lunes, 27 de julio de 2009

GANDHI, Mahatma. Mis experimentos con la verdad. Autobiografía. (Extractos selectos)

PRIMERA PARTE -COMPARTANLO-Compartir
INTRODUCCIÓN

Hace cuatro o cinco años, a instancias de algunos de mis colaboradores más íntimos, accedí a escribir mi autobiografía. Comencé, pero apenas había concluido la primera página, estallaron los motines de Bombay y la tarea quedó paralizada. Siguieron después una serie de acontecimientos que culminaron con mi encarcelamiento en Jeravda. Sjt. Jeramdas, que era uno de los que estaba preso conmigo, me pidió que dejara todo lo que traía entre manos y que terminara de escribir la autobiografía. Respondí que me había trazado un programa de estudios y que no podía pensar en dedicarme a otra cosa mientras no llevase a cabo mi propósito.
En realidad, de haber tenido que cumplir toda mi condena en Yeravda, hubiera concluido la autobiografía, ya que habría dispuesto de un año entero para escribirla. Pero fuí puesto en libertad.
Ahora, Swami Anand vuelve a insistir sobre el tema y, como en estos instantes he concluido la historia del Satyagraha en Sudáfrica, me siento tentado de escribir mi autobiografía para las páginas del Navajivan. Swami quiere que la escriba para publicar un libro, pero no tengo tiempo suficiente. Sólo puedo escribir un capítulo por semana y, semanalmente, tengo que enviar alguna colaboración al Navajivan. ¿Por qué no mi autobiografía? Swami aceptó mi propuesta y heme aquí en la tarea.
Sin embargo, un buen amigo, temeroso de Dios, tenía sus dudas, de las cuales me hizo partícipe en mi día de silencio.
¿Por qué te has embarcado en esta aventura? —me preguntó—. Escribir autobiografías es una costumbre peculiar del Occidente. No conozco a nadie en Oriente que haya escrito alguna, con excepción de aquellos que han caído bajo influencia occidental. ¿Y qué vas a escribir? Supongamos que mañana rechazas aquellos principios que hoy te parecen justos; o que en el futuro decides revisar tus planes de hoy. En tal caso, ¿no es verosímil que los hombres que conforman su conducta a la autoridad de tu palabra, hablada o escrita, se sientan desorientados? ¿No te parece que sería preferible no escribir nada semejante a una autobiografía, al menos por ahora?
Tales argumentos hicieron en mí cierta mella. Pero en realidad, no es mi propósito escribir una autobiografía en el sentido cabal de la palabra. Simplemente, quiero relatar la historia de mis numerosos experimentos con la verdad, y como mi vida consiste de esas experiencias únicamente, resulta que tal narración tomará la forma de una autobiografía.
Mas no pienso preocuparme si en cada una de sus páginas sólo se habla de esos experimentos. Creo, o al menos me halaga, abrigar la creencia de que la relación de tales pruebas será beneficiosa para el lector. Mis experimentos en el campo político son hoy conocidos no sólo en la India, sino también, y en cierta medida, en el mundo “civilizado”. Lo cual para mí no tiene gran valor y el título de Mahatma que me dieron por ese motivo, vale para mí menos todavía. Con frecuencia ese título me ha causado pesar y no logro acordarme de un sólo instante en que haya servido para halagar mi vanidad.
