolarme. Habló a sus amigos vakiles, porque yo no sabía cómo iniciar demanda contra el sahib. Por aquellos días pasó por allí sir Pherozeshah Mehta, que llegaba de Bombay para defender un pleito en Rajkot. Pero ¿un abogado novato como yo podía atreverse a visitarlo? Por consiguiente, le envié por escrito los datos de mi caso y solicité su consejo.
-Dile a Gandhi -manifestó al vakil que estaba a su servicio- que episodios semejantes son una experiencia común de muchos abogados y vakiles. Acaba de llegar de Inglaterra y su sangre se inflama fácilmente todavía. No conoce a los funcionarios británicos. Si quiere ganar algún dinero y vivir tranquilo, dile que rompa la nota y que se olvide del insulto. No conseguirá nada procediendo contra el sahib y, por el contrario, lo más probable es que origine su propia ruina. Dile que primero tiene que conocer la vida.
El Consejo fue un amargo veneno para mí pero tenía que tragármelo. Guardé el insulto, pero también extraje algún beneficio. Pensé que nunca más me volvería a colocar en una falsa posición como aquella, ni trataría de explotar una amistad en esa forma. Y desde entonces no he quebrantado esa determinación.
Ese primer disgusto cambió totalmente el curso de mi vida.

V- ME PREPARO PARA SUDÁFRICA
(...)
El tren llegó a Maritzburg, la capital de Natal, hacia las nueve de la noche. En esa estación se solían tomar los camarotes. Un empleado del ferrocarril vino y me preguntó si quería una litera. Le dije que no. El empleado se fue. Al poco llegó un pasajero y me miró de arriba abajo. Vio que era un “hombre de color” y se sintió molesto. Salió y volvió momentos después con dos empleados. Uno de ellos se adelantó y me dijo:
—Venga conmigo. Usted tiene que viajar en los vagones de tercera.
—Pero yo tengo billete de primera —repliqué.
—No importa —terció el otro empleado—. Usted tiene que viajar en tercera.
—Se me permitió viajar en este compartimiento desde Durban e insisto en seguir viaje donde estoy.
—No puede. Debe dejar este compartimiento o tendré que llamar a un policía para que lo eche.
—Hágalo. Yo me niego a salir voluntariamente.
Llegó el policía, me tomó de la muñeca y me sacó afuera. Mi equipaje también lo sacaron al andén. Me negué a meterme en la tercera. Y en esto, el tren partió. Fui a la sala de espera y me senté, llevando en la mano mi portafolios. El resto del equipaje lo dejé donde estaba, pues consideré que las autoridades ferroviarias se habían hecho cargo de él.
Era invierno y durante esa época del año en las regiones altas de Sudáfrica hace mucho frío. Como Maritzburg está a considerable altura, el frío era muy intenso. Yo tenía el
sobretodo en una valija, pero no me atrevía a pedirlo por temor a ser insultado otra vez. Por consiguiente, me limité a quedarme sentado y temblando. No había luz en la sala de espera. Hacia la medianoche se acercó un pasajero, al parecer con ganas de entablar conversación. Pero yo no estaba de humor para hablar.
Comencé a pensar en cuál era mi deber. ¿Debía seguir luchando por mis derechos o volver a la India? ¿O debía seguir hasta Pretoria, sin hacer caso de los insultos, y regresar a mi país después de haber concluido el litigio? Sería cobardía retornar a la India sin haber cumplido mis compromisos. Las humillaciones a que me veía sometido eran superficiales. Un simple síntoma de la profunda enfermedad de los prejuicios raciales. Trataría, en la medida de lo posible, de desarraigar la enfermedad y soportaría todas las durezas inherentes al proceso. Me preocuparía ante todo, no de mí, sino de buscar los medios de cooperar a la desaparición de los prejuicios de color.
Consecuente con estas ideas, decidí tomar el siguiente tren para Pretoria.
A la mañana siguiente envié un largo telegrama al Director General de Ferrocarriles e informé al Sheth Abdulla, quien inmediatamente se entrevistó con el Director General. Éste justificó la conducta de las autoridades ferroviarias, pero le dijo que ya había ordenado al jefe de estación, para que adoptase las medidas necesarias, a fin de que yo llegase a destino sin inconvenientes de ninguna especie.
Abdulla cablegrafió a los comerciantes indos de Maritzburg y a los amigos de otros lugares para que me ayudasen de lo posible. Los comerciantes vinieron a veme a la estación y trataron de consolarme narrándome sus propias dificultades y explicándome que lo que me había ocurrido a mí era cosa frecuente. Agregaron que los indos que viajaban en primera o segunda clase, casi siempre tienen conflictos con los pasajeros blancos y los empleados del ferrocarril.
Y así pasó el día, oyendo estos relatos de temor. El tren llegó hacia el anochecer. Estaba reservado un camarote a mi nombre. Esta vez compré en Maritzburg el billete de cama que me había negado a adquirir en Durban. El tren me llevó hasta Charlestown.

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