En diversas ocasiones, el licenciado López Obrador ha afirmado que el principal problema de nuestro país es la corrupción y que de llegar a ser Presidente, su gobierno hará lo necesario para combatirla sin tregua; el problema consiste en encontrar un esquema funcional para ello. Efectivamente, la corrupción es un cáncer que parece haber invadido por completo a las instituciones, a los diferentes órganos del poder, a muchísimas empresas y a la sociedad en su conjunto, la cual –acostumbrada a estas prácticas– la considera parte de sí. Afortunadamente, la corrupción no es aceptada por muchísimos mexicanos, ni ha sido practicada de la manera sistemática y absurda como sucede hoy, dañando al país e impidiendo superar el estado de cosas en que vivimos.
La corrupción es un problema complejo, cuyo origen es la impunidad, la cual es especialmente grave cuando se utiliza, solapa y promueve por los presidentes de la República y los gobernadores. Al hacerlo dan un ejemplo a sus colaboradores, y éstos a los suyos –en cadenas cada vez más extensas– de cómo proceder para resolver, supuestamente, los problemas de índole personal que se les van presentando, los que frecuentemente incluyen el pago de favores, las soluciones rápidas de problemas, la evasión de los procedimientos establecidos y finalmente el abuso del poder que les ha sido conferido.
Cuando un servidor público observa o se da cuenta de que su jefe puede actuar violando los procedimientos, e incluso las leyes establecidas sin correr ningún riesgo en vista de la impunidad imperante, ello se convierte en una invitación a imitar lo observado, al cabo no pasa nada. Esto inicia el proceso de reproducción de esta práctica, que eventualmente llega a todos los niveles gubernamentales y se constituye en el tema de conversación cotidiano y con ello, en el ejemplo a seguir para todos.
Un problema colateral es el hecho de que al obviar los procedimientos incómodos, los funcionarios no se detienen a reflexionar que la incomodidad aparente es para todos, y que posiblemente su existencia no tiene ninguna razón de ser, por lo que debieran ser eliminados, no sólo para ellos, sino de manera general, quitando así un factor de descontento, pero también de corrupción potencial.
El lector seguramente ha vivido experiencias de procedimientos y trámites absurdos que nos gustaría que no existiesen y que eliminarían fuentes importantes de corrupción, pero que al no ser observados por los altos funcionarios carecen de importancia para ellos y los dejan operando indefinidamente, con todas las consecuencias que ello implica.
Existen, desde luego, normas y procedimientos cuyo cumplimiento es estrictamente necesario para el buen funcionamiento de la sociedad; sin embargo, para quien ha pasado otras normas por encima, el camino a seguir es el mismo, llegando así a asumir conductas de suma gravedad que sólo el cinismo y la impunidad hacen posible, y que al ser comentadas se convierten en anécdotas picarescas que dejan de lado la gravedad del problema.
Un aspecto que considero importante señalar es el efecto que la impunidad deja en el tiempo, cuyo efecto acumulativo podemos observar, recordando cómo la corrupción, de presentarse en hechos aislados, realizados por unas pocas personas –entre las que se incluyen altos funcionarios–, hoy día es una práctica generalizada entre los diferentes niveles de la administración pública.
Esta fue la historia y el ejemplo de muchos de los gobiernos priístas que tuvo el país. Se recuerdan por sus excesos los casos de López Portillo y de Carlos Salinas, entre otros, y luego los de panistas, comenzando por Vicente Fox y su gobierno del cambio, con sus escándalos comentados con asombro, por lo desmedido también de sus actos, como el toallagate; el saqueo de la Lotería Nacional; los gastos del famoso Vamos México, y las actividades de tráfico de influencias, las de desvío de fondos y abusos cometidos por la esposa del Presidente, sus hijos y los grupos de fanáticos, religiosos apadrinados por ellos. La sociedad entera esperó así inútilmente, que en algún momento todos o algunos de ellos fueran llamados a rendir cuentas.
Desde su inicio, la impunidad, y con ello la corrupción, se convirtieron en un distintivo del actual gobierno, unidos a la falta de visión y compromiso del Presidente. El acceso mismo al poder por Felipe Calderón, haiga sido como haiga sido, esconde en el fondo las negociaciones de impunidad logradas por Fox, para él y su familia a cambio de los servicios realizados. No fue, desde luego, el único compromiso a pagar con moneda similar; la impunidad ha estado presente a lo largo de estos seis años, lo mismo en el caso de la guardería de Sonora, que en los contratos multimillonarios a empresas españolas y constructoras nacionales; en las concesiones otorgadas por su primer secretario de Gobernación a sí mismo; en la quiebra fraudulenta y solapada por el gobierno, de Mexicana de Aviación, y en la tragedia de la mina de Coahuila, entre muchos otros casos.
La cultura de la impunidad ha escalado otros rubros aún más graves que los del fraude y el abuso del poder para lograr beneficios económicos, pues el Presidente ha pasado por encima de las leyes, en el uso del Ejército, en asuntos de soberanía y en sus propias atribuciones del cargo, con las consecuencias trágicas que vivimos cada día. El ejemplo que con su comportamiento y desdén a las leyes ha dado a sus colaboradores parece no tener límites, al grado de poner en riesgo la viabilidad misma del país.
Por ello, el ofrecimiento de López Obrador de combatir la corrupción, debiera ir acompañado por el compromiso de llevar al actual Presidente y a su antecesor a rendir cuentas ante la justicia, de manera que todo el sistema político sepa que la impunidad será dejada atrás; ello seguramente incrementaría sus simpatías, entre grupos significativamente más amplios que los que hoy conforman sus partidarios.
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