De todos modos me agrada narrar mis experimentos en el campo espiritual que sólo yo conozco y, verdaderamente, de ellos he obtenido la fuerza que poseo para mi actuación en la esfera política. Si tales experimentos son realmente espirituales, entonces no queda lugar alguno para el autoelogio y sólo pueden sumarse a mi humildad. Porque cuanto más reflexiono y contemplo el pasado, más vívidamente siento mis limitaciones.
Lo que quiero alcanzar —lo que me he estado esforzando por lograr en estos últimos treinta años— es el perfeccionamiento de mí mismo, para mirar a Dios cara a cara, para alcanzar el moksha . Vivo, actúo y encauzo mi ser, hacia la consecución de esa meta. Todo cuanto hago, hablo y escribo y todas mis aventuras en el campo político, están dirigidas al mismo fin. Pero como siempre he creído que lo que es posible para uno, lo es también para todos, no he desarrollado mis experimentos en secreto, sino a campo abierto y no creo que ese hecho disminuya su valor espiritual. Hay algunas cosas que sólo las conoce uno mismo y su Hacedor; esas cosas no son, desde luego, transmisibles. Los experimentos a que he de referirme no son de esa clase, pero son experiencias espirituales, o más bien morales, ya que la esencia de la religión es la moral.
Únicamente incluiré en este relato aquellas cuestiones religiosas que puedan ser comprendidas, incluso por los niños y los ancianos. Si logro narrarlas con espíritu humilde y desapasionado, otros muchos experimentadores hallarán en ellas provisiones para su marcha hacia adelante.
Lejos de mi ánimo está el pretender haber conseguido el menor grado de perfección en esos experimentos. No pretendo más que lo que el hombre de ciencia, que, aun cuando realiza sus experimentos con la máxima precisión, minuciosidad y previsión, jamás proclama haber alcanzado conclusiones definitivas, sino que los contempla con la mente alerta y espíritu crítico.
Yo he efectuado profundas introspecciones buscándome a mí mismo una y otra vez, y examinado y analizado cada situación psicológica. Sin embargo, disto mucho de pretender haber llegado a una meta, ni creer en la infalibilidad de mis conclusiones.
Pero, eso sí, una cosa afirmo: que para mí estos experimentos son absolutamente correctos y me parecen, por ahora, definitivos. Por cuanto, si así no fuera, no ajustaría mis actos a esas resultantes. Pero a cada paso que dí, efectué un proceso para establecer su rechazo o aceptación, y procedí en concordancia con dichas decisiones. Y en tanto que mis actos satisfagan mi razón y mi corazón, debo adherirme firmemente a mis conclusiones primeras.
Si tuviera que analizar principios académicos, por cierto que no trataría de escribir una autobiografía. Pero mi propósito es ofrecer una de varias aplicaciones prácticas de esos principios. De ahí que haya dado a los capítulos que me propongo escribir, el título de “Historia de mis experimentos con la Verdad”. Incluirán, por supuesto, experimentos sobre la noviolencia, el celibato y otras normas de conducta consideradas como distintas de la verdad. Para mí, no obstante, la verdad es el principio soberano que incluye a numerosos principios.
