Según la OCDE, México es uno de los países con menor calidad de vida y bienestar entre sus habitantes, y según el IEP (Instituto para la Economía y la Paz), México ocupa la posición 121 de 153 naciones en el rubro de la paz pública, es decir, por debajo de países latinoamericanos como Honduras (lugar 117), Bolivia (76) o Argentina (55), o de naciones como Siria (116), Egipto (73) y Ruanda (lugar 99).
Según el informe del IEP, los indicadores que más afectan la pérdida de la paz en México son el nivel de la violencia de los criminales (muy alto), la recurrencia de las violaciones a los derechos humanos (alto), y el número de homicidios por cada 100 mil habitantes (alto), todo ello originado en buena medida por factores exógenos, o sea de fuera, como la insaciable demanda de estupefacientes ilícitos en Estados Unidos, la falta de voluntad de las autoridades de ese país para frenar el flujo ilegal de armas a México y su tradicional indolencia en el combate a la corrupción y a las redes de complicidad dentro de las oficinas públicas y las corporaciones de seguridad estadunidenses.
Y algo más, dice el informe del IEP, la ubicación de nuestro país en los últimos lugares de las mediciones internacionales en materia de paz y calidad de vida permite ponderar el estrecho vínculo entre flagelos como la pobreza, la desigualdad, la desintegración del tejido social y el desempleo, por un lado, y el auge delictivo, la descomposición institucional, la inseguridad y la pérdida de control por parte del Estado en amplias regiones del territorio, por el otro.
Lo que cabría esperar del gobierno en esta circunstancia es, en lo inmediato, la reformulación de su estrategia fallida y contraproducente de combate a la delincuencia y la consagración de las autoridades a la tarea urgente de pacificar el territorio y reconstruir la seguridad pública. Pero para que esas medidas tengan sentido y viabilidad, resulta imperativa una reorientación en las prioridades gubernamentales, que incida en el mejoramiento de la calidad de vida de la población, empezando por el reconocimiento de la inviabilidad del modelo económico vigente – generador inexorable de criminalidad y violencia – y la reorientación del gasto público hacia la construcción de infraestructura y el restablecimiento de mecanismos de bienestar social.
O sea que, tanto la OCDE y el IEP repitieron con otras palabras, y tras un arduo trabajo de investigación, lo que ha venido señalando Andrés Manuel López Obrador desde hace más de seis años: el modelo económico no funciona, la pobreza, la desigualdad y la injusticia generan la descomposición social y, lo más importante: la violencia no se combate con violencia sino con bienestar para la población, empleos, educación y justicia.
Qué difícil que entiendan esto quienes están al frente de nuestras instituciones y quienes apoyan la continuidad de la derecha en este país tan lastimado.
El cambio, es posible. Sólo hace falta que nos decidamos.
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