País sentado en la banca. En las gradas. Contemplando lo que le sucede a sus mujeres, día tras día, año tras año, década tras década. En las casas y en las calles. En las oficinas y en las fábricas. En Ciudad Juárez y en el Estado de México. En cada libro que escribe Lydia Cacho sobre el tema. Miles de mujeres subestimadas, acosadas, hostigadas, golpeadas, violadas, asesinadas. Decenas de depredadores y decenas de ciudadanas que los padecen. Mientras México mira. Mientras las cortes y los Ministros y los jueces contemplan. Mientras el país entero come cachuates y trata a sus mujeres como tales.
Porque es tan común. Porque es tan normal. Porque es tan “poco grave”. Pensar que las mujeres son algo – no alguien – que puede ser usado y humillado. Algo que puede ser acariciado a tientas en el Metro y golpeado en la casa. Algo que puede ser acosado en las oficinas de un jefe y no recibir sanción por ello. Algo que se lo buscó por usar la falda tan arriba y el escote tan abajo. Un objeto sin derechos esenciales que la ley no necesita proteger. Como en tiempos cavernícolas y tiempos prehispánicos y tiempos autoritarios y tiempos democráticos. Todos los tiempos son buenos para maltratar a una mujer en México. Todos los tiempos son buenos para evadir un castigo por hacerlo.
Tan es así que la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación no contempla el acoso sexual como una conducta condenable. Para el gobierno mexicano, no es “grave” que un servidor público asedie física o verbalmente – con fines sexuales – a un empleado. No es “grave” que se valga de su puesto para hacerlo. No es “grave” que abuse de su poder para conseguirlo. No es “grave” que se valga de su posición jerárquica para ocultarlo. Y por ello, al abuso existe. En la burocracia y en los juzgados y en las escuelas y en las calles y en el Congreso.
Y por ello persisten las cifras que conmueven. Los datos que desesperan. El perfil de un país que exalta a las mujeres en el discurso cada Día Internacional de la Mujer pero las minimiza en la realidad. La actitud de una nación que no protege como debiera a la mitad de su población. El lugar donde 95 por ciento de las trabajadoras reportan haber sido víctimas del acoso sexual. Donde 1 de cada 3 mujeres vive violencia doméstica. Donde cada 9 minutos una mujer es víctima de violencia sexual. Donde ser mujer y trabajar en una maquiladora a veces significa estar en peligro de muerte. Donde ocurren 5 violaciones por minuto. Donde 17 estados criminalizan el derecho de las mujeres a decidir sobre sus propios cuerpos. Donde los ojos amoratados y los labios partidos y los huesos rotos son parte de la vida cotidiana. La rutina conocida. La realidad tolerada.
Todos los días en México alguien acosa sexualmente a una mujer. Alguien golpea a una mujer. Alguien viola a una mujer. Alguien deja de educar a una mujer. Y todos los días, millones de mexicanos permiten que eso ocurra. Permanecen sentados, presenciando a los políticos y sus evasiones, a los jueces y sus justificaciones, a la Suprema Corte y sus claudicaciones. Contemplando a los hombres que tratan a las mujeres como una subclase de la raza humana. Mirando a través de sus lentes oscuros como si sólo fueran espectadores de algún tipo de deporte nacional. Desviando la vista de acosadores como tantos jefes en tantas oficinas púbicas. Cuidando su propia vida sin querer involucrarse. Sin participar. Sin exigir.
Cómplices voluntarios.
Hoy la mira del país está puesta en los políticos. En los partidos. En las reformas que aprueban. En las reglas del juego que cambian. Pero la profundización de la democracia mexicana también pasa por la reconfiguración del mapa mental de su población. Ese mapa mental que le asigna a las mujeres de México un lugar inferior. Una nota de pie de página. Un apéndice. La evolución de la democracia mexicana tiene que ver con las expectativas que los padres mexicanos tienen de sus hijas. Tiene que ver con la manera en la cual los ciudadanos del país se tratan unos a otros, independientemente de su género. Tiene que ver con una forma de pensar. Con una forma de participar, de bajar de las gradas y ayudar. De denunciar el acoso sexual y exigir su penalización. De fustigar la violencia contra las mujeres y demandar su erradicación. De educar a una niña para que sepa que puede ser presidente de México, aunque ojalá aspire a algo mejor. De pensar que las mujeres son ciudadanas y deben ser tratadas como tales. De construir una verdadera República donde los hombres tienen sus derechos y nada más. Donde las mujeres tienen sus derechos y nada menos.
Y uno de ellos es el derecho de decir “no”. El derecho a decir “hasta aquí”. El derecho a denunciar a acosadores sexuales. El derecho a saber que serán sancionados. El derecho a exigir que lo aceptable es inaceptable. El derecho a explicar que lo normal es anormal. El derecho de “convertirse en lo que se es”, diría Rosario Castellanos. Una persona que se elige a sí misma. Que derriba las paredes de su celda. Que niega lo convencional. Que estremece los cimientos de lo establecido. Que alza la voz contra el México machista. Que logra la realización de lo auténtico. Mujer y cerebro. Mujer y corazón. Mujer y madre. Mujer y esposa. Mujer y profesionista. Mujer y ciudadana. Mujer y ser humano.
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