Esta verdad no implica solamente veracidad de palabra, sino también de pensamiento, y no sólo la verdad relativa de nuestra concepción, sino la Verdad Absoluta, el Principio Eterno, es decir, Dios. Existen innumerables definiciones de Dios, porque sus manifestaciones son innumerables. Tantas que me abruman de pasmo y reverencia y, por momentos, me aturden.
Yo aún no encontré a Dios, pero lo estoy buscando y estoy preparado para sacrificar las cosas que me son más queridas, a fin de proseguir esta búsqueda. Incluso si el sacrificio fuera de mi propia vida, creo estar preparado para darla.
Pero mientras no haya alcanzado esa verdad absoluta debo atenerme a la verdad relativa, tal y como yo la he concebido. Por el momento, esa verdad relativa, debe ser mi guía, mi amparo y mi escudo. Aunque es una senda larga y tan angosta y sutil como el filo de una navaja, para mí ha sido la más fácil y rápida. Incluso mis desatinos, grandes como el Himalaya, me han parecido insignificantes, porque he seguido estrictamente ese sendero, lo cual me ha evitado caer en la pesadumbre y he podido marchar adelante siguiendo mi luz.
A veces, en mi progreso he captado tenues destellos de la Verdad Absoluta, de Dios, y cada día aumenta en mi la convicción de que sólo Él es real y todo lo demás irreal. Aquellos que lo deseen, sepan cómo creció en mí esta convicción; compartan mis experimentos y también mi convicción, si es que pueden. Al mismo tiempo, se ha desarrollado en mí la creencia de que todo cuanto es posible para mí, lo es también para un niño, y tengo sólidas razones para afirmarlo. Los instrumentos para investigar la verdad tienen tanto de sencillo como de difícil. Para la persona arrogante pueden parecer imposibles, mientras que son muy posibles para un niño inocente. Quien busque la verdad debe ser tan humilde como el polvo. El mundo aplasta el polvo bajo sus pies, pero el que busca la verdad, ha de ser tan humilde, que incluso el polvo pueda aplastarlo. Sólo entonces, y nada más que entonces, obtendrá los primeros vislumbres de la verdad. El diálogo entre Vasishtha y Vishvamitra pone esto suficientemente en claro. La Cristiandad y el Islam lo proclaman con la misma claridad.
Si algo de lo que escribo en estas páginas choca al lector como expresiones contaminadas de orgullo, entonces debe presumir que hay algo erróneo en mi búsqueda y que mis vislumbres de la verdad no son más que espejismos. Que perezcan cientos como yo, pero que perviva la verdad. No reduzcamos las dimensiones de la verdad ni en el espesor de un cabello al juzgar a mortales equivocados como yo.
Confío y ruego que nadie considere como terminantes los consejos que hay dispersos en los capítulos que siguen. Los experimentos que narro deben contemplarse como ejemplos ilustrativos, a la luz de los cuales cada lector pueda desarrollar sus propios experimentos, de acuerdo con sus inclinaciones y capacidad. Espero que esta suma limitada de ejemplos sea realmente útil, porque tampoco voy a ocultar, ni a soslayar, ninguna de las cosas feas que deben decirse. Deseo familiarizar al lector con todas mis faltas y errores. Mi propósito es describir los experimentos realizados en la ciencia. del Satyagraha, pero no para decir que soy bueno. Al juzgarme procuraré ser tan crudo como la verdad y quiero que los demás también lo sean.
Midiéndome por esa norma, debo decir con Surdas:

