El cerebro de Chuayffet Por: Sanjuana Martínez - diciembre 24 de 2012 - 0:03 COLUMNAS, Daños colaterales - 12 comentarios
¿Tendrá conciencia el señor Emilio Chuayffet Chemor, flamante Secretario de Educación del gobierno de Enrique Peña Nieto? La pregunta obedece a sus cuentas pendientes por su participación en un crimen de Estado. ¿Lo perseguirán en sus sueños las ánimas de esos 45 tzotziles cruelmente asesinados en Acteal? Siempre me he preguntado si la clase de políticos impunes e indolentes tienen conciencia; si la llamada “razón de Estado” les permite luego de cometer todo tipo de atrocidades, conciliar un reparador y placentero sueño cada día. Me pregunto cómo pueden convivir con los fantasmas de las personas que han perjudicado hasta la muerte.
Chuayffet es el paradigma de la infamia. El típico responsable que se lava las manos como Poncio Pilatos y se autoconvence, ante la impunidad que le brinda el Estado corrupto y corruptor mexicano, que él no tuvo nada que ver en la ignominiosa matanza de indígenas del 22 de diciembre de 1997 en Chiapas. Tal vez, Chuayffet no tenga conciencia, me dicen algunos. Sin embargo, se ha comprobado que todo sujeto posee una conciencia, la diferencia estriba en la perversidad y el nivel de maldad de cada ser humano.
Hay quienes no les afecta el mal que producen; mientras a otros, sencillamente les arruina la vida. No es el caso de Chuayffet. Su maldad está por encima de su moral. La alevosía con la actúo en la guerra de baja intensidad contra los zapatistas durante su gestión como Secretario de Gobernación de Ernesto Zedillo, ha quedado de manifiesto y generó miles de muertos, desplazados y enfrentamientos entre los pueblos de los Altos de Chiapas.
Pero Chuayffet sabía lo que iba a ocurrir. Desde octubre de 1997, Tatic Raúl Vera le advirtió en una carta de lo que iba a suceder en aquellas tierras y él no hizo nada, al contrario, permitió que los paramilitares actuarán bajo su mirada cómplice. De que Chuayffet es uno de los responsables intelectuales de la matanza de Acteal por acción y omisión, no nos queda la menor duda después de leer los informes de la fiscalía, aunque él finja demencia y se atreva a decir ahora en el 15 aniversario, que la matanza de aquellos 45 tzotziles no deja de dolerle. Lo dudo. Y explicaré por qué no creo en su supuesto dolor, ni arrepentimiento.
En este tiempo de canallas que nos ha tocado vivir, los sufrimientos ocasionados por el cáncer, la lepra o el alzheimer, han sido analizados a profundidad por médicos y científicos especializados. Sin embargo, la hijoputez de algunos hombres que habitan el universo sencillamente no ha sido investigada. Por eso, Marcelino Cereijido se atrevió a publicar un libro titulado “Hacia una teoría general sobre los hijos de puta. Un acercamiento científico a los orígenes de la maldad”. Este biólogo argentino que ha analizado la ruta de 3,700 millones de años de la llamada evolución humana, se dio a la tarea de hacer este magnífico ensayo sobre la hijoputez, uno de los peores males que acosan a la humanidad. Cereijido se pregunta si la hijoputez humana es inherente a la vida, así como lo es la muerte; es decir, si hay algo en los genes que obligue a los hombres a ser más perversos que otros. Y efectivamente concluye que existen determinantes biológicos que causan un inmenso dolor a los demás, pero advierte que la perversidad está determinada igualmente por componentes culturales.
Es importante señalar que el autor desvincula a las trabajadoras sexuales como fuente de este mal. Por el contrario, más allá del coloquialismo procaz de la palabra hijoputez, intenta darle una entidad real a esta actividad humana tan poco investigada. Por tanto, encontró que en el cerebro, ese órgano que generalmente no alcanza a pesar un kilo y medio, entre más grande es, mayor es la hijoputez: “Sobre todo si tomamos en cuenta la condición adicional de que para ser hijo de puta no basta damnificar al otro, sino también ser consciente de que lo estamos perjudicando. Ante ello, y si en realidad la hijoputez tiene bases biológicas, debemos dar por sentado que “ese algo” biológico está contenido en los 1.4 kilogramos de células que componen al cerebro”, dice.
Me pregunto entonces de qué tamaño será el cerebro de Chuayffet, de qué forma ha utilizado los atributos biológicos que nos permiten sobrevivir lícitamente y los ha transformado en células perjudiciales. Es obvio que los seres humanos estamos insertados también en “cadenas tróficas”, es decir, que el tener que devorar a otro organismo para sobrevivir nos ha llevado a desarrollar instintos primitivos; a tal grado, que algunos transforman esas células que nos permiten sentir, amar, solidarizarnos, cooperar o pensar en los demás, en componentes para abusar del otro, matarlo o cazarlo. En este caso particular, Chuayffet no exhibe un particular remordimiento por la matanza de Acteal de la que fue cómplice con Ernesto Zedillo y Jorge Madrazo Cuéllar, entre otros.
Y no lo exhibirá mientras siga ostentando patentes de corso como puestos de representación popular, cargos en el PRI o desde su posición de Secretario de Educación. Las capas de su cerebro que le han permitido cometer semejantes vilezas son dignas de investigación. La maldad, crueldad, perversidad de algunos hombres supera a la de los animales, quienes se autolimitan y no matan más de lo que necesitan para sobrevivir. Tal vez, por eso, el activista Abbie Hoffman dijo alguna vez: “Si los hombres fueran obligados a comer lo que matan, no habría guerras en el mundo”.
