Frente a la propuesta de reforma política enviada por el gobierno panista se han suscitado distintas reacciones críticas, algunas muy críticas. Y justificadas, añadiría, aunque les pese a los aplaudidores profesionales. Pues, bien, ahora toca el turno a los grupos parlamentarios de los partidos mayoritarios de la oposición ofrecer su visión que, a primera vista y en muchos aspectos, confirman o complementan la iniciativa presidencial.
Más ordenada y sistemática, menos pensada para satisfacer necesidades ad hominen que la de Calderón, la iniciativa presentada por el senador Manlio Fabio Beltrones corrige y acota los alcances posibles de la reforma, la cual, ya está claro, bajo ninguna de sus formulaciones implicará la radical transformación del régimen político, sino su puntual adaptación a las nuevas circunstancias del país, dejando para el futuro el debate de fondo sobre la naturaleza del Estado, las instituciones políticas y el régimen que México necesitará para afrontar las realidades del siglo en curso.
Una rápida aproximación al texto beltroniano permite reconocer varias coincidencias, si bien matizadas, comenzando por la polémica relección de los legisladores, de la que excluyen a los presidentes municipales. La razón argüida es “extralegal”, al margen de la “ingenieria” mediante la cual se diseñan los demás cambios.
En realidad, la negativa a convertir al municipio en la célula madre de la reforma (como debiera ser) es indicativa de la clase de disyuntivas a las cuales ninguna modificación legal escapa. Si bien es el municipio el verdadero laboratorio donde ha de procesarse la relación política/ciudadanos, los autores de la iniciativa admiten que, justo en ese escenario, la relección no sería conveniente como medio de control y transparencia, dado el poder disolvente e incontrolable de los recursos “sucios” que estarían en juego, aunque no se dice nada de los llamados “poderes fácticos” legales –económicos o políticos– que actúan en cada localidad al margen o en contra de la cadena institucional y ya han pervertido la competencia electoral democrática.
Resulta una verdadera lástima que ese peliagudo problema no aparezca con claridad, cuando, en efecto, se trata de discutir cómo transformar al Estado para fortalecerlo y no, como se deduce, de buscar veredas alternas que lo hagan un poco más “gobernable”. Es lamentable que en este debate, como en muchos otros de gran importancia –la definición de la laicidad del Estado, por ejemplo–, el gobierno actúa a partir de sus prisas, es decir, empujado por la coyuntura sin proponerse la urgencia de reinventar una nueva razón de Estado democrática y social.
Asimismo, también quedan fuera de la propuesta priísta –y escribo a vuela máquina leyendo las informaciones de la prensa, no la iniciativa– las candidaturas independientes que son, en cierto modo, el señuelo de toda la iniciativa presidencial, el eje del discurso “ciudadano” que Felipe Calderón ha decidido levantar para remozar, así sea demagógicamente, la pobre oferta electoral ofrecida por su partido.
Ojalá y en este punto, y ante la falta de una discusión de fondo en torno a una “ley de partidos” que garantice el pluralismo, la deliberación ayude a fortalecer las libertades políticas, sin fabricar híbridos que al final terminarán por erosionar la transparencia de la vida pública.
A estas alturas, es impensable una reforma política que no asuma el papel crucial de los medios, ya no sólo como vehículos de los mensajes partidistas, sino como centros promotores y difusores de valores, ideología y elementos capitales de la agenda nacional. Confiemos en que los legisladores vuelvan al asunto sin dejarse vencer por el lobby que ya tiene bancada propia en ambas cámaras.
Tampoco reconoce el PRI la segunda vuelta, la cual en el guión calderonista resultaba ser una travesura de políticos jugando a espaldas de la opinión pública, como una puntada propia de escolapios, pero impresentable ante la sociedad.
El rechazo a la fórmula de la segunda vuelta es un freno a las pretensiones bipartidistas que animan, en el fondo y en la superficie, la visión panista y en la que coinciden los grupos que en el tricolor de hecho cogobiernan en materias claves las estrategias para definir el curso general de la política económica. Un capítulo importante de la iniciativa priísta es el reconocimiento pleno de la autonomía del Ministerio Público. En cambio, acepta el PRI reducir el número de legisladores, en la que parece ya una obvia concesión al “consenso” y propone reformas importantes tanto en la ratificación de los secretarios propuesto por el Presidente, introduciendo de alguna manera un elemento de “corresponsabilidad” y “fiscalización” sobre el Ejecutivo. Asimismo, plantea un mecanismo para suplir la Presidencia en caso de ausencia definitiva, vacío que el presidencialismo histórico prefirió no tocar. En fin, una mirada superficial a la propuesta del Revolucionario Institucional denota mayor oficio, seriedad y compromiso. Pero sigue siendo una reforma corta, chata, limitada a satisfacer intereses actuales.
Se dirá, con razón, que los grandes temas nacionales pasan, por otra parte: la reforma fiscal que está en puerta; la necesaria revaloración de los temas de la desigualdad y la pobreza, ahora agravados por la crisis (el dato es brutal: el ingreso por habitante en 2009 cayo en 20 por ciento), lo cual obligaría a una profunda reorientación de las políticas económicas en el contexto de la situación internacional.
Pero es obvio también que la dimensión social no estará en la mesa salvo para imponer la reforma laboral al costo de suprimir en los hechos el ejercicio del derecho de los trabajadores a la defensa de sus intereses históricos y legales. Dicho de otro modo, los temas sociales dependen, sobre todo, de la capacidad de los amplios sectores afectados e interesados en ventilarlos sin desmayo, con claridad y perseverancia mediante la acción concertada de todas las fuerzas que hoy están en peligro o amenazadas por el desempleo o el abandono.
El asunto no es rechazar la reforma política (o cargar toda acción política a la cuenta de la “partidocracia”. El debate ayuda al reforzamiento de las posiciones populares, cuyas exigencias en torno a la revocación del mandato, el referendo o el plebiscito, deberían extenderse hacia la defensa de un “modelo” de organización del Estado que favorezca la mayor representación con la mayor representatividad, la fiscalización ciudadana, entre otras formas de consulta popular.
Acompañar las propuestas con el calificativo “ciudadano” no las hace mejores. Es un error creer que la línea divisoria es la que pasa entre partidos y ciudadanos, elude la política. Ésta es necesaria para dirigir al Estado, para combatirlo. Y a esa máxima se atiene el PRI.
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