¿Dónde habrá un pobre diablo
tan malvado y despreciable como yo?
Tan falto de fe anduve
que he olvidado a mi Hacedor.

Porque lo que para mí es una tortura permanente, es hallarme todavía tan lejos de Él. De Él que, como muy bien sé, gobierna cada soplo de mi vida, y de cuyo linaje soy. Y sé que son las bajas pasiones las que me mantienen tan alejado de Él y, sin embargo, no logro desprenderme de ellas.
Pero debo poner punto final. No puedo comenzar el verdadero relato hasta el capítulo próximo.
El Ashram, Sabarmatí.
26 de noviembre de 1925.

M. K. GANDHI.


PRIMERA PARTE

I- NACIMIENTO Y FAMILIA

Los Gandhis pertenecen a la casta de los Bania y parece que los primeros de ellos fueron almaceneros. Pero en las tres generaciones últimas, a contar de mi abuelo, fueron primeros ministros en varios estados Kathiawad. Uttamchand Ghandi, “alias” Ota Gandhi, mi abuelo, debe haber sido un hombre de principios. Las intrigas políticas lo obligaron a salir de Porbandar, en donde era Diwan, y a buscar refugio en Junagadh. Una vez allí, saludó al Nabab con la mano izquierda. Alguien, al advertirlo, lo consideró una descortesía. Le pidieron explicaciones y él respondió: “La mano derecha ya está comprometida por Porbandar”.
Ota Gandhi se casó por segunda vez, al cabo de algún tiempo de haber muerto su primera esposa. Tuvo cuatro hijos en sus primeras nupcias y dos en las segundas. No creo que en mi niñez yo haya pensado ni intuido jamás que esos hijos de Ota Gandhi no fuesen todos de la misma madre. El quinto de los hermanos fue Karamchand Gandhi, “alias” Kaba Gandhi, y el sexto Tulsidas Gandhi. Ambos hermanos fueron primeros ministros en Porbandar, uno tras otro. Kaba Gandhi, mi padre, era miembro de la Corte de Rajasthanik, organismo ahora desaparecido, pero que, en aquel entonces constituía una entidad muy influyente para resolver disputas entre los jefes y sus compañeros de clan. Fue también, durante cierto tiempo, primer, ministro en Rajkot y luego en Vankaner. A su muerte era pensionado del estado Rajkot.
Kaba Gandhi se casó cuatro veces, pues, sucesivamente, murieron sus tres primeras esposas. Tuvo dos hijas de su primero y segundo matrimonios. Su cuarta y última esposa, Putlibai, le dio una hija y tres hijos, de los cuales yo soy el menor.
Mi padre amaba a su clan. Era un hombre auténtico, sincero, valiente y generoso, pero corto de genio. En cierta medida debió ser un hombre inclinado a los placeres carnales, puesto que se casó por cuarta vez cuando pasaba de los cuarenta. Pero era incorruptible y había ganado justa fama, tanto entre los miembros de su familia como entre los extraños, por su estricta imparcialidad. Su lealtad hacia el Estado era sobradamente conocida por todos. En cierta ocasión un alto funcionario habló en forma insultante del Sahebh Thakore de Rajkot, jefe de mi padre, y Kaba Gandhi respondió adecuadamente al insulto. El alto funcionario se enfureció y le exigió que se disculpara, pero mi progenitor se negó, por lo cual estuvo arrestado durante algunas horas. Al fin, cuando el funcionario vio que Kaba Gandhi era inquebrantable, dispuso que lo libertasen.