Este contenido ha sido publicado originalmente por SINEMBARGO.MX en la siguiente dirección: http://www.sinembargo.mx/opinion/24-12-2012/11568. Si está pensando en usarlo, debe considerar que está protegido por la Ley. Si lo cita, diga la fuente y haga un enlace hacia la nota original de donde usted ha tomado este contenido. SINEMBARGO.MX
¿Tendrá conciencia el señor Emilio Chuayffet Chemor, flamante Secretario de Educación del gobierno de Enrique Peña Nieto? La pregunta obedece a sus cuentas pendientes por su participación en un crimen de Estado. ¿Lo perseguirán en sus sueños las ánimas de esos 45 tzotziles cruelmente asesinados en Acteal? Siempre me he preguntado si la clase de políticos impunes e indolentes tienen conciencia; si la llamada “razón de Estado” les permite luego de cometer todo tipo de atrocidades, conciliar un reparador y placentero sueño cada día. Me pregunto cómo pueden convivir con los fantasmas de las personas que han perjudicado hasta la muerte.
Chuayffet es el paradigma de la infamia. El típico responsable que se lava las manos como Poncio Pilatos y se autoconvence, ante la impunidad que le brinda el Estado corrupto y corruptor mexicano, que él no tuvo nada que ver en la ignominiosa matanza de indígenas del 22 de diciembre de 1997 en Chiapas. Tal vez, Chuayffet no tenga conciencia, me dicen algunos. Sin embargo, se ha comprobado que todo sujeto posee una conciencia, la diferencia estriba en la perversidad y el nivel de maldad de cada ser humano.
Hay quienes no les afecta el mal que producen; mientras a otros, sencillamente les arruina la vida. No es el caso de Chuayffet. Su maldad está por encima de su moral. La alevosía con la actúo en la guerra de baja intensidad contra los zapatistas durante su gestión como Secretario de Gobernación de Ernesto Zedillo, ha quedado de manifiesto y generó miles de muertos, desplazados y enfrentamientos entre los pueblos de los Altos de Chiapas.
Pero Chuayffet sabía lo que iba a ocurrir. Desde octubre de 1997, Tatic Raúl Vera le advirtió en una carta de lo que iba a suceder en aquellas tierras y él no hizo nada, al contrario, permitió que los paramilitares actuarán bajo su mirada cómplice. De que Chuayffet es uno de los responsables intelectuales de la matanza de Acteal por acción y omisión, no nos queda la menor duda después de leer los informes de la fiscalía, aunque él finja demencia y se atreva a decir ahora en el 15 aniversario, que la matanza de aquellos 45 tzotziles no deja de dolerle. Lo dudo. Y explicaré por qué no creo en su supuesto dolor, ni arrepentimiento.
En este tiempo de canallas que nos ha tocado vivir, los sufrimientos ocasionados por el cáncer, la lepra o el alzheimer, han sido analizados a profundidad por médicos y científicos especializados. Sin embargo, la hijoputez de algunos hombres que habitan el universo sencillamente no ha sido investigada. Por eso, Marcelino Cereijido se atrevió a publicar un libro titulado “Hacia una teoría general sobre los hijos de puta. Un acercamiento científico a los orígenes de la maldad”. Este biólogo argentino que ha analizado la ruta de 3,700 millones de años de la llamada evolución humana, se dio a la tarea de hacer este magnífico ensayo sobre la hijoputez, uno de los peores males que acosan a la humanidad. Cereijido se pregunta si la hijoputez humana es inherente a la vida, así como lo es la muerte; es decir, si hay algo en los genes que obligue a los hombres a ser más perversos que otros. Y efectivamente concluye que existen determinantes biológicos que causan un inmenso dolor a los demás, pero advierte que la perversidad está determinada igualmente por componentes culturales.
Es importante señalar que el autor desvincula a las trabajadoras sexuales como fuente de este mal. Por el contrario, más allá del coloquialismo procaz de la palabra hijoputez, intenta darle una entidad real a esta actividad humana tan poco investigada. Por tanto, encontró que en el cerebro, ese órgano que generalmente no alcanza a pesar un kilo y medio, entre más grande es, mayor es la hijoputez: “Sobre todo si tomamos en cuenta la condición adicional de que para ser hijo de puta no basta damnificar al otro, sino también ser consciente de que lo estamos perjudicando. Ante ello, y si en realidad la hijoputez tiene bases biológicas, debemos dar por sentado que “ese algo” biológico está contenido en los 1.4 kilogramos de células que componen al cerebro”, dice.
Me pregunto entonces de qué tamaño será el cerebro de Chuayffet, de qué forma ha utilizado los atributos biológicos que nos permiten sobrevivir lícitamente y los ha transformado en células perjudiciales. Es obvio que los seres humanos estamos insertados también en “cadenas tróficas”, es decir, que el tener que devorar a otro organismo para sobrevivir nos ha llevado a desarrollar instintos primitivos; a tal grado, que algunos transforman esas células que nos permiten sentir, amar, solidarizarnos, cooperar o pensar en los demás, en componentes para abusar del otro, matarlo o cazarlo. En este caso particular, Chuayffet no exhibe un particular remordimiento por la matanza de Acteal de la que fue cómplice con Ernesto Zedillo y Jorge Madrazo Cuéllar, entre otros.
Y no lo exhibirá mientras siga ostentando patentes de corso como puestos de representación popular, cargos en el PRI o desde su posición de Secretario de Educación. Las capas de su cerebro que le han permitido cometer semejantes vilezas son dignas de investigación. La maldad, crueldad, perversidad de algunos hombres supera a la de los animales, quienes se autolimitan y no matan más de lo que necesitan para sobrevivir. Tal vez, por eso, el activista Abbie Hoffman dijo alguna vez: “Si los hombres fueran obligados a comer lo que matan, no habría guerras en el mundo”.
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