El Fondo Monetario Internacional elevó sus predicciones sobre el crecimiento mundial y de México para 2010, de 3.1 a 3.9 por ciento y de 3.3 a 4.0 por ciento, respectivamente. A la vez, su director, Dominque Strauss-Kahn, mantuvo su cautela y advirtió que los países arriesgan su recuperación si retiran demasiado pronto las medidas de estímulo. Los festejos del mundo financiero se quedan en el frío y su prometida vuelta a la normalidad de antes en manos de sus deslustrados oráculos.
La noticia alcista sobre nuestro crecimiento se ve empañada por otras sobre la precariedad y mala calidad del empleo: 35 por ciento de los trabajadores con contrato laboral ganan dos salarios mínimos o menos, y 45 por ciento de los asalariados no tuvieron prestaciones básicas al tercer trimestre de 2009. El México de la inseguridad se desparrama de lo laboral a lo criminal y define la perspectiva de la nación, sumida en un pozo de autoengaño que algunos quieren convertir en autodestrucción.
México se ha convertido en una sociedad de ingresos malos e insuficientes para aspirar a una vida buena. Sólo los núcleos de ingresos medio altos buscan motivos para la complacencia, pero hasta los gurúes que aspiran a guiarlos a la Tierra Prometida en inglés saben que la situación que describen las estadísticas traza horizontes desastrosos para todos. Para qué hablar de los meros ricos, cuyas escoltas les recuerdan a diario que son humanos y mortales.
Un cuadro de esta gravedad no puede exorcizarse con reformas políticas al gusto de quién sabe qué grupo de neopolitólogos. Tampoco superar sus efectos sobre la vida cotidiana mediante el juego de cifras y cálculos “novedosos” que le permiten a algún loro radiofónico decir que no es para tanto.
Sí es, y es para asustarse, el grado de desprotección, penuria e indigencia que sufren los mexicanos cuyos ingresos no sirven para alimentarse, mucho menos al mercado interno. La enésima guerra desatada por el gobierno, ahora contra la obesidad y la mala dieta, debería empezar por reconocer que en el país hay hambre por la mañana y por la noche y que es esa hambre la que lleva al que la sufre a recurrir a lo peor de la oferta para engañar al estómago.
Hace años, los estudiosos de las necesidades básicas, como Hernández Laos o Boltvinik, advirtieron sobre la mancha que se cernía sobre la moderna cuestión social mexicana: no era tanto la falta absoluta de abasto sino la pésima distribución del ingreso, y también el acaparamiento criminal de bienes básicos, los que explicaban la insuficiencia nutricional de los mexicanos. Ahora, al panorama distributivo que nos ha vuelto impresentables ante el mundo, salvo cuando se viaja de invierno a Davos, hay que añadir problemas serios, en vías de agravarse, sobre la capacidad productiva nacional de bienes esenciales.
Es cierto que esta desatención contumaz de asuntos fundamentales como los mencionados sólo puede entenderse por la mala manera de hacer política en que ha desembocado nuestra democracia apenas estrenada. Y, sin duda, parece cierto también que el Ejecutivo vive bajo un toma y daca inclemente que expresa una pluralidad silvestre, acentuada por la ineptitud del partido gobernante.
Es decir que, en efecto, México encara un agudo problema económico y social que no se puede pretender superar desde la política, como se hace en casi todas partes, porque ésta no funciona, está sometida a un empate casi catastrófico, y mantiene en hibernación cualquier iniciativa del gobierno que buscara intervenir eficazmente en el embrollo económico y el pantano social que amenazan la vida social.
Sin embargo, no es aquí donde radica el corazón de la trama mexicana al actual. Con todas las reformas modernizadoras de la política que pueda imaginarse, no lograremos convertir al gobierno en una máquina eficiente de producir y hacer políticas económicas y sociales. Si algo se consiguió en estos lustros de mercaderes, fue despojar al Estado de esas vocaciones y reflejos.
De aquí la urgencia de repensar la secuencia de las reformas propuestas por el presidente Calderón, antes de que su intemperancia las echara por la borda, y darle al reformismo político otra dimensión y otro rumbo.
No es cuestión de sustituirlas por otras relativas a la economía y la sociedad, sino de devolverle a la política la dimensión creativa de que hablaran Mariátegui o Azaña. Pero para eso, es indispensable plantearse primero el qué para luego entrarle a los cómos, y no al revés como lo hicieron Calderón y sus exegetas.
Lo que está sobre nosotros es la tentación de seguir como vamos, de miscelánea en miscelánea, fiscal o política según el humor del personaje, de rebanada en rebanada, hasta que la desesperación popular nos despierte y muestre con furia el fin del salami y de los placebos para edulcorar su agotamiento. Lo quiera o no, la propuesta de y las respuestas a Calderón nos llevan en esa dirección, de fuga en fuga, hasta que no quede territorio por recorrer y el abismo se vuelva horizonte.
Para ir al corazón de la política autodestructiva en que México se embarcó hay que ir al Estado y asumir que ha sido vaciado de objetivos y llenado de instrumentos destinados a impedirnos pensar en lo fundamental, a condenarnos al presente continuo que el presidente descubre en la Montaña Mágica cada año.
De esta verdad habrá que saltar a la que sigue, no menos dura: “una sociedad”, decía Azaña, “aunque con desventura, puede pasarse sin grandes artistas pero no se puede pasar sin dirección política”. Esto no se compra en Wal-Mart, ni se construye opacando al IFAI; mucho menos poniendo a la Procuraduría al servicio de la sacristía.
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