Mi padre jamás tuvo la ambición de acumular riquezas y por eso nos dejó escasos bienes.
Carecía de toda educación, salvo la de la experiencia. A lo sumo podría decirse que sabía leer un poco de gujaratí. En historia y geografía su ignorancia era absoluta. Pero su rica experiencia en cuestiones prácticas, le permitió solucionar asuntos muy intrincados y dirigir a centenares de hombres. Su educación religiosa era también escasa, pero poseía ese tipo de cultura religiosa que adquieren numerosos hindúes, merced a sus frecuentes visitas a los templos y oyendo pláticas sobre religión. En sus últimos años comenzó a leer el Gita, siguiendo los consejos de un brahmán muy cultivado, amigo de la familia, y cada día, durante los momentos de la oración, solía recitar en alta voz algunos versos.
La impresión más notable que de mi madre quedó en mi memoria, fue la de su santidad. Era una mujer profundamente religiosa. Jamás se le hubiera ocurrido empezar cualquiera de las diversas comidas cotidianas sin antes rezar sus plegarias. Una de sus diarias ocupaciones era la visita a Haveli, el templo de vaishnava. Por lo que alcanza mi memoria no recuerdo que ni una sola vez haya faltado al Chaturmas . Solía formular los votos más duros y mantenerlos sin que le flaqueara el ánimo. Ni siquiera una enfermedad constituía motivo suficiente para que dejara de cumplir sus promesas. Recuerdo que una vez se puso enferma cuando es taba cumpliendo el voto de la Chandrayana . Pero su dolencia no fue obstáculo para que se atuviera rigurosamente al ayuno. Ayunar durante dos o tres días consecutivos no era nada para ella. Y vivir durante todo el período del Chaturmas con una sola comida frugal al día, constituía su inquebrantable norma. Tanto, que no satisfecha con esa penitencia, un Chaturmas ayunó un día sí y otro no, y en los días en que comía lo hacía sólo una vez cada veinticuatro horas. Durante otro Chaturmas prometió no probar bocado sino a cada aparición del Sol. Y nosotros, que éramos niños por aquellas fechas, permanecíamos largo tiempo contemplando el cielo, deseosos de que el Sol saliera para nuestra madre. Como todo el mundo sabe, durante ese período de grandes lluvias es frecuente que el Sol no acceda a mostrar su rostro. Y recuerdo, cuando al cabo de algunos días de cielo encapotado, al ver aparecer el astro, salíamos corriendo para anunciárselo a nuestra madre. Ella salía para comprobarlo por sus propios ojos, pero con frecuencia el sol se había vuelto a ocultar de nuevo, privándola así de todo alimento.
“No importa —decía ella alegremente—. Dios no quiere que hoy coma”. Y se reintegraba a sus quehaceres.
Mi madre poseía un sólido sentido común. Estaba bien informada de todos los asuntos de estado y las damas de la corte tenían en alta estima su inteligencia.
Yo solía acompañarla con frecuencia, ejerciendo el privilegio de la infancia, y todavía recuerdo muchas de las vivas discusiones que solía sostener con la madre de Saheb Thakore.

