martes, 23 de febrero de 2010

Partidos---Pedro Miguel

Problema: los partidos siguen siendo indispensables pero, en el marco actual de su relación con el poder público, no tienen remedio; no, al menos, si se les deja librados a su propia capacidad de autorregenerarse, que es nula.

No hay mucho que decir de los dos principales, instrumentos del poder empresarial, mediático y delictivo que secuestró –por medio de ellos– a las instituciones y que, desde el salinato, fraguó una alianza fáctica de cogobierno y alternancia que se mantiene vigente; veamos, si no, la inmundicia pactada en lo oscurito (y que acabó saliendo a la luz pública) entre el secretario de Gobernación y el tricolor: aprobación de presupuestos depredadores a cambio de ventajas electorales. La sociedad tampoco puede esperar que la franquicia dizque “ecologista” o el brazo electoral de la mafia elbista sean factores de democratización real.

Los tres institutos políticos de izquierda se encuentran, por su parte, en una condición trágica: son, en ocasiones y localidades determinadas, factores de ejercicio democrático, pero en otras actúan como instrumentos al servicio de sus propias burocracias, cuando no, y de manera abierta, a la orden de autoridades acanalladas.

Tal es el contexto en el que se desarrollan las alianzas o los conatos de alianzas perredistas y petistas con Acción Nacional –un partido que hace ya un buen par de décadas perdió su esencia de oposición democratizadora (así fuera de derecha) y se convirtió en uno más de los aparatos oligárquicos y autoritarios que sostienen al régimen político de siempre– o con el PRI, hoy despojado de ideología y reducido a gestor de promontorios de corrupción y control social.

Esos y otros devaneos, exasperantes y desalentadores, no sólo se explican por la acción de intereses individuales de los dirigentes, sino también, y principalmente, por un factor de identidad entre las burocracias de todas las organizaciones partidistas y del conjunto de la clase política. Esa identidad llega a un grado de solidaridad gremial que pasa por encima del sentido mismo de los partidos como representantes de la diversidad social y por encima de la voluntad de los electores. Tales burocracias no miden su éxito en función de su capacidad para transformar la realidad, sino en la escala de los recursos que logran allegarse vía el presupuesto de prerrogativas electorales; los espacios de poder que obtienen no los ven como correspondientes a la causa o a la organización, sino como peldaños de carreras políticas y administrativas personales.
Por supuesto, quienes razonan como si viviéramos en Finlandia no consideran esa distorsión, nugatoria de las permisas básicas de la democracia, y repiten a coro que ni modo, que así son las cosas, que éste es el menos peor de los mundos institucionales posibles y que esos son los partidos que la ciudadanía se merece; “¿O qué? ¿Pretendes cambiar el país a balazos?” Qué chantaje con nivel de posdoctorado.

Sí: con o sin candidaturas ciudadanas, los partidos seguirán siendo, en el futuro previsible, y en tanto el régimen no termine de desestabilizarse a sí mismo, inevitables como cauces de acceso a puestos de representación popular y, por ello, como instrumentos de transformación social.

Los movimientos sociales dispuestos a jugarse en la vía electoral tienen ante sí exigencias desmesuradas, porque no sólo deben construir y consolidar liderazgos susceptibles de volverse candidaturas triunfantes sino que, además, deben vigilar el voto, la urna, el conteo y el cómputo, e imaginar movilizaciones capaces de neutralizar los atracos electorales: si el poder puede hacer fraude, lo hará, dice esa suerte de Cofipe Murphy no reconocido pero evidenciado en un hecho trágico: dos presidencias espurias y usurpadoras (1988 y 2006) se han conformado de esa manera en menos de dos décadas.

Ahora resulta, además, que hay que organizarse al margen de los partidos para, en tiempos electorales, negociar con ellos el registro de candidaturas. El desafío es enorme, pero no hay otra forma de incidir en forma perdurable en la vida política formal: sin abandonar la movilización, hay que imponerles a los partidos –a todos: son básicamente iguales– el poder del sufragio organizado al margen de ellos. Que se queden los administradores partidistas con registros y presupuestos, pero que nos permitan llevar un poco de representación ciudadana real a lo que queda de las instituciones.

A la postre, lo harán (porque sin los electores pierden porcentajes de votación y grandes sumas de dinero), a condición de que los movimientos sociales mantengan su independencia y sean capaces de generar organizaciones de votantes muy disciplinadas; en tanto se consiga orientar el sufragio en la fidelidad a las causas y no a las siglas.

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