viernes, 14 de diciembre de 2012


Chuayffet, Raúl Vera yManuelito
Rafael Landerreche
E
milio Chuayffet, el hombre de los chinchones, que se autoacusó de borracho para no respetar los acuerdos de San Andrés; el hombre que renunció (o fue renunciado) a la Secretaría de Gobernación tras la masacre de Acteal, el que tuvo la insolente ocurrencia de declarar que era imposible preverla, cuando dos semanas antes Ricardo Rocha la había anunciado ante millones de televidentes; Emilio Chuayffet quien, por mucho que se dé vueltas al asunto, es cómplice (mínimamente por omisión y encubrimiento) de los 45 asesinatos perpetrados en Acteal el 22 de diciembre de 1997, está de vuelta, con total impunidad, en un gabinete presidencial, después de 15 años de ausencia.
Este hecho no es sino una de muchas señales que demuestran que México está gobernado por una mafia que se adueñó del poder, como dijo AMLO. Otras señales, como las manías privatizadora, la represora y la televisora, aunadas al estado de la oposición política y de la resistencia popular, que si bien se mantienen heroicamente, se encuentran fragmentadas, dispersas y debilitadas, nos confirman que a México siguen esperándole días aciagos.
Este ciclo en la vida política de Emilio Chuayffet coincide curiosamente (o quizá misteriosamente) con otro ciclo: el de la comunidad mártir de Acteal. Apenas unos días antes del anuncio de que Chuayffet sería secretario de Educación, falleció el último de los sobrevivientes mortalmente heridos aquel 22 de diciembre, después de quince años de luchar contra la muerte.
En este nuestro México desgarrado por la injusticia, la impunidad y la violencia; en este México regado por la sangre de más de 70 mil muertos y sembrado de familias destruídas, diezmadas, enlutadas por el asesinato o la desaparición de sus miembros; en este pobre México si alguien tenía razones sobradas para caer en la desesperación e incluso en la violencia y la venganza, ese alguien era Manuel Vázquez Luna, quien se convirtió en el décimo miembro de su familia fallecido a consecuencia de la masacre de Acteal. Sin embargo, lo notable, lo increíble de Manuel es que nunca pidió venganza, nunca habló mal de nadie y nunca dejó de sonreír.
En realidad, Manuel no fue herido por las balas ese fatídico 22 de diciembre; fue herido por lo que había detrás de ellas: la estrategia del terror. Y fueron las secuelas sicosomáticas de ese gran trauma las que terminaron por quitarle la vida. Él vio cómo caían acribillados su padre, su madre y sus cinco hermanas. El escuchó a su papá, un catequista que no sabía leer, pero que se sabía muy bien los Evangelios, exclamar antes de morir:Padre, perdona a tu pueblo. Tras escuchar estas palabras, sobrevivió a la matanza cubierto por una montaña de cuerpos, entre ellos los de sus hermanas. Como llegó a comentar después, en su muy particular estilo: decía a mis pulmones que no respiraran para que no me escucharan los paramilitares.
Cuando vivió esa inimaginable experiencia de terror y muerte, Manuel tenía 12 años. Al morir, el pasado 10 de noviembre, tenía cronológicamente 27 años, pero de alguna manera su espíritu, o su corazón, como dirían los tzotziles, se detuvo en ese terrible momento y siguió siendo el de un niño de 12 años: De ahí que todos lo conocieran comoManuelito. La reacción unánime de los asiduos visitantes de Acteal al enterarse de su muerte fue exclamar con tristeza:¿Ahora quién nos recibirá en Acteal ofreciéndonos contar un chiste, una adivinanza o un cuento? Porque esa era la costumbre de Manuelito. Contaba chistes para tapar el paso al dolor; sonreía para disipar la tristeza y hacer sonreir a todos los que encontraba. Con frecuencia, sus chistes no eran más que las bromas inocentes de un niño de 12 años, pero en ocasiones sus cuentos se elevaban a la altura de las parábolas.
Don Raúl Vera, obispo auxiliar de don Samuel en el momento de la masacre, le escribió una carta a Emilio Chuayffet, un par de meses antes de la masacre, alertándolo de lo que estaba pasando. Como sucesor y correligionario de Bartolomé de las Casas, don Raúl sabe denunciar con palabra de fuego. La carta a Chuayffet concluía con una cita del profeta Amós: “Ustedes aborrecen al que los amonesta y abominan al que les habla con la verdad…pisotean al pobre...y hostilizan al justo, reciben sobornos y hacen que los pobres pierdan su causa en los tribunales. Por eso callan los prudentes, porque los tiempos son malos”.
Ahora bien, Manuelito era de otro talante. Si se hubiera encontrado alguna vez con Chuayffet no le habría espetado duras palabras. Le habría contado un cuento, un cuento que era mucho más que un cuento: “Estaba caminando entre los árboles cuando oí una voz que me llamaba: ¡Manuel! ¡Manuel! –Volteé a donde se escuchaba la voz, pero no vi a nadie. Otra vez escuché la voz, ahora más fuerte: ¡Manuel! ¡Manuel! ¡Veme a la cara si eres hombrecito!– Entonces me di cuenta de que era un pajarito el que me estaba hablando. ¿Qué quieres? –le respondí?, y contestó el pajarito:
–¿Tú mataste a mis papás? ¡Dímelo!
–Sí, yo fui. Perdón, no sabía que eran tus papás.
–¿Dónde están mis papás? –volvió a preguntar el pajarito.
Manuelito se toca su panza con las manos, dando a entender que se los comió. El pajarito vuelve a hablar, pero su tono es más suave y conciliador:
–Te perdono porque me dijiste la verdad. Ahora podemos ser amigos.
Si existe un México profundo, es el de los pueblos que llegaron a estas tierras antes de que hubiera memoria. Si existe un abismo insondable, es el dolor de un niño al que la violencia le ha arrancado a sus padres y a sus hermanos. Pues bien, de esas profundidades recónditas llega a nosotros una voz. No es el grito de espanto que cabría esperar de las tinieblas; no, es algo como el gorgeo de un pajarito en diciembre. Y lo que esa voz propone es amistad… ¡para los asesinos de sus padres! Pero eso sí, con una condición insoslayable: la verdad. México está urgido de justicia y reconciliación ¿Seremos capaces de comprender?

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