De esos padres nací yo en Porbandar, también conocido como Sudarmapuri, el 2 de octubre de 1869. Mi primera niñez transcurrió en Porbandar. Allí me enviaron a la escuela y recuerdo que pasé las tablas de multiplicar con ciertas dificultades. Pero la verdad es que no creo haber aprendido nada más en aquellos tiempos, con excepción de los numerosos y variados nombres que ponía a los maestros en colaboración con los demás niños. Todo lo cual sugiere firmemente que mi intelecto debió ser perezoso y mi memoria escasa.

II- INFANCIA

Calculo que tendría yo unos siete años cuando mi padre partió de Porbandar hacia Rajkot para ingresar como miembro de la corte rajasthanika. Allí me hicieron ingresar en una escuela primaria, y de ese período sí puedo recordarlo todo perfectamente, incluso los nombres de los maestros que me enseñaban y todos los demás detalles.
Allí al igual que en Porbandar, difícilmente podría destacar nada sobre mis estudios. Sin duda fui un estudiante mediocre. De esa escuela me transfirieron a otra suburbana y luego, al cumplir los doce años, inicié los estudios superiores. En el transcurso de ese breve período no recuerdo haber dicho una sola mentira, ni a mis profesores ni a mis camaradas. Era yo un muchacho tímido y evitaba toda compañía. Los libros y las lecciones eran mis únicos compañeros. Adquirí la costumbre de estar en clase apenas daba la hora de entrada y de echar a correr hacia casa apenas salía. Y en realidad, echaba a correr, literalmente, porque era incapaz de soportar la idea de entablar conversación con nadie. Incluso sentía el temor de que cualquiera pudiera burlarse de mí.
Recuerdo un incidente ocurrido durante mis exámenes en el primer año de la escuela superior. Conviene recordar que, con tal motivo, había llegado en visita de inspección Mr. Giles, que era el Inspector de Educación. Mr. Giles nos había ordenado que escribiéramos cinco palabras, con objeto de ver cómo andaba nuestra ortografía inglesa. Una de ellas era kettle y yo la escribí mal. Mi profesor trató de despabilarme haciéndome una indicación con la punta de su bota, pero no lo comprendí. Me resultaba inconcebible pensar, que lo que mi maestro quería, era que yo copiara el ejercicio del muchacho que estaba a mi lado, pues yo creía que el profesor estaba allí precisamente para vigilarnos y evitar que copiásemos. El resultado fue que, salvo yo, todos los muchachos escribieron las cinco palabras correctamente. El único estúpido fuí yo. Luego, el maestro trató de corregir mi estupidez, pero sin resultados. Jamás conseguí aprender el arte de copiar.
Sin embargo, el incidente no disminuyó en modo alguno mi respeto hacia el maestro. Yo era por naturaleza ciego para las faltas de los mayores. Más adelante descubrí otros defectos en ese mismo maestro, pero mi respeto hacia él siguió siendo el mismo. Consideraba que mi deber era cumplir las órdenes de los mayores y no criticar sus actos.
Otros dos incidentes ocurridos durante el mismo período quedaron impresos en mi memoria. Por norma yo me apartaba sistemáticamente de cualquier lectura que no fuera la de mis libros de estudiante. Era preciso aprender bien las lecciones, porque me desagradaba decepcionar a mis maestros. Por consiguiente, había mucho que hacer. Las estudiaba, aun cuando no siempre ponía mis cinco sentidos en la tarea. Sea como fuere, aunque no consiguiera aprender bien todas las lecciones, carecía de tiempo para toda otra lectura. Sin embargo, mis ojos se detuvieron sobre un libro comprado por mi padre. Se trataba de “Shravana Pitribhakti Nataka” (una obra teatral sobre la devoción de Shravana hacia sus padres). Lo leí con intenso interés, Poco más tarde llegaron al lugar unos cómicos trashumantes y representaron el drama. En una de las escenas aparecía Shravana llevando, mediante unas cuerdas suspendidas de sus hombres, a sus padres ciegos, en un peregrinaje. El libro y esa escena me produjeron una impresión indeleble. “He ahí —me dijo— un ejemplo que sí puedes copiar”. Todavía están frescos en mi memoria los agónicos y poéticos lamentos de los padres al producirse la muerte de Shravana. Aquella tierna canción me conmovió hondamente y ejecuté muchas veces su melodía con la armónica que me había regalado mi padre.
Hubo otro incidente similar relacionado con otra obra de teatro. Yo había conseguido la autorización paterna para ver la representación ofrecida por una compañía dramática. Dicha obra -Harishchandra- conquistó mi corazón. No me hubiera cansado jamás de verla. Sin embargo, no me permitieron ir todas las veces que yo deseaba.
La obra me obsesionaba tanto, que supongo que yo procedía como Harishchandra incesantemente. Día y noche me planteaba la misma pregunta: “¿Por qué no ha de ser todo verdadero como es Harishchandra?”. Seguir la verdad y pasar por todas las pruebas porque pasaba Harishchandra, era el único ideal que inspiró en mí la obra. Sólo al recordarla lloraba muchas veces.
Hoy, mi sentido común me dice que Harishchandra no puede haber sido un personaje real. Pero tanto él como Shravana son realidades vivientes para mí y estoy seguro de que si volviera a leer o a ver representar cualquiera de ambas obras, me sentiría hoy tan conmovido como entonces.

