A la mitad de este templado mayo, temporada de prometedores cambios, estalló la furia de los millones de desplazados en España. El núcleo de sus pancartas entrelaza a los políticos con banqueros y especuladores para recalar en el mero sistema de explotación que se les impone y perjudica. La revuelta se extendió, con rapidez inaudita, por toda España. Los gritos lanzados son, en verdad, expresiones encapsuladas de su desesperada conciencia de parias. Van al mero fondo de sus tribulaciones, las individuales y las colectivas. Han tomado por sorpresa a sus elites que no atinan a dar, siquiera, medianas respuestas. Atrincheradas en sus compulsiones electorales, no se atreven a entrar, aunque fuera de manera lateral, en el meollo de injusticias que han procreado. Las decisiones de gobierno, atiborradas de ambiciones desviadas, han oscurecido el panorama futuro de millones de españoles: 20 por ciento de ellos han quedado sin oportunidades presentes o venideras.
Antes que ellos, jóvenes y viejos franceses protestaron masivamente, durante semanas enteras, contra los atracos pensionarios que se les plantearon como única salida de la crisis financiera que otros generaron. Sólo un gobierno atrincherado en la más reaccionaria de las derechas neoliberales (Sarkozy) impuso tales recortes. Poco le importó el rechazo, inteligente y razonado, que se escenificó en calles y plazas públicas. En Inglaterra el tradicional y gratuito sistema educativo se violentó con alzas en las cuotas al estudiantado. Los miles de jóvenes, ofendidos por el cobro forzado, se lanzaron, armados de cólera, contra establecimientos y partidos. Las masas griegas llevan meses mostrando sus corajes al plan de austeridad que se les ha impuesto desde las sedes europeas y el Fondo Monetario Internacional. Pero, en todos estos casos, los protestantes no van al meollo del asunto: el modelo económico seguido, a pie juntillas, por sus líderes, y el manoseo de una democracia que no convive con los ciudadanos.
La rebelión árabe se cuece aparte por su intensidad y penetración en un pueblo enjaulado por los intereses de las grandes potencias. Su rebelión ha terminado, a pesar de escollos, con toda una época de indignidades. No sólo derriban a varios de los sátrapas que los han sometido, sino que han desestabilizado la estructura imperial que los manipula. La tarea, sin embargo, no ha sido concluida. Poderosos se conjuran contra un movimiento que pide derechos básicos: libertad, igualdad y democracia. Pero que, también, como lo hacen los españoles, quieren finiquitar el sistema de opresión que les sobrepone un régimen de desigualdades y les priva de toda oportunidad futura de vida digna. El despertar árabe ha roto ya algunas de sus cadenas al costo de muchas vidas. Y, al parecer, los cientos de miles de yemeníes, sirios, libios, marroquíes, bahreiníes, tunecinos y hasta sauditas, están dispuestos a pagar, con generosa sangre, precios todavía más dolorosos.
En México los estallidos no han cesado desde hace ya varios años. Y el proceso continúa y asciende en capacidad de organización. Se ha ido refinando la conciencia sobre lo que aqueja y oprime. En ocasiones la protesta tomó la ruta de los derechos conculcados a los indígenas chiapanecos. En otras, se encierra en los añejos conflictos por tierras o derechos específicos en la Oaxaca depauperada y sometida al caciquismo más atrabiliario. A últimas fechas el descontento se ha filtrado a través de la inseguridad que provoca el crimen organizado. Con la impunidad y el miedo, la aparente comodidad de las mismas clases medias se tambalea y, en regiones enteras, ocasiona éxodos colectivos. A pesar de los reclamos que surgen, hasta hoy en día el sistema ha podido continuar imponiendo sus visiones parciales. Las promesas de atención y desplantes de duras acciones represivas no encuentran otro cauce que el de una guerra sin cuartel que se agota en sí misma. Guerrerismo que tiene raíces inducidas desde el extranjero, ya sea por los temores tan ancestrales cuan cotidianos de los estadunidenses, como por sus permanentes afanes de conquista.
La emergencia de un fustigado enojo, que lleva significados y cualidades de distinto género, se destapó desde la vapuleada región morelense. Distinta de la gama previa que lanzó proclamas de atención al gobierno por la inseguridad, este llamado articula una visión penetrante en algunas causales reales de la criminalidad. Desoídos o simplemente manoseados desde las cúspides y los medios de comunicación electrónica, las anteriores manifestaciones de esta especie han tenido débiles continuidades y poco o nulo enraizamiento en la base social. Esta nueva algarada por la paz con dignidad y justicia está llamada a crecer en profundidad y abarcamiento. El secreto estribará en su capacidad para catalizar, aunque sea una porción, del enorme descontento nacional.
Ajeno por completo a las atenciones de los medios de comunicación de masas que lo destierran, con ciega táctica, de pantallas y micrófonos, el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) ha ido engrosando sus filas. Ha recogido ese larvado descontento que se nutre de manera cotidiana por el modelo expoliador vigente. No sólo ausculta esas pulsiones de revuelta, sino que ayuda a transformarlas en un organismo que pugne por una república donde quepan todos, para que se construya una nación de iguales, donde nadie sea más que nadie como claman los jóvenes españoles. Plaza tras plaza, ciudad por ciudad, en municipios, regiones, en barrios o colonias y caseríos desparramados por todo el país se ha ido auxiliando, con paciencia y duro trabajo proselitista, al crecimiento de la conciencia individual de la ciudadanía. Sin tapujos, hombres y mujeres quedan situados delante de la opresión que padecen e identifica, con prístina claridad, a sus causantes y beneficiarios. Ya suman millones los voluntarios adherentes y, por lo que se ve, serán bastantes más. Con ellos y para ellos se trabaja sin descanso a pesar del ninguneo de los poderosos, el de sus socios menores y la torpe mirada de sus muchos lacayos.
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