x- VISLUMBRES RELIGIOSOS

Desde los seis o siete años, hasta los dieciséis, estuve en la escuela o el instituto, donde me enseñaron toda clase de cosas, menos religión. Debo decir que no extraje todo el provecho que hubiera debido extraer de las enseñanzas de mis maestros. Sin embargo, siempre fui captando cosas de aquí y de allá dentro del ambiente en que vivía.
Aclararé, que el término religión lo utilizo en su más amplia acepción, significando la realización o conocimiento de sí mismo.
Nacido en el seno de la fe vaishnava fui con frecuencia al Haveli. Pero jamás me sentí muy atraído por sus ritos, pues no me gustaban su pompa y relumbrón. Además, oí rumores de que a su amparo se llevaban a cabo algunas inmoralidades y perdí todo interés. Por consiguiente, nada pude sacar del Haveli.
Pero lo que no conseguí con ese credo lo obtuve gracias a mi niñera, una vieja sirvienta de la familia, cuyo cariño hacia mí jamás olvidaré. Dije anteriormente que temía a los fantasmas y a los espíritus. Rambha, que ése era el nombre de mi niñera, propuso como remedio a mis miedos, que recitase de memoria el Ramanama. Yo tenía más fe en ella que en el remedio, y por eso comencé a recitar el Ramanama desde una edad temprana para ahuyentar mis temores a los espíritus y fantasmas. Esto, claro está, no duró mucho tiempo pero la buena simiente sembrada en la infancia da siempre buenos frutos. Y creo que gracias a la buena semilla sembrada por la bondadosa Rambha, el Ramanama sigue siendo en la actualidad un remedio infalible para mí.
Por la misma época, un primo mío, que estaba muy encariñado con el Ramayana, hizo que mi hermano, el inmediatamente mayor que yo, aprendiera conmigo el Ram Raksha.
Cuando lo supimos de memoria, tomamos por costumbre recitarlo todas las mañanas después del baño. Cultivamos este hábito mientras vivimos en Porbandar. En cuanto nos trasladarnos a Rajkot, cayó en el olvido, sobre todo, porque yo no tenía mucha fe. Lo recitaba, principalmente, porque me enorgullecía poder declamar el Ram Raksha con una pronunciación correcta.
Lo que dejó en mí una profunda impresión, fue leer el Ramayana delante de mi padre. Durante el tiempo en que estuvo enfermo, una parte la pasó en Porbandar. Todas las tardes acostumbraba a escuchar el Ramayana, que le leía un gran devoto de Rama, Ladha Maharaj, de Bileshvar. Se decía que él mismo se había curado la lepra sin medicina alguna, aplicando a las partes enfermas hojas de bilva, que primero habían sido ofrendadas a la imagen de Mahadeva, en el templo de Bileshvar, complementándolo con el continuo recitado del Ramanama. Se afirmaba que su fe lo había curado. Todo lo cual podrá o no ser cierto, pero nosotros lo creíamos. Y es un hecho que cuando Ladha Maharaj comenzó a leer el Ramayana, todo su cuerpo estaba libre de lepra.
Ladha Maharaj tenía una voz melodiosa. Solía cantar los dohas (pareados) y los chopais (cuartetos), explicándolos luego y perdiéndose en el discurso, pero arrastrando consigo a quienes le escuchaban. Por aquel entonces yo tendría unos trece años, pero recuerdo perfectamente que sólo oírle leer me embelesaba. Gracias a ello quedaron sentadas las bases de mi honda admiración hacia el Ramayana. Hoy considero al Ramayana de Tulasidas como el libro más grande que existe en toda la literatura religiosa.
Unos pocos meses después de todo esto nos trasladamos a Rajkot y dejamos a un lado el Ramayana. Sin embargo leíamos el Bhagavat cada Ekadashi . A veces yo asistía a la lectura de dicho libro, pero el recitado nada me decía. Hoy comprendo que el Bhagavat es una obra capaz de evocar fervor religioso. Lo he leído en gujaratí con el mismo interés. Pero cuando escuché algunos pasajes del original, leídos por el Pandit Madán Moyhan Malaviya, durante mis veintiún días de ayuno, deseé habérselo oído leer en mi infancia a algún devoto como él, pues me habría aficionado a su lectura desde una edad temprana. Las impresiones que se reciben en la niñez, echan profundas raíces en la naturaleza humana, y yo lamento permanentemente no haber tenido la fortuna de escuchar la lectura de más libros de esta clase, durante ese período.
No obstante, en Rajkot, pronto aprendí a ser tolerante para con todas las ramas del hinduísmo y religiones hermanas. Mi padre y mi madre visitaban el Haveli, así como los templos de Siva y Rama, y nos llevaban consigo. Los monjes jainitas visitaban a mi padre con frecuencia, quienes incluso se apartaban de sus normas hasta el extremo de aceptar comida de nosotros, que no practicábamos su religión. Estos monjes hablaban con mi padre, tanto sobre temas religiosos, como mundanos.
También tenía amigos musulmanes y parsis, quienes comentaban con él problemas de la fe, y él escuchaba sus opiniones religiosas con el máximo respeto, e incluso con interés. Cuando yo lo cuidaba estuve presente con frecuencia en tales conversaciones. Y todo este conjunto de cosas inculcaron en mí la tolerancia hacia todas las religiones.
La única excepción en aquellos tiempos, era el cristianismo, hacia el cual experimentaba una especie de antipatía. Y con motivo. Por esas fechas los misioneros cristianos acostumbraban a situarse en una esquina próxima al instituto, predicando su religión e insultando a los hindúes y a sus dioses. Yo no podía soportarlo. Sólo una vez me detuve a escucharlos, pero bastó para disuadirme de repetir el experimento.
También por ese tiempo supe que un hindú muy conocido se había convertido al cristianismo. Era el comentario de toda la ciudad, que, para ser bautizado, tuvo que comer carne de vaca y beber alcohol, así como cambiar sus vestimentas, yendo, a partir de aquel día, vestido a la europea, con sombrero inclusive. Aquellas cosas me atacaban los nervios. No cabe duda, pensaba yo, de que una religión que obliga a comer carne de vaca, beber licores y cambiar de indumentaria, no merece tal nombre. También oí decir que el nuevo converso ya había comenzado a mofarse de la religión de sus padres, de sus costumbres y hasta de su país. Todas esas cosas, repito, desarrollaron en mí una antipatía hacia el cristianismo.
Pero el hecho de que aprendiera a ser tolerante con otras religiones no significaba que tuviera fe alguna en Dios. Por ese entonces cayó en mis manos el Manusmriti, que se hallaba en la colección de libros que tenía mi padre El relato de la creación del mundo y cosas similares no sólo no produjo en mí la menor impresión sino que, por el contrario, me inclinó algo más hacia el ateísmo.
Yo tenía un primo, que vive todavía, por cuya inteligencia sentía el mayor respeto. Y a él me dirigí con mis dudas. Pero no pudo resolver mi problema y me despachó con esta respuesta: “Cuando seas mayor resolverás tus dudas por tí mismo. A tu edad no deben plantearse esas cuestiones”. Yo me callé, pero no me sentí confortado por sus palabras.
Los capítulos sobre la dieta y otras cuestiones similares del Manusmriti, me parecieron contrarios a lo que se practica a diario. Ante esto como frente a mis dudas, siempre me daba la misma respuesta: “Con más lectura y una inteligencia más desarrollada, llegaré a entenderlo todo claramente”.
De cualquier forma, el Manusmriti no me enseñó la ahimsa. Además, ya he relatado anteriormente lo que me sucedió cuando quise comer carne. Pues bien, el Manusmriti me pareció que apoyaba la tesis que me indujo a realizar tal experimento. También deduje que era muy moral matar serpientes, piojos y otros bichos semejantes. Recuerdo que a esa edad maté piojos y otros insectos como quien cumple un deber.
Pero algo arraigó en mí profundamente: la convicción de que la moralidad es la base de todo en la vida y de que la verdad es la sustancia misma de toda moral. La verdad se convirtió en mi único objetivo. Comenzó a crecer en magnitud cada día, así como mi definición de ella también se fue ampliando constantemente.
Una estrofa didáctica gujaratí se adueñó de mi corazón y de mi inteligencia. Su precepto -devuelve bien por mal- se convirtió en mi principio rector. Dicho verso despertó en mí tal pasión que comencé a efectuar numerosas experiencias en tal sentido. He aquí esas (para mí) maravillosas líneas:

Por un cuenco de agua dad una rica comida;
ante un saludo amable, inclináos con fervor;
por un simple penique pagad con oro vos;
si la vida os salvan, la vuestra no rehuséis.
Observad así de los sabios sus palabras y acciones;
cada pequeño servicio por diez os será recompensado.
El realmente noble sabe que todos los hombres son uno solo
y devuelve con júbilo el bien por el mal que le hubieran